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EL HUNDIMIENTO DEL BISMARCK

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El hundimiento del Bismarck, orgullo de la escuadra alemana, ha sido un caso digno de estudio para los marinos de guerra del mundo entero; todos ellos han hecho cuanto ha estado a su alcance para allegar datos relativos a su pérdida.

El Bismarck en pleno apogeoEn el relato que aquí comentamos hemos logrado reconstruir el drama de la agonía y muerte del acorazado; no hay un solo hecho, un solo incidente que no hubiera sido rigurosamente investigado.

En la noche del 22 de mayo de 1941, el Bismarck se alejaba de la costa de Noruega y ponía rumbo al ancho canal que separa a Islandia de Groenlandia; le acompañaba el crucero Prinz Eugen; al amanecer del 24, avistó al enemigo, el famoso y veterano crucero acorazado Hood, la mayor unidad de la escuadra británica; luego apareció otro barco, el Princeof Wales.

El Hood rompió el fuego; contestó el Bismarck con los cañones de todas sus torres; después dirigió la puntería al Prince of Wales. Tan maltrecho quedó éste, que no pudo mantener su andar para seguir combatiendo. La acción se redujo entonces a un duelo entre el Bismarck y el Hood.

A la tercera andanada de aquél, una espesa y negra columna de humo se levantó de la proa del crucero inglés, mientras se partía en dos y empezó a hundirse lentamente.

Como reguero de pólvora, la noticia corrió por el Bismarck, suscitando explosiones de frenética alegría. Poco le había costado al Bismarck la hazaña que privaba a Inglaterra de la mayor unidad de su escuadra. Por unos cuantos días reinó el júbilo a bordo. El vicealmirante Luetjens reunió a la gente en cubierta para inflamarla con una de sus fogosas arengas; el estruendo de los aplausos retumbaba en las olas en el profundo silencio del mar.

Un alborozado radiograma de Hitler animó aun más a los alegres marinos; el Fuehrer condecoraba, con la Cruz de Hierro al teniente de navío Schneider, comandante de la artillería del Bismarck. Difícil hubiera sido hallar a bordo gente más atareada que los cinematografistas del doctor Goebbels; tras de haber filmado la acción que terminó con el hundimiento del Hood, les tocaba ahora tomar la película de los festejos y ceremonias siguientes a ella. ¡Pronto Berlín vería, en las pantallas de sus teatros el combate en el que Inglaterra perdió el señorío de los mares!

La mayoría de dotación del Bismarck estaba compuesta de muchachos de poco más de 20 años; también iban a bordo 500 cadetes que no llegaban siquiera a esa edad, prácticamente eran niños; en la gloriosa victoria alcanzada todos ellos veían la confirmación de lo que tan confiadamente habían esperado; todos pertenecían a la Juventud Hitleriana, los habían educado en la fe ciega de los destinos de la Raza Superior; “hoygobernamos a Alemania, mañana dominaremos el mundo”, era el credo que les habían inculcado día tras día, hora tras hora. Una convicción inquebrantable los poseía: ¡Los alemanes somos invencibles!

Bismarck soportando la batalla finalE invencible era también su buque, el Bismarck; sin duda, era el más pujante de todos los construidos hasta la fecha; su desplazamiento era un secreto que guardaba celosamente el Alto Mando Alemán; desde luego, sobrepasaba con mucho el límite de los 35.000 toneladas impuesto a Alemania por los tratados internacionales; había quienes lo calculaban en 50.000; en cuanto al andar, se decía que, en las pruebas había desarrollado una velocidad de 33 nudos por hora, superior a la de cualquier acorazado inglés o norteamericano.

Debido a esto y a otras condiciones de superioridad, el Bismarck era capaz de habérselas con cualquier conjunto de buques que le presentara batalla; así se lo habían explicado a la dotación, enterándola, además, de que era absolutamente imposible que el buque pudiera irse a pique; y toda la gente lo creyó tal y como se lo aseguraron.

