Autor: Álvaro Serrano Duarte
No recuerda con precisión la hora. Sólo que era de madrugada y tenía entonces diez años de edad. La misión que le había sido encomendada por su padre era la de cazar un mico para extraerle las glándulas de la garganta, que servirían para hacer remedios caseros.
La alegría que le producía el encargo de su padre, aunque le infundía temor su cumplimiento por la hora y la soledad de la montaña, se debía a que tal misión correspondía al primer acto de emancipación. En días anteriores había demostrado la certeza de su puntería al cazar palomas para el sustento de la familia.
Zapatoca, su ciudad natal, se hallaba a varios kilómetros. El intenso frío y el aroma de las flores silvestres le produjo un estornudo que acalló a los ruidosos micos.
Apuntó la escopeta hacia lo alto de un árbol donde creía ver un animal; tiritando y asustado jaló del gatillo; la explosión del disparo retumbó por toda la montaña y algo pesado cayó junto a sus pies, haciéndole brincar del susto.
Confiesa que, curiosamente, no recuerda la clase de animal que había cazado, pero no ha olvidado que fue mayor su pavor al pensar que su padre lo reprendería por el incumplimiento de la tarea. Pero cuán grande fue su sorpresa cuando su papá lo estrechó entre sus brazos con gran alegría, felicitándolo por lo obtenido.
En adelante conservaría ese vívido recuerdo del amor de su padre. Un amor que hoy, en su madurez, contando su historia personal, se le llenan los ojos de lágrimas, porque nunca más se repitió tan enternecedora expresión de cariño paternal.
Aunque a los diez años era ya un cazador experto y audaz, desde los seis años había desempeñado el trabajo de agricultor, ya que aprendió a preparar la tierra, sembrar, regar, desyerbar, recoger y transportar los frutos hasta la plaza de Zapatoca. A los doce años compraba a su padre lo cosechado para comercializarlo con los cacharreros que iban de Bucaramanga y Barrancabermeja.
Siendo el tercero de diez hermanos, las obligaciones familiares se hicieron más exigentes. Era necesario salir en busca de ingresos. Mientras estudia los únicos tres años de primaria en Zapatoca, realiza trabajos de lustrabotas y mandadero para los curas y profesores de los colegios El Salesiano, La Apostólica y la Casa Cural.
Su trabajo de lustrabotas le brinda la oportunidad de un descubrimiento que transforma el arte de embetunar zapatos, permitiéndole ofrecer un mejor servicio sobre la competencia. Un día, en su casa, mientras comía desprevenidamente un tomate maduro, se le cayó un pedazo que tocó la punta de su zapato izquierdo.
Se agachó y recogió el pedazo para comerselo. Observó que su zapato se había untado del jugo y no prestó atención al incidente. Al final del día le admiró que los zapatos estaban rusios del polvo, menos el sitio donde había sido untado por el pedazo de tomate, porque todavía conservaba el brillo de la mañana.
Decidió ensayar con sus zapatos y el resultado fue espectacular: el mejor brillo lo daba untar jugo de tomate en los zapatos durante la embolada. Buscó unos tomates averagüados, exprimió su jugo y llenó un calabacito.
A partir de entonces, era buscado por los sacerdotes y profesores para embolar los zapatos. La competencia imitó la acción, pero con agua porque desconocían su secreto. Por eso, asegura, los lustrabotas usan agua mientras hacen su trabajo.
Pero el enfoque de su vida estaba determinado en la consideración de que el trabajo era productivo según el nivel de esfuerzo. Se empeña, entonces, en conseguir trabajos de gran rudeza y, para ello, se dirige a una finca en la vereda La Guayana, cerca a Zapatoca, donde trabaja hasta los catorce años.
Regresa a Zapatoca donde se emplea como ayudante de albañilería. Seis meses de práctica le sirvieron para enfrentarse a la construcción de la casa de sus padres. La parte más difícil fue la hechura del techo, ya que hasta ese momento nunca le había correspondido ese trabajo; pero no se amilanó y aunque le llevó más tiempo su construcción, hoy se admira que por encima del desconocimiento de las cosas, el saber se adquiere por el deseo e imaginación de hacer las cosas.
Hace un par de años quiso comprar esa casa, que es su máxima obra de un período difícil de su vida, y que se conserva tal cual la dejó, pero los dueños actuales no se la vendieron.
Aunque ya era un albañil que ganaba el doble que cualquier otro de mayor edad que él, por la severidad extrema de su padre se escapa de su casa y llega a Barrancabermeja, donde su tío Ignacio Rueda quien le brinda apoyo dándole alimentación, hospedaje y ayudándole a encontrar trabajo en la Refresquería El Cresto donde labora como mesero.
Algunos meses después, llama a su hermano Gerardo -Panadero Oficial- para que le acompañe en la tarea de producir pan. Aprende el nuevo oficio de panadero que desempeña desde las más humildes posiciones como limpia latas hasta hornero.
Insatisfecho, busca nuevamente engancharse como albañil por las posibilidades de libertad económica y personal, sumado a que en esta actividad la rudeza y esfuerzos le satisfacían y aliviaban ese excedente de energía del cual siempre había sentido.
Escalando todas las posiciones del ramo de la construcción, durante ocho años no cejó en su empeño hasta alcanzar la oportunidad de realizar contratos directamente con los Ferrocarriles Nacionales como Maestro de Albañilería.
Cada paso ascendente le recordaba el compromiso secreto que había hecho en la Casa Cural de Zapatoca cuando escribió en una de sus piedras:
Aquí estuvo Antonio Sánchez Rueda, Mayo 10 de 1956.
Palabras que 44 años después todavía atestiguan su pensamiento secreto de ser mejor cada vez. Era un compromiso consigo mismo y del cual nadie estaba enterado.
En uno de los recorridos en tren por las cercanías de Barrancabermeja en cumplimiento de su trabajo tuvo un accidente donde resultó quemado con leche caliente que era transportada en la gasolinera donde iba. Mientras convalecía de las quemaduras, fue invitado a viajar a Santa Marta a trabajar en la construