Autor: Álvaro Serrano Duarte
Chivirití es el nombre de una corriente de agua diamantina, fría y abundante que se abre paso entre grandes piedras formando una hermosa quebrada, ubicada entre las poblaciones de La Fuente y Galán.
Es regularmente el sitio preferido por los amantes furtivos y los niños fugitivos como Benjamín, quien a los trece años decide partir de su casa sin el consentimiento de sus padres.
Nacido en la vereda de La Mesa, Corregimiento de la Fuente, el 1º de Agosto de 1941, es el mayor de doce hermanos del hogar formado por Efraín Ayala Rueda y Margarita Guarín Rueda. Como todos los niños de la época, Benjamín tiene obligaciones que pesan.
Es quien responde por sus hermanos menores y debe ayudar a las labores agrícolas, el ordeño de las vacas y dirigir el rosario de oraciones todas las noches y antes del alba.
La escuela es un sitio muy poco atractivo para su carácter, porque asistir a ella le quita tiempo para sus labores campesinas. Aparte de que la maestra es una mujer que ejerce su oficio a disgusto y son frecuentes sus explosiones de histeria que la llevan a aplicar métodos disciplinarios que son verdaderas torturas propias de un régimen totalitario.
Los alumnos no realizan las tareas en cuadernos bellamente decorados sino en pequeñas piezas de madera pintadas de negro, llamadas pizarras, en las que se escribe con tiza o piedras de caliza; otras son blancas y se utilizan pedazos de carbón vegetal tomados del fogón de la casa.
El infortunado estudiante a quien, por un leve descuido o un accidente al cruzar alguna quebrada o por un aguacero intempestivo en el camino a la escuela, se le llegare a borrar su tarea, tenía por seguro diez reglazos en cada mano por su irresponsabilidad.
El castigo era inclemente y terrorífico. La maestra saciaba sus crueles instintos:
— ¡Ayala! Su tarea...
— Señorita Rosa...Se me borró la pizarra... -empezaba a explicar el niño-.
— ¡Ah... conque esas tenemos... interrumpió la maestra mientras movía la regla como saboréandose por el banquete que se daría con el asustado chicuelo que ya comenzaba a temblar.
Entre sus compañeros, especialmente aquellos que recibían mayores castigos, habían desarrollado una técnica -poco fructífera- para amainar el dolor de sus manos después de una tanda de reglazos.
Para ello, antes de pasar al frente para someterse al castigo, se arrancaban un par de pestañas y las ponían en cruz en la palma de su mano para que sirvieran de anestésico. Suponían que si sus mayores invocaban el nombre de Jesucristo para resolver sus problemas y angustias, esas pestañas en cruz harían menos tortuoso cada golpe del madero.
La Señorita Rosa, con una mirada espinosa y sacrílega, observa a Benjamín mientras éste se dirige a ella. El niño viene con sus manitas frías y temblorosas, entrecerradas para evitar que se caiga su contra religiosa.
La maestra le toma la mano derecha, le introduce el pulgar entre los dedos apretados y se la abre bruscamente hasta quedar casi doblada en contrario. Levanta el madero -cual verdugo a punto de ejecutar sentencia- y al detener sus ojos en la blanca palma de la mano del niño, alcanza a ver dos pelitos en cruz y grita:
—¡Ahhh...además de irresponsable... ¿tramposo? A mí no me asustan crucecitas de pestañas. Ahora le voy a doblar el castigo: diez reglazos en las manos y una zumba.
Con movimientos vertiginosos y sin que le diera tiempo a Benjamín de comprender la intención de la maestra, ésta lo empuja bruscamente sobre el escritorio; con la mano izquierda lo aprisiona por la nuca contra la superficie de madera y con la derecha le descarga tres severos golpes con la regla en sus nalgas.
Iracundo, el niño cree que el castigo ha terminado e intenta ir a su pupitre resistiéndose a llorar por pena ante sus compañeros que le miran detalladamente esperando que estalle en llanto para luego someterlo a sus burlas y risas camino a casa.
No había dado dos pasos hacia su puesto cuando siente sobre su cabeza una mano que tira hacia atrás de sus cabellos y le hace caer de espaldas. Es su maestra que le notifica que la sentencia no se ha cumplido todavía.
Benjamín se percata de que aún faltan los reglazos en las manos. Su cuerpo y su alma desfallecen. Una estela de estrellitas y una leve oscuridad son todo lo que tiene ante sí.
Energúmena, la profesora levanta bruscamente al niño, le toma la izquierda y se asegura de que no tenga las pestañas, estrellando con más fuerza el madero, tantas veces que al niño ya no le interesa contarlas. Luego le toma la derecha y realiza el mismo rito.
El jovencito no llora. Sus ojos se mantienen cerrados y su rostro, normalmente sonrosado, ahora es pálido y veteado de azul por las venas que bajo su piel llevan un torrente de sangre rebelde. Sus manos palpitan como si llevara en ellas su corazón partido en mil pedazos.
— Y ahora...pase al tablero y escriba la tarea. Y si no la sabe, fue porque no la hizo. Entonces me tocará castigarlo por mentiroso y desaplicado... a ver... quién sigue en la lista... Díaz, su tarea...
Por fin Benjamín abre sus ojos. Están llenos de lágrimas que le distorsionan la visión de la pared verde que espera por su verdad. Como las lágrimas no brotan, se frota con sus magulladas y adoloridas manitas.
Pero así como el llanto se negaba a brotar, los datos de la tarea también se niegan a fluir a su mente. Por más que se esfuerza en recordar, no logra siquiera precisar si la tarea era de aritmética o de naturales.
Sólo está seguro de que sí la hizo, porque -precisamente- su papá le había dado un pencazo ya que había dejado de desherbar unos surcos del tabacal por dedicarse a estudiar.
La tiza había blanqueado sus manos por el inconsciente movimiento de batido que realizó como masaje para aliviar el dolor; seguía llorando y su mente no parecía estar en su cabeza sino en sus rodillas recordando las raspaduras que se había hecho intentando meter el toro en el corral. Lo más seguro es que ahora serían sometidas al espantoso castigo de sostener su cuerpo arrodillado sobre unos granos de maíz durante el resto de la jornada que apenas empezaba.
Estaba cursando por segunda vez el quinto de primaria, no porque el año anterior hubiera reprobado; al contrario, se había destacado como buen estudiante. La razón de repetir el quinto año era porque no había bachillerato ni en la vereda ni en el pueblo.
De repente, mientras estaba arrodillado pagando su cruel condena, dejó de llorar y su rostro se transformó en un rictus de ira. Su mente se destrabó.
Recordó la tarea y mientras la maestra estaba de espaldas a él dictando su clase, Benjamín tomó la tiza y escribió como un poseído todo el contenido que se había borrado de su pizarra. Sus compañeros le miraban en silencio, ignorando la voz chillona de la maestra leyendo un poema.
Al terminar su escrito, Benjamín volteó a mirar a sus compañeros con ojos brillantes y sin lágrimas. Su mirada de triunfo era también la de un iluminado.
—Señorita Rosa, Benjamín sí hizo la tarea... -interrumpió un compañero suyo-.
La profesora cerró su libro de lectura, giró hacia el tablero y buscó los ojos de Benjamín, pero no lo encontró porque ya él iba rumbo a la puerta del salón de clases. Corrió y corrió por atajos y caminos empedrados durante dos horas hasta la Quebrada Chivirití.
Siguió bordeando su cauce hasta llegar al vado por donde cruzan carros y esperó hasta que vio venir una vieja berlina atestada de pasajeros que brevemente se detiene, lo que Benjamín aprovecha para saltar como gacela al estribo. El chofer acepta llevarlo si le sirve de ayudante, ya que el que tenía se había quedado enfermo en La Fuente.
Cuarenta y cinco años después Benjamín está sentado junto a su esposa Gladys Teresa González Antolínez, graduada en Contaduría. Hoy disfrutan de una vida pletórica de éxitos personales y familiares. Sus hijos: Héctor Raúl es Administrador de Empresas; Carlos Augusto es estudiante de Comunicación Social y Gloria Janeth cursa actualmente su bachillerato.
Su vida de trotamundos que se inició junto a la quebrada de Chivirití lo llevó a recorrer todo el país de extremo a extremo, alcanzando algunas ciudades de Venezuela; realizando oficios tan variados como mensajero de un odontólogo primo suyo, Recaudador de Impuestos en Funza, Comerciante de auto partes y chatarra, importador de acero, constructor, tendero, ferretero y comerciante en hierro.
Benjamín Ayala Guarín hoy define el éxito (E) como el resultado final de la suma de la constancia (C) y la responsabilidad (R).
La constancia que representa el querer del individuo en un tópico específico, repetido una y otra vez, y la responsabilidad como el cumplimiento cabal de lo prometido a otras personas por razón de su actividad.
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Agradecimientos al arquitecto Gilberto Camargo Amorocho por su aporte fotográfico, cuyo original puede verse aquí....