De todas formas, en el buque había algunos marinos viejos que no compartían esa creencia; el capitán Lindemann, comandante de la nave, sabía muy bien que aquel acorazado alemán, como a cualquier otro barco, podían echarlo a pique. Educado en la antigua tradición de la Armada alemana, era Lindemann un oficial competente y modesto al cual le preocupaba la profesión más que la política.

No le ocurría lo mismo a su superior jerárquico; el vicealmirante Luetjens era partidario furibundo del nacismo; hombre de emociones, poseía el don de despertarlas en sus subalternos y de exaltarlos; lo que ignoraban éstos era que su jefe se dejaba dominar por el abatimiento con la misma facilidad que por el entusiasmo.

Desde que el Bismarck se hizo a la mar, la tripulación había estado preguntándose a dónde la llevaban, y formando mil conjeturas. La suposición general fue que se trataba de dar caza a buques mercantes ingleses. Luetjens era hombre que sabía hacerlo. ¡Bien lo demostraron los grandes éxitos que alcanzó cuando mandaba el Scharnhorst y el Gneisenau! La acción en que el Bismarck había logrado triunfo tan completo, y a tan poca costa, lo ponía en claro: la misión que se le había encomendado era sólo esta: ¡echar a pique al Hood!, y lo había cumplido.

La exaltación engendrada por la victoria no podía sostenerse indefinidamente; unos cuantos días después vino la inevitable reacción: el Prinz Eugen se había separado del Bismarck para tornar a Alemania; el tiempo se había vuelto desapacible, del cielo encapotado caía ya la nieve y el granizo; en torno al buque se alzaban los muros misteriosos de la niebla.

Sobrevino aquella intranquilidad de los que sienten que los están persiguiendo; en la mañana de 26 de mayo, se oyó el zumbido de un avión que venía del extremo meridional de Groenlandia; a esto siguió la presencia de la aeronave, un Catalina norteamericano, que apareció por encima del Bismarck, entre un desgarrón de las nubes.

La artillería antiaérea del acorazado entró pronto en acción, tendiendo mortífera cortina de humo; el avión se aleja, pero a poco se presenta otro. La gente del Bismarck tiene la sensación de que de los cuatro puntos cardinales surgían manos ávidas y vengadoras que se alargaban hacia el acorazado.

En esto empezó a circular a bordo una noticia alarmante: el vicealmirante Luetjens y el comandante Lindemann habían tenido un serio altercado; por entre las cerradas puertas de la cámara del vicealmirante se habían alcanzado a oír los gritos coléricos del jefe; Lindemann había manifestado a su superior que los ingleses lanzarían en persecución del Bismarck cuantas unidades tuvieran disponibles, que no cejarían hasta haberle dado caza; le había instado a que volviesen cuanto antes a Alemania.

Tras de rechazar airadamente lo indicado por su subalterno, el vicealmirante reunió a la tripulación a la cual arengó anunciándoles su propósito de llevarla a conquistar nuevos laureles; todos los vitorearon, y no obstante, aunque se sentían un poco mas tranquilos, de cuando en cuando dirigían miradas escudriñadoras al horizonte en el cual esperaban ver surgir la silueta de barcos amigos.

No fue ese ansiado refuerzo lo que llegó al día siguiente; anunciada por el zumbido semejante al de un enjambre de irritadas abejas, apareció una escuadrilla aérea; la formaban aviones ingleses, de los que llaman “peces espadas”, y ¡llegaban en busca de su presa!; picando hasta casi rozar el agua, esos aviones lanzaban sus torpedos y volvían a remontarse.

Una de las mortíferas máquinas de guerra hirió de lleno al acorazado, en una de sus bandas; el gigante se estremeció de popa a proa, en tanto que se elevaba al costado de él surgente columna de agua cuya altura sobrepasó la de los mástiles. Aunque el buque no había sufrido averías que lo inutilizaran, el efecto que lo sucedido causó en el vicealmirante Luetjens, fue catastrófico.

Reuniendo a la tripulación, les habló en forma hasta entonces desusada en él; “es posible, -les dijo-, que el Bismarck se vea forzado a combatir; de suceder esto, es posible que acudan en su auxilio submarinos y aeroplanospara ayudarle a hacer frente a la arremetido británica; en todo caso, antes de irse a pique, la potente nave alemana sabrá llevarse por delante a varias unidades inglesas. ¡Alemanes!, -concluyó diciendo, recordad el juramento que habéis prestado al Fuehrer; ¡¨por él, hasta la muerte!”.

Desastroso fue el efecto que estas palabras causaron en los jovencitos que las oían; ¿no les aseguraron antes que “los alemanes eran invencibles” y que nadie podía echar a pique al Bismarck?, ¿por qué ahora les hablan así, tan de súbito, del hundimiento y de la muerte?

El Bismarck , que desde el combate con el Hood había navegado primero rumbo al Sudoeste y luego al Sur, ahora ponía proa al cabo de Finisterre, con la esperanza de avistar las costas de Francia y escurrirse a lo largo de ellas hasta llegar a puerto seguro.

El Bismarck encontrado en 1989.Pero, cuando los últimos resplandores de la tarde de ese tercer día iban desvaneciéndose en las sombras que llenaba el mar, una escuadrilla de aviones peces-espadas, atacando de súbito al Bismarck, hizo blanco en él por tres veces; las averías causadas por dos de los torpedos, fueron leves; el otro, en cambio, dando de lleno en el mecanismo de gobierno, inmovilizó los timones en un ángulo con la quilla; el buque, falto de dirección, empezó a describir círculos.

A bordo reinó frenética actividad; se prometió la Cruz de Hiero al que lograse reparar la avería de los timones; las hélices pararon para que un buzo pudiera bajar. Pero, aunque trabajó con ahínco sobrehumano, cuando dio por terminada su tarea y las hélices volvieron a cortar el agua, el Bismarck continuó describiendo círculo tras círculo.

La vida del barco, hasta ese momento tan organizada, se trocó en confusión y gritería; en medio del alocado ir y venir de la tripulación, se recibió –irónica nota del aquella tragedia- un radiograma del Fuehrer: “Acompañamos en espíritu a los victoriosos camaradas del Bismarck” .

A la una de la madrugada, de entre las sombras salió una escuadrilla de torpederos ingleses, que como una jauría en torno del oso herido, dando vueltas alrededor del acorazado, iban acercándose sucesivamente torpedeándolo, el número de bajas iba en aumento.

Por ver si así se levantaba el ánimo de la muchachada, el mando del Bismarck apeló, no a un rumor vago, sino a una noticia concreta: “Mañana temprano llegarán a auxiliarnos varios remolcadores y 90 aeroplanos”.

Hubo quienes se tragaron el anzuelo; Luetjens, en cambio, sabía a qué atenerse; en un último arranque de magnifica arrogancia, dirigió a Hitler el siguiente mensaje: “Combatiremos hasta quemar el último cartucho. ¡Viva el Fuehrer, jefe de la escuadra!”.

Hecho esto se desplomó: “Hagan lo que quieran, ¿a mí, qué?”, contestó con voz enloquecida a los que llamaban a la puerta de su cámara para pedirle órdenes.

A la mañana siguiente, el cielo estaba encapotado; soplaba un viento helado que rizaba, coronándola de blancas espumas, la gris superficie del mar. En el horizonte se dibujaba la silueta de los dos campeones de la armada británica: el Rodney y el George V; cuando estuvieron a unas once millas del Bismarck, rompieron el fuego con sus cañones de 16 pulgadas; después fueron acortando la distancia, hasta reducirla a la mitad; los proyectiles de una pieza de 16 pulgadas pesan mil kilos y llevan una velocidad de media milla por segundo.

