Autor: Álvaro Serrano Duarte
José Rueda Acevedo y su esposa Rosa Guarín Duarte se miran con profunda tristeza y preocupación. Es el anochecer y desde La Fuente han llegado noticias que espantan.
Montegrande, que otrora fuera la hacienda de gran prestigio en toda la Provincia de Mares, ahora está convertida en un verdadero peladero improductivo.
El número de trabajadores ha mermado debido a los bajos precios del ganado y la baja en las cosechas de tabaco, millo y maíz. La manutención de sus dieciséis hijos y la fiebre del petróleo que se llevó a sus mejores labriegos ha ido consumiendo el capital familiar.
El imperio del terror que comenzó en abril de 1948 se ha apoderado por igual de liberales y conservadores. Unos a otros se amenazan con exterminarse. Nadie escapa a la desazón y pavor que produce escuchar las noticias que corren de boca en boca y que hablan de las masacres de familias enteras, incluyendo niños y ancianos, asesinados a machete, a balazos o con fuego. Son noticias sin confirmar, que de tanto escucharlas se convierten en hechos confirmados que hacen crecer el pánico colectivo como una bola de nieve.
— Mija, no lo pensemos más. No hay más remedio que irnos con la camada para el lado de las cuevas. Ya no alcanzamos a salir de la finca. Esta noche dormimos en el monte y ya veremos mañana... —dijo Don José con notable abatimiento—.
Doña Rosa, llorando silenciosamente, se dirigió presurosa con el mechón por toda la gran casona, de alcoba en alcoba llamando a sus niños, algunos ya volantones, que dormían con placidez. Eran las nueve y la noche estaba más fría que de costumbre. Ella iba recogiendo tantas cosas de la casa que su marido, al verla intentando acomodar todas las cobijas del armario le dijo:
— ¡Pero...mija!. No nos vamos a trastiar todavía. Es solamente por ésta noche...
— No nos hace daño llevar más cobijas, pero no llevar suficientes puede enfermar a los niños. Además por allá en el monte no hay colchones... —dijo ella en tono seguro—.
Una noche que se convirtió en veinte noches intranquilas. Los niños menores no conciliaban el sueño debido al estridente chirriar de los grillos, el pesado croar de las ranas y el lejano aullido lastimero de los perros.
El temor a las culebras, los alacranes, las coyas y otras alimañas nocturnas, tejía espantosas escenas de terror en sus sueños. A cada rato el grito de alguno de los niños al despertar de una pesadilla, levantaba a toda la familia.
Esparcidos alrededor de una pequeña fogata, los Rueda Guarín pasaban las noches temblando de frío y miedo. El fuego no podía avivarse para evitar ser avistados en la distancia por los forajidos que pasaban a caballo por el camino de herradura cercano.
Durante el día, los tres hijos menores, Tito Edmundo de 8 años, Jaime de 6 y Rosita, que aún no cumplía los 4, quedaban refugiados en la cueva con una ración estricta de agua y alimentos.
Permanecían solitos en su improvisado refugio, a salvo del ardiente sol y de uno que otro chusmero. Los papás y hermanos mayores se ausentaban para tratar de salvar lo poco que quedaba de cultivos y ganado en el extenso territorio de la hacienda.
De La Fuente seguían llegando anuncios terribles de que en San Vicente los godos habían matado varios cachiporros y desde Galán y El Socorro se informaba que eran los cachiporros quienes habían dado buena cuenta de algunos godos.
La familia volvía a reunirse a las cinco de la tarde. Pero el último día lo hicieron más temprano. Sin dar mayores explicaciones, sus padres empacaron las escasas pertenencias y prácticamente arriaron presurosos a los niños hacia la carretera. Una hora después, se embarcaba toda la familia en un bus que los llevaría a San Vicente de Chucurí, escala obligada para llegar a Bucaramanga.
Pero los detuvo un derrumbe en las tenebrosas cumbres de El Boquerón, sitio utilizado para ajusticiar a hombres, mujeres y niños traídos en camiones y volquetas, a quienes los bandoleros ponían en fila al borde del precipicio y no se conformaban con acribillarlos sino que seguían disparando a los cuerpos que rodaban cuesta abajo, hasta asegurarse de que nadie sobreviviera ni siquiera de milagro.
Pasajeros de uno y otro lado del derrumbe intentaban buscar soluciones, porque no podían permitirse pasar la noche en ese tétrico lugar. Convinieron hacer mutuo trasbordo y los niños y adultos levantaron sobre sus hombros, sobre la cabeza o en las espaldas, sujetando con un pretal los baúles y cajas de cartón en que llevaban sus enseres.
Luego de dos horas trasegando un barrial que parecía no tener fin, lograron montarse en un desvencijado camión que ya estaba casi repleto de personas desconocidas, gatos, chivos, perros y aves de corral, que apestaban toda la plataforma.
Apretujados unos con otros, los niños no paraban de llorar por el hambre, la sed, el calor, la incomodidad, y el zarandeo zozobrante del vehículo en la estrecha y resbaladiza trocha que bordeaba el precipicio al cual estuvieron a punto de caer debido a la espesa neblina que impedía la visibilidad la mayor parte del trayecto. Cada vez que el conductor frenaba bruscamente y lanzaba vulgaridades al viento, se elevaban las voces de las mujeres que no paraban de rezar en ningún momento.
Los hombres se miraban en silencioso temor. No había lugar para satisfacer necesidades fisiológicas, ni para tratar algún tema de conversación común; cada uno abrigaba el deseo de que sus compañeros de odisea fueran del mismo partido: liberal o conservador. Algunos miraban de reojo en busca de alguna pista que indicara la filiación política del vecino: una peinilla, un pañuelo, unas medias... alguna prenda o utensilio de color rojo o azul, esos colores que marcaban la diferencia entre la vida y la muerte.
Como si el destino se empecinara con tozudez y en complicidad con la locura partidista, la naturaleza también se sumaba para impedir que la familia Rueda Guarín continuara su camino y se pusiera a salvo de una guerra en la que no tenían nada que ver.
En San Vicente de Chucurí les tocó obligadamente pernoctar en un hotel, esperanzados en que solo fuera por esa noche. La espera se convirtió en ocho días de insufrible desazón porque estaban en el corazón mismo de la turbulencia política. Al fin, pudieron tomar un bus que los llevaría a Bucaramanga.
Una vez en la capital santandereana, Don José consideró que era mejor seguir hacia El Socorro en busca de tierras cultivables y más seguras. Las noticias de la violencia partidista decían que en la Provincia Comunera había pasado el fragor de la matanza política.
Instalados en El Socorro, el sosiego volvió a la numerosa familia. Tito Edmundo Rueda Guarín terminó sus estudios de primaria y fue matriculado en el Colegio Universitario para continuar con los de Bachillerato.
Seis meses después de la odisea familiar recorriendo el corazón de Santander en semi-círculo, fue con su madre de regreso a Montegrande y se sorprendió al ver que por los montes abandonados iban libremente las gallinas y los cerdos como animales silvestres. Era lo que había quedado de un departamento arrasado por la estupidez y la irracionalidad política.
Durante el bachillerato, Tito Edmundo fue un estudiante promedio que no se destacaba académicamente, aunque no por ello fuera un muchacho que presentara graves deficiencias. Semanas antes de la graduación de bachiller el profesor de Física lo llamó:
— Edmundo, usted ha sido escogido para escribir y leer el discurso de despedida de sexto...
— Pero...profesor...yo nunca he hecho eso...
— Siempre hay una primera vez. Si lo hace con esmero de pronto le coge el gusto y le queda bien... —le respondió el profesor con actitud motivadora—.
Durante todos los días de esa semana, mientras se hacían los preparativos de vestido y comida para la fiesta de graduación, Tito Edmundo iba al potrero más lejano de la finca y leía y releía sus tres cuartillas. Tantas veces lo repitió que terminó aprendiéndoselas sin proponérselo. Al recitarlo frente a sus compañeros, profesores y padres de familia asistentes, lo hizo con tanto fervor y emoción que fue aplaudido de pies.
Para la época ya se había restablecido el servicio militar obligatorio, lo que produjo el reclutamiento de dos estudiantes de ese colegio: Tito Edmundo y Luis José Lizarazo. En Barbosa se inició un largo viaje que terminaría en la Estación de la Sabana, en el corazón de Bogotá, sobre cuya plataforma de carga hicieron la primera formación para repartirlos en diferentes contingentes.
Su destino inmediato sería la Escuela de Infantería de Usaquén. Pero Tito Edmundo, en esa mañana fría, haciendo fila con sus compañeros de armas, no se imaginaba que esa no sería la única vez que estaría allí.
En la Escuela de Infantería, la vida militar le estaba gustando tanto que se le reconocía en el batallón como un muchacho con gran espíritu de liderazgo, apreciado por sus compañeros y superiores jerárquicos. Y precisamente en una charla amistosa con un ex-combatiente de Corea, éste le interrogó sobre sus planes futuros:
— Bueno, pues, a mí me gusta la milicia... posiblemente me quede para hacer carrera... —Le dijo Tito Edmundo al hombre que tenía en su haber muchas condecoraciones y reconocimientos por su valor y audacia en tierras lejanas—.
— Pues..., yo no lo quiero desalentar. La carrera militar es buena y estoy seguro de que usted puede llegar muy alto. Pero he notado que también está corriendo el riesgo de perder algunos años de su juventud que son valiosos para prepararse en una carrera universitaria.
— Es que estoy amañado...y...
— Precisamente. Estar amañado es estar conforme. Y el que se conforma no progresa. Además, su carácter justiciero y su espíritu libre van a ocasionarle problemas de obediencia a las órdenes superiores cuando esas disposiciones choquen con su sentido moral civilista. Ahora... tampoco puede decir que la vida militar le gusta porque no ha tenido oportunidad de ver otras opciones y más bien se está dejando llevar por el deseo de imponer orden a los civiles, según lo que me ha contado de su vida de niño en los campos de Santander.
Durante una semana Tito Edmundo se la pasó mirando con sentido crítico los procedimientos, relaciones entre superiores y subordinados, filosofía militar, alternativas de ascensos, tiempo diario exigido para el ejercicio castrense, etc. Al llegar el momento de decidir entre quedarse o dar por terminada la prestación de su servicio militar obligatorio, no dudó en retirarse.
Se matriculó en la Universidad Nacional en la Facultad de Ingeniería Civil. En el segundo año fue nombrado miembro del Consejo Estudiantil de la Facultad y después Secretario del Consejo Estudiantil de la Universidad.
Lideró agresivas protestas contra las ideas comunistas que se habían incrustado en las aulas. Mario Laserna, entonces Rector, estaba siendo objeto de críticas por parte de los llamados mamertos comunistoides y Tito Edmundo asumió con entereza su defensa.
Años después, se sorprendería al ver que su “defendido”, quien militaba entonces en el conservatismo, en un acto de malabarismo partidista resultaría electo constituyente en representación del M-19, de clara tendencia izquierdista.
Terminada su carrera universitaria y realizados algunos cursos de especialización en las áreas de la ingeniería sanitaria, estructuras y construcción, decidió regresar a su casa paterna.
En una visita a sus antiguos profesores en el Colegio Universitario aprovechó para dictar una charla a los alumnos de último año sobre Orientación Profesional con el ánimo de guiarles en el método de selección de la carrera a seguir, algo que los miembros de su generación no pudieron tener, razón por la cual muchos terminaron en áreas ajenas a su verdadera vocación.
Su hermano Jaime también regresó a casa convertido en Odontólogo. Su hermana Rosita estaba terminando el bachillerato. Los demás hermanos mayores ya estaban organizados, y los tres se sintieron como en la cueva de Montegrande.
Mientras estaban en la Universidad, venían en vacaciones y su padre les vendía algunas reses para que ellos las negociaran en la Feria de El Socorro. Con las utilidades se subvencionaban los gastos de manutención y hospedaje en Bogotá. Para Tito Edmundo fue un excelente ejercicio del comercio.
Pero esa sensación de inutilidad en un municipio afectado por el centralismo, le hizo aceptar la propuesta de su padre y sus hermanos de partir a Barranquilla en busca de mejores oportunidades.
Ingresó a la Cervecería Águila como ingeniero interventor y después como ingeniero de mantenimiento. En su desempeño se ganó el aprecio de las altas esferas directivas de la cervecería por sus novedosas y futuristas propuestas de desarrollo de las instalaciones de la empresa, como la construcción del acueducto particular de la factoría. Igualmente, como interventor, se granjeó serios disgustos con contratistas que intentaban menoscabar las condiciones técnicas y la calidad de los materiales empleados en las obras.
Con su firma de ingenieros se dedica a urbanizar apoyado por el Banco Central Hipotecario. Roberto Pumarejo, entonces presidente de Águila, lo contacta con su primo Jaime Pumarejo, quien aspiraba a una curul en el Concejo de Barranquilla y veía en la colonia santandereana una gran cosecha de votos. Tito acepta gustoso apoyarlo en su campaña pero exige la suplencia para un paisano suyo y programa varias reuniones que dan como resultado la escogencia del transportador Jorge Guarín Otero.
A las puertas de los comicios, Pumarejo saca sus espuelas y pretende aplicar la ley del embudo: quiere los votos cachacos pero no acepta a Guarín Otero como suplente. Entre tanto, una corriente de comerciantes y transportadores se hallaba gestando un movimiento de defensa debido a la persecución de las autoridades.
La propuesta que Tito Edmundo había hecho a 200 tenderos, de apoyar a Jorge Guarín Otero, como suplente de Pumarejo tiene que ser retirada en la siguiente reunión, en la cual se duplicó la asistencia de comerciantes enfurecidos por los ataques de funcionarios ad honores que les esquilmaban como depredadores autorizados por la ley.
La asamblea decide apoyar la fórmula Jorge Guarín - Tito Edmundo Rueda para las elecciones del Concejo Municipal de Barranquilla en el año de 1972. Polidoro Plata fue propuesto para aspirar a una curul en la Asamblea Departamental del Atlántico.
Ganaron las elecciones para el Concejo, aunque perdieron las de Asamblea. Tito Edmundo asumió la tarea de que esa chispa de integración de los santandereanos en Barranquilla no se esfumara por el calor de unas elecciones y se convirtió en co-fundador y primer presidente de la Unión de Comerciantes —Undeco—, que hoy cuenta con 27 años de existencia jurídica.
Y mientras se cumplía el período, Tito Edmundo fue contratado como interventor de una obra que construía Humberto Salcedo Collante. Cumplió su función con tanta idoneidad, que se ganó el respeto y la admiración del responsable de la obra. Le ocurrió igual a lo que le sucede a un buen abogado que es contratado posteriormente por su rival del pleito inicial.
Esa amistad se afirmó más cuando Salcedo Collante fue nombrado Ministro de Obras Públicas y Transporte, y Tito Edmundo fue llamado a desempeñar el cargo de gerente de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia.
Fue en ese momento cuando observó que “La vida es un sinfín de sucesos en los cuales no existen sino caminos que nosotros mismos escogemos; esos caminos tienen los elementos necesarios para ser transitados por nuestros anhelos”.
De pies sobre la plataforma de los ferrocarriles en la Estación de la Sabana, frente a un grupo de trabajadores, recordaba que en ese mismo sitio, dos décadas atrás, no era más que un asustado muchachito provinciano a punto de abrazar con ilusión la carrera militar.
En adelante, su carrera política se cimentó en su propia fe y ganas de servir. La sucesión de éxitos no se ha detenido gracias a un manejo ingenioso, trazando puentes políticos que conduzcan a la solución de problemas dentro de la colectividad liberal, respondiendo con creces a quienes han confiado en él su representación en el Congreso, corporación en la cual ha desempeñado diversos encargos directivos, entre ellos la presidencia.