Autor: Diego Andrés Rosselli Cock - Médico Inmunólogo, Escritor - Bogotá, Colombia
A la belleza de esta región se agrega su riqueza cultural. En este municipio tienen su asentamiento varios resguardos indígenas de las etnias de los paeces y los guambianos o wampi. En un día de mercado confluyen aquí blancos, mestizos e indígenas, entre yerbateros, vendedores de baratijas y mochileros europeos.
En las montañas del nororiente del Cauca, alrededor del antiguo pueblo de Silvia, hay una serie de valles y cuestas de un verde intenso. Regadas por el río Piendamó y fertilizadas por milenios de actividad volcánica; estas tierras frías culminan en los páramos de Moras, Las Delicias y Guanacas, allí donde nace la Cordillera Central.
Desde hace tres o cuatro generaciones las montañas de Silvia, con su clima fresco y su ambiente de retiro pastoral, han atraído a centenares de caleños, que tienen aquí sus fincas de recreo. Fue en Silvia, precisamente, en donde se inspiraron varias de las obras de Andrés Caicedo, aquel prolífico autor de relatos y cuentos urbanos que, en 1977, se quitó la vida en su casa de Cali cuando apenas tenía 25 años.
A la belleza de esta región se agrega su riqueza cultural. Aquí tienen su asentamiento varios resguardos indígenas de las etnias de los paeces y los guambianos. Antes de hablar de ellos vale recordar algo de historia.
La llegada de los españoles fue particularmente sangrienta en esta región de Colombia. En 1536, para seguir los pasos de sus dos capitanes Juan de Ampudia y Pedro de Añasco a quienes había enviado en misión de exploración, Sebastián de Belalcázar no necesitó de guía alguno para orientar sus pasos. Sólo tuvo que seguir el rastro de sangre y de poblados reducidos a cenizas que sus hombres iban dejando.
Estas tierras al norte de lo que sería Popayán estaban densamente pobladas. Así lo expresa en verso en sus Elegías de varones ilustres de Indias el cronista Juan de Castellanos: "Y en más de treinta leguas de camino / nunca se vido paso sin vecino. / Poblados montes y las partes rasas, / los fondos valles hasta los altores, / pueblos hallaba de mil casas".
Otro cronista, Pedro Cieza de León, que a diferencia de Castellanos sí fue testigo presencial, lo narra así, esta vez en prosa: "se camina por una loma que dura seis leguas, llana y muy buena de andar, y en el remate de ella se pasa por un río que ha por nombre Piendamó, a cuya parte oriental está la provincia de Guambía, y otros muchos pueblos y caciques".
De hecho, el nombre de Guambía, que hoy designa al más grande de los resguardos guambianos, fue el que tuvo por siglos el pueblo de Silvia. A ese cambio de nombre, que ocurrió en 1838, hizo referencia el historiador militar Joaquín Posada Gutiérrez, en sus célebres Memorias histórico políticas, publicadas en 1865: Al "pueblo de indios de Guambía hoy se le ha cambiado su venerable nombre indígena por el de Silvia, como más poético, porque en esto de cambiar los nombres de las cosas -aunque las cosas no cambien- no hay quien nos iguale". Bien dicho.
Los guambianos -o wampi, como ellos prefieren designarse- conforman la mayor parte de la población rural del municipio, y son una de las etnias indígenas más organizadas del país.
Dos siglos de luchas territoriales los han hecho propietarios de unos terrenos en los que fueron tratados por generaciones como siervos feudales. Vale recordar que uno de sus líderes políticos, Floro Tunubalá, fue gobernador del departamento del Cauca y otro, Lorenzo Muelas, fue constituyente en 1991.
La lengua guambiana, el wampi-misamera-wam, de la gran familia lingüística chibcha, así como la vestimenta vistosa que lucen con orgullo, han sido importantes factores de cohesión social.
Los hombres visten una falda de paño azul, a veces negra, que llaman 'lusig', mientras las mujeres van casi uniformadas, con un rebozo -también de paño- de un azul intenso, que se agarran con un gancho metálico sobre sus blusas bordadas, de colores variados.
Ellas se adornan el cuello con multitud de collares, que en conjunto pueden pesar -fácilmente- más de un kilo. Los unos y las otras usan sombreros de fieltro negro, de tipo hongo, con ala pequeña, y calzan botas de cuero o caucho, que hoy han desplazado a las tradicionales alpargatas.
La 'minga', un concepto ampliamente difundido en muchas comunidades indígenas, es aquí otra estrategia de unificación social. Mediante esta forma de trabajo comunitario es como se arreglan los caminos, se siembran los cultivos y se construyen los puentes, las viviendas o las escuelas. La minga concluye con una gran fiesta en la que todos hacen una contribución.
El cabildo es la máxima autoridad de la comunidad guambiana. A él recurren para solucionar problemas familiares o diferencias -serias o tribiales- entre parientes o vecinos. Aquí la justicia ordinaria tiene poca acogida. Los integrantes del cabildo se reconocen por su bastón de chonta, adornado con herrajes de plata o de latón.
Los martes son los días de mercado en Silvia. Se congregan entonces alrededor de su plaza principal, además de los guambianos, los paeces y los mestizos, los misioneros de mil iglesias, los vendedores de bártulos y baratijas, los yerbateros del Sibundoy, los turistas mochileros europeos, y los místicos criollos de todo tipo de corrientes esotéricas. Días de mercado pueblerinos los hay muchos, pero pocos reúnen el bullicio y los colores del mercado silviano.
El paisaje urbano se enriquece también los martes con los camperos y las 'chivas' provenientes de veredas distantes, muchas de ellas con nombres sonoros como Pitayó, Ambaló, Usenda, Asnenga, Toquengo o Ñimbe.
Pero, claro, el problema con las escapadas a lugares de arraigo ancestral místico como Silvia es que pueden tener su depresivo efecto de rebote. Prevéngase para que, al volver a su entorno urbano, no le ocurra lo mismo que narraba Andrés Caicedo cada vez que regresaba a Cali:
"Llegaba a la casa y me cogía una tristeza, una tristeza que yo no podía utilizar para nada bueno porque de noche se me volvía terror, ese estado en donde los sentidos se agudizan y no existe razonamiento alguno para controlarlo".
Cuídese pues.