A cada impacto de uno de ellos, el Bismarck retemblaba de la quilla a la perilla. No obstante, se sostuvo por algún tiempo, devolviendo andanada por andanada, hasta que un proyectil le inutilizó el mando de fuegos; éste fue le principio del fin. Desde aquel momento, el Bismarck dejó de ser esa formidable máquina de guerra eficazmente coordinada; los artilleros continuaron jugando, por mando directo, los cañones de las torres, pero la puntería era loca.

El Rodney y el George V empezaron a acortar la distancia que los separa del Bismarck, hasta situarse a menos de dos millas; entonces, disparando con metódica precisión, colocaban certeramente cada uno de los proyectiles en el blanco; un nuevo impacto, cortándolo casi a ras de la cubierta, lo hizo caer con terrible estrépito; sobre la chimenea ondeó un rojo penacho de llamas; una de las torres, al irse de lado, quedó con las mudas locas de sus cañones vueltas hacia el cielo.

Nunca se había dado el caso de que un barco de guerra lograra resistir fuego tan aniquilador sin irse a pique.

Pero, aunque el Bismarck aún se resistía, el ánimo y la disciplina de su dotación flaqueaban por completo; los artilleros de una de las torres se insubordinaron y huyeron; el oficial que la mandaba, tras de haber vacilado unos momentos, huyó también; el comandante de otra torre, mató a tiros a sus subalternos cuando éstos se negaron a seguir obedeciendo. En forma lenta, el acorazado escoraba; el agua iba entrando por los boquetes abiertos, inundando una cubierta tras otra.

La cubierta superior era un infierno: los proyectiles enemigos abrían enormes boquetes; la fuerza de las explosiones les arrancaba a los hombres la ropa; por doquiera aparecían cadáveres totalmente ensangrentados; los heridos, entre los cuales había muchos apenas salidos de la adolescencia, lanzaban gritos desgarradores.

Enloquecidos de terror, los que aun podían valerse, trataron de buscar amparo bajo cubierta; al intentarlo, dieron de frente con los que, huyendo de la inundación, llenaban ya las escalerillas; entre los dos bandos se trabó violenta lucha, en la cual no pocos de los combatientes se mataban unos con otros; con todo esto, el buque, al irse de banda, tenía la quilla casi a flor de agua.

Gran parte de la gente se había lanzado ya al mar y braceaba entre las olas. Otra, deslizándose por la negra y reluciente comba del costado de estribor, se disponía a hacer otro tanto. Lentamente, con la proa levantada ahora hacia el cielo, el Bismarck se hundía en el océano.

Los barcos ingleses procedieron al salvamento de los enemigos que aun quedaban con vida. Cerca de un centenar de alemanes lograron asirse a los cabos que les tiraban; en este punto hubo un aviso de que se aproximaban submarinos alemanes; no hallándose dispuestos a que los sorprendieran allí inmóviles, los barcos ingleses se alejaron de aquellas aguas, en las que quedaban centenares de alemanes, luchando, sin esperanza de salvación, entre las olas.

Los sobrevivientes del Bismarck tenían los ojos hundidos y, en general, el aspecto de gente que se hubiera visto sometida por meses enteros a crueles padecimientos. Aun después de varios días de reposo, durante los cuales se les administraron enérgicos reconstituyentes, parecían alelados. Casi no hablaban, ni siquiera unos con otros.

Al verlos, acudía a la memoria la leyenda de los zombis de Haití, esos seres que, según la creencia popular, son “muertos que andan”. En verdad, esos marinos alemanes acababan de pasa por la prueba más terrible de cuantas, en la guerra, pueden agotar la resistencia física de los hombres. Habían sentido derrumbarse en el alma confianza en que ellos, los alemanes ¡eran invencibles!.

(Edwin Muller, Selecciones 1942, resumido)

 


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