Autor: José Joaquín Rincón Cháves
Aquellos jóvenes no eran entregados al alcohol, sino más bien al trabajo y a los estudios universitarios. Sin embargo, los más inconcebibles episodios, les ocurrieron estando dedicados a homenajear a Baco.
Los gañanes, aquel viernes de parranda sagrada, habían acordado visitar un pequeño bar por los alrededores del Hotel Victoria, para gastar unos pocos maravedíes de la quincena que la entidad en donde trabajaban, le pagaba a “el cachaco” Uribe, como le decían en la U. sus malquerientes y los rancios compañeros de la high class que cursaban derecho y a quien algunos, muy pocos, como el que en aquella ocasión compartiría la frugal farra, que le llamaba simplemente, Rafa.
Se habían conocido en el examen de admisión a la Facultad de Jurisprudencia y al terminar la prueba, por extraña casualidad, se habían reunido en la cafetería universitaria a comentar las respuestas y a criticar la rara manera en que algunos de los participantes, intentaban acertar el exigente cuestionario.
A no dudarlo, las palmas se las llevaba Manuel Duncan Ballestas, un largo caballerete, peinado con Moroline y quien se preciaba de ser hijo de un famoso capitán de barco de río y quien además se supo que habitaba en el último camarote de un edificio igualito a esos vapores que surcaba el Magdalena: el Edificio García.
Afanado por el tiempo, Manuelito, se había pasado, el examen, echándole el ojo torcido a lo que escribían Rafa y Joaco, en sus respectivos formularios. Cada letra, cada palabra, era casi copiada al instante por lo que lograba captar la vista de buitre del avezado pirata moderno. En las dos horas que duró el tortuoso proceso, hubo momentos en los cuales, poco faltó para que el osado examinado, le arrebatara las hojas de la prueba a sus competidores de cada lado, para leer mejor el texto.
Pero, cuando los dos entregaron sus pruebas, Manolito, se quedó como su congénere de Mafalda, quieto, sudoroso y con la mirada perdida en el espacio. Entonces, sacó una moneda del bolsillo derecho del pantalón y se empezó a jugar el ingreso a la Universidad, al cara y sello. La estrategia, que después patentaría hasta en los exámenes orales, le dio buenos resultados, pues ingreso entre los sesenta afortunados que se matricularon en el primer año.
Otros que merecieron ese primer día, la escrutadora mirada de Rafa y Joaco, lo fueron más por su pinta y comportamiento, que por otras cosas. Entre otros, dos Rafaeles y no por que fueran ligeramente parecidos a estos pintores clásicos, sino por cuanto así se llamaban. Rafael Peña Osorio con su perfil de filósofo existencialista, seguidor de Sartre y con la palabra de Marx y de Mao en cada vocablo que vertía:
- Era el guardián del librito rojo y seguidor de la larga marcha por los caminos perdidos de China.
- Por su amor al filósofo francés, odiaba cordialmente a Simone de Beauvoir y se sentía ambientado en Montmartre con sus bares y sus calles de piedra.
- Era parroquiano de la calle de las notarías y enamorado de las puertas de vaivén de El Porteño, en donde muchas madrugadas sorprendieron a los primíparos en ciernes y revolucionarios de obra y de palabra, hasta entonces, cosificación que unos años más tarde, se revertiría.
El otro, era Rafael Bilbao Martínez, un bacán del barrio San José, que se conocía todos los recovecos del Barrio Chino, los nombres de las inquilinas y el censo de las casas con foquitos rojos. Así como de las cantinas y bares de cada metro cuadrado de ese centro de reunión de marineros y de hombres extraviados en busca del amor fugaz comprado.
Nos enseñó los primeros pasos de la salsa brava y a distinguir entre pachanga y charanga. A su lado, el flecha resultaba ser un triste niño de jardín escolar. A veces, escapaban a un pueblo del río, Campo de la Cruz, en donde los amigos formaban unos desordenes tremendos en el cine del lugar al son de la papayera más estridente que jamás se escuchara.
Entre las damas, la primera que entró a la visual de los nuevos amigos, se coló como una esencia perfumada, Diana Pérez de los Ríos. Morena, de estatura mediana, de negra cabellera, tacones altos y traje descotado que revelaba sus hermosos contornos.
Las miradas hicieron mella en la bella, quien, se acercó a la mesa de los abobados admiradores y con una voz asociada a la de Marilyn, la rubia del celuloide, pidió permiso para sentarse junto a ellos. Ni manera de negar a la modelo de Botticelli, lo que a gritos estaban pidiendo los curiosos aspirantes a ingresar a la U. Un premio al esfuerzo realizado minutos antes. Un pecado decir no a la mujer que durante algunos años, sería el centro de atención de esa muchachada que se iniciaba en las lides de Ferri y Carnelutti.
La lista de las “niñas” creció con el correr de los días y de los primeros llamados a lista. Carmen de los Ríos, Julita, Rosita, Magaly, Carmencita Nobman, Constanza Cortés, Daisy, Marta Zapata, Elena Caballero, Josefina Navarra, la Nini Munárriz. Cada cual, hermosa dentro de sus cualidades y destacadas compañeras. Algunas más próximas, otras, muy pocas, un tanto lejanas, en guarda de ese invisible muro que se traza cuando las clases sociales se confunden en la única universidad de cierto prestigio que para esos años funcionaba en la ciudad.
En fin, que el cuento se ha ido extraviando por senderos un poco inexplorados y, es necesario tomar la vereda inicial. Como se mencionó, Rafa y Joaco se habían programado para festejar uno de tantos acostumbrados viernes de quincena.
La noche era prometedora y hasta habían establecido que compartirían unos etanoles en un bar del centro y que una vez culminado el homenaje al mejor de los antioqueños, don Guaro, se irían a dormir al apartamento que Rafa compartía con sus padres y su hermana, en la calle Murillo con Cuartel.
El asunto marchó bien, hasta cuando Rafa solicitó la cuenta. El mesero confundiendo la euforia de los clientes, con una borrachera sin reversa, le metió clavija sin contemplación a lo pedido por los pichones de abogado. Madre de Dios!.
El paisa atravesao que lleva todo antioqueño en la berraca vida, le saltó a Uribe más alto que una cabra montés. Desde rateros, hasta asaltantes de mala leche fueron los adjetivos más benévolos que surtieron el getavulario del Rafa. Se plantó en el precio justo de lo que se había consumido y no hubo manera de conciliar con el cantinero el valor de la botella y media que ahora lucían entre pecho y espalda los amigos.
Hubo necesidad de llamar a la autoridad policial y ante la terquedad de los asaltados en el bolsillo, fueron conducidos a la Inspección Norte de Policía para que un rato tras las rejas, hiciera entrar en razón al furibundo medellinense. Nada. Se les amenazó con aplicarles baños con manguera de agua helada y podía más la furia que la sensatez, pero la chispa saltó, cual polvorín de San Mateo, cuando Rafa, interpeló al señor Inspector e indagó por su nombre.
Cuando el paisa oyó que se apellidaba Peñalosa, de forma incontrolada le gritó:
— “Ah! De razón, igual de ratero al Peñalosa del debate en el Congreso”
El señor Inspector fue cobrando primero un color entre amarillo y verde. Luego se puso rojo de la rabia y ordenó el baño de agua helada y el confinamiento en la celda del rebelde preso.
Joaco, como siempre conciliador, trató de mediar, para impedir el severo castigo, pero no había nada que hiciera ceder en la pena decretada por el furibundo Inspector. Inamovible como la esfinge, el funcionario público exigía respeto a su investidura.
Pero, ¿qué había provocado semejante reacción de Peñalosa?.
Haciendo cábalas, Joaco llegó a esta conclusión:
Por la época de los hechos, se adelantaba en el Congreso, un acalorado debate del senador samario Nacho Vives contra el gobierno del Presidente Carlos Lleras Restrepo al punto que éste estaba dispuesto a ir armado al recinto del Senado para enfrentar al fogoso parlamentario.
El debate, se centraba en atacar a dos altos funcionarios del gobierno por la compra de tierras en Córdoba, señalando que al parecer, se habían cometido irregularidades graves por parte del Gerente del Incora, Enrique Peñalosa y del IFI, Miguel Fadul. El caso es que Vives, no bajaba de Rateros a Fadul y a Peñalosa. La radio, se encargaba de exacerbar a los protagonistas y los periódicos registraban los insultantes epítetos sin medida alguna.
De modo, que el asunto estaba más caliente que la séptima caldera del infierno, cuando al amigo Rafa se le ocurrió insultar al Inspector con ese simple: “Ah, de razón”.
Como último recurso, Joaco llamó al Tio José Antonio, para que intercediera ante el furibundo servidor policial. Quién sabe cómo le convenció de reducir el confinamiento, el caso es que los dejaron salir del recinto policial y como a las cinco de la mañana, bajaron los amigos a pie, por la carrera 20 de julio, acertando a pasar por el frente de la casa del salvador interviniente, quien con una cierta sonrisa desde la ventana increpó:
— “¡Aja! Y de dónde vienen los amiguitos recién bañaditos?”
Una triste mueca de los dos apenados amigos, respondió a la pregunta del tío José Antonio y siguieron hasta la calle 72 a pie. Allí cada cual tomó su bus, uno para el centro y el otro, para el barrio Olaya. De seguro irían pensando:
“¡¡Qué vaina... no era ladrón... era inspector de Policía y se apellidaba Peñalosa!!”.