Autor: Álvaro Serrano Duarte
El canto de los gallos le indica a Guillermo que apenas son las tres de la mañana. Durante los últimos tres meses su vida ha estado sometida al dolor, la desesperación y la angustia. Tiene veintitrés años, está lejos de su casa paterna, sin dinero y sin quién lo cuide.
Está en Valledupar, recluido en un pequeño cuarto de una vieja casona. La fetidez que sale de la habitación emana de sus piernas, que en lugar de estar convalecientes parecen morir lentamente. En medio de pedazos de repuestos y paredes sucias de grasa y aceite, crece su estado de postración.
Pronto amanecerá y la angustia de Guillermo parece aumentar. El dolor de sus heridas, la escasez de dinero para pagar la atención adecuada y la lejanía de sus seres queridos, le presagian un terrible final.
Hacia las nueve de la mañana, manteniendo las extremidades levantadas sobre un tablón, mira por la pequeña puerta hacia la paredilla del patio y ve la llegada de dos gallinazos. Le extraña que aquellas aterradoras aves carroñeras se encuentren allí. Momentos después llegan cinco más. Unos minutos más tarde, los ve levantar el vuelo y se tranquiliza un poco; pero, acto seguido, siente el sonido de sus garras sobre las láminas de zinc del techo.
De niño, los había visto volando en círculos antes de caer sobre el cadáver de algún animal mortecino en el campo. Siempre le parecieron horribles y su presencia era el signo de que la muerte estaba muy cerca.
Está embebido en tan tristes pensamientos, cuando siente de pronto que del techo cae al frente de la pequeña alcoba el primero de aquellos pájaros agoreros. Tanto es su sobresalto, que en un ágil movimiento y, olvidando el delicado estado en que se encuentra, patea la puerta y la cierra bruscamente.
Luego del susto y en medio de las sombras de aquel cuarto, Guillermo comienza a sentir que por sus piernas corre un líquido caliente. Es sangre. Brota de la piel cuarteada por el esfuerzo sobrehumano que acaba de hacer.
Presa del pánico, comienza a gritar llamando a la muchacha del servicio de la casa. Pero ella no escucha porque tiene el radio a todo volumen. Se siente sitiado por los gallinazos, unos caminando por el techo y los otros junto a la puerta, a los que alcanza a ver por las rendijas.
El terror que experimenta en esos momentos es inmenso. Mucho más que cuando sufrió el accidente, tres meses atrás, cumpliendo su trabajo como ayudante de un camión repartidor de leche a domicilio.
Recuerda que ese fatídico día había sido especialmente agitado. Cuando se encontraban en el final de la jornada, el vehículo presentó una daño en la manguera que transporta la gasolina del tanque al carburador. Como aún quedaba leche por vender, la hija del patrón de Guillermo —Don Felipe Guarín— dijo que de alguna manera tenían que terminar el recorrido.
— Bueno, y ésta pelaita qué cree...que uno es mago...o qué?...¿cómo carajo voy a prender el carro, si no le llega gasolina al motor? —Protestó ofuscado el conductor—.
— Usted verá cómo hace...pero yo no me voy a chupar el regaño de mi papá...si no terminamos de vender la leche por culpa suya, vaya buscando trabajo...porque...de que lo bota...lo bota... -le dijo la muchacha en tono perentorio-.
— Bueno, la única manera que yo conozco de poner a andar ese chócoro, es “teteriándolo”... -dijo el chofer ante tales amenazas-.
Guillermo, quien había presenciado en silencio la discusión, preguntó llevado por la curiosidad:
— Ole, mano, y eso cómo es...hay que darle leche con un tetero?
— Te las tiras de bobo... no vayas cogiendo el “ladrón” pa’ que saques gasolina del tanque...
— ¡Ay! ¡Juepuente! ahora sí que no entiendo un sieso...! Cuál ladrón...si aquí no estamos sino los tres...
— ¡No jodaaa!...te las pisas y te quejas de calambres en la ingle... el ladrón es una manguera pa’ que chupes la gasolina del tanque y llenes la pimpina que está detrás del cojín... -le explicó el conductor aupándolo con las manos-.
Al desconcertado muchacho no le quedó más remedio que obedecer, con tan mala suerte, que al succionar el combustible con fuerza, no atinó a introducir el otro extremo de la manguera en el recipiente, empapándose el pantalón y los zapatos.
Acto seguido, el autoritario chofer levantó el capó del vehículo y le ordenó a Guillermo que se subiera y se sentara a un lado del radiador, introduciendo las piernas en el cubículo del motor.
— Bueno, párame bolas...-empezó explicándole- ahora, sostienes el capó con la mano izquierda, y con la derecha coges la pimpina y con cuidadito...¡ojo, con cuidadito!.. le vas echando gasolina al carburador...
Inmediatamente, el conductor subió a la cabina, le dio encendido al vehículo y comenzó a guiar muy despacio, asomándose de cuando en cuando por la ventanilla, ya que el capó levantado le impedía ver claramente el camino.
Apenas habían recorrido unos ochenta metros por la calle destapada, cuando el camión volvió a apagarse porque el movimiento brusco, al pasar por un hueco, le hizo perder la puntería a Guillermo, regando el combustible por todo el motor, en vez de vaciarlo en el carburador.
Sin prever las consecuencias, el conductor le volvió a dar encendido para intentar continuar la marcha. Pero la chispa de ignición produjo una gran explosión que lanzó a tierra al muchacho, convertido en una bola de fuego y gritando de desesperación.
El chofer y la muchacha bajaron inmediatamente de la cabina y ayudados por los transeúntes y vecinos del sector, trataron de apagar la tea humana arrojándole grandes cantidades de arena.
Una vez sofocado el fuego, Guillermo quedó irreconocible. La tela de su pantalón estaba completamente adherida y confundida con la piel de sus piernas, especialmente de las rodillas hacia abajo.
Llorando de dolor, imploraba su traslado al hospital, pero ningún vehículo pasaba por el sector, lo que hacía más lacerante la angustia. Cuando por fin fue llevado al Hospital Rosario Pumarejo de López, el personal médico sólo pudo atender precariamente la emergencia, ya que no se contaba con una adecuada sala para quemados.
Sin especialistas en el área, el diagnóstico se hizo bajo parámetros erróneos, sin precisar el verdadero grado de las quemaduras, por lo cual Guillermo no recibió el tratamiento oportuno y acorde con su estado.
Ante la dificultad para curarlo, los médicos -irresponsablemente- le dieron de alta y su patrón lo recluyó en la última habitación de su casa, con la esperanza de que mejorara pronto, pero sólo era una ilusión, porque los estragos del fuego y la gasolina fueron tan graves que se temía la amputación de sus piernas.
Guillermo vuelve a la realidad con un sobresalto cuando repentinamente se abre la puerta del cuartucho. Es la muchacha del servicio, quien por fin le trae el desayuno después de que ha terminado sus oficios matutinos.
Le dice que enfrente vive una señora que le habló de un remedio para sanar rápido sus heridas. Él le ruega que la llame para conocer esa cura milagrosa.
Media hora después llega una señora de gran porte, quien a pesar de su edad madura, se conserva lozana. Inspira ternura y confianza por sus ademanes delicados y el tono maternal de su voz. Es Doña Carmen Díaz, personaje legendario en Valledupar y la Costa Atlántica. Es muy conocida por las canciones que le han dedicado su esposo, Emiliano Zuleta Baquero, y sus hijos Emilianito, Pocho y Fabio, además de que es una matrona servicial y preocupada por la comunidad.
— ¡Ay, hijo...ve... ¿y a tí que te pasó? Tenei’ esas piernas esmigajá’... ni que hubieras ido al infierno y el diablo te hubiera echao’ pa’ trá’... pero no te preocupei’ que Carmen Díaz te va a curá’...
Y dirigiéndose a la sirvienta le ordenó que cortara unas ramas de matarratón y las pusiera a hervir en agua. De inmediato fue a su casa y regresó con un caldero que contenía manteca caliente de cerdo, mezclada con achiote.
Al verla llegar con aquel recipiente en las manos, Guillermo se sobresaltó y sólo atinó a decirle:
— Oiga, doña... ya me asé las piernas en el accidente... y ahora usted qué va a hacer... ¿me va a fritar lo que me quedó sano?
— No, lindo...¡tranquilizate! Este remedio me lo enseñó el indio Manuel María, el que cura con vegetales. Te lo tenei’ que untá’ tres veces al día y bañate ca’ ratico con el agua e’ matarratón... te garantizo que en un mes tenei’ esas piernas tan sanas que hasta puya vai’ a bailá’...
Guillermo no creyó que aquella formulación resolviera su problema. Pero por lo menos, había encontrado una persona noble, que le recordaba que en el mundo aún existían el amor y la caridad. Al tiempo que se despedía, la bondadosa señora le advirtió:
— Hijo, aunque te vai’ a curá rapidito, y por fuera te vai’ a ve’ bien, no te confiei’ mucho... porque hay que esperá’ a que sanei’ bien por dentro...
Tres días después, Guillermo veía asombrado la notable mejoría de sus llagas la piel de sus piernas. A la semana siguiente, desobedeciendo las órdenes de su dama salvadora, decidió irse a casa de sus padres en Zapatoca.
Camino a la terminal, sintió la rasgadura de la planta de sus pies. Al llegar a su destino fue llevado al hospital. Había sufrido severas heridas y las quemaduras mostraron nuevamente su fuerza destructiva.
Bajo el amparo de sus padres Gil Antonio Duarte García y Ana Jesús Gómez Otero de Duarte, nacido el 7 de Julio de 1943, el quinto de los catorce hermanos intenta no dejar que su accidente le convierta en un inválido.
Antes de sanar completamente, consigue emplearse en la Colombiana de Tabaco para trabajar en La Fuente. Pero la gravedad de su enfermedad no le permite continuar. En el hospital no es muy bienvenido por las monjas debido a que su popularidad y carácter dicharachero han puesto a revolotear a las enfermeras.
Pasado un año desde su accidente, Guillermo vuelve a la normalidad laboral. Mal Abrigo, El Poleo, Piedra Grande, San Javier son sitios por donde la tierra sintió la fuerza de su azadón. Con su curación, volvieron los anhelos y la alegría. Viajó a Valledupar para asistir al Festival Vallenato y regresó lleno de vigor a emprender los planes que tenía para su vida, los cuales no eran precisamente la agricultura.
Luego de un idílico noviazgo con Carmen Rosa Serrano Medina, van al altar a prometerse amor. También comienza para ellos una nueva etapa en sus vidas, ahora compartidas. Ambos ingresan a una fábrica de tejidos de lana en la ciudad de Bucaramanga, ella en la producción y él en las ventas.
Durante dos años, todo iba a pedir de boca, hasta que el infortunio volvió a asomarse: aunque fue para la empresa donde laboraban, debieron retirarse sin recibir los salarios adeudados ni las prestaciones.
En busca de mejores oportunidades, Guillermo y Carmen aceptan ser administradores de una finca en Piedecuesta, de propiedad del político Carlos Plata Castilla, denominada “El Refugio”.
Pero lo que parecía ser un refugio resultó ser un verdadero suplicio ejerciendo labores de ganadería con métodos arcaicos y desconocidos para Guillermo. Luego de algunos meses, decidieron entregar la finca a su dueño y viajar a Zapatoca donde Carmen inició un pequeño negocio de tejidos y Guillermo se trasladó a Barranquilla a trabajar como empleado en la tienda de Eduardo Otero Linares.
Seis meses después,tomó en arriendo una tienda cercana, también de propiedad de Don Eduardo. Fueron sus primeros pasos para trasladar a su familia a Barranquilla. Han pasado treinta años desde su llegada a ésta ciudad y la familia ha crecido. Sus hijos Ómar Guillermo, Óscar Eduardo y Nelson Enrique les han brindado la alegría de verlos como comerciantes independientes y padres de sus nietos Sebastián Andrés, Natalia Andrea y Daniel Felipe.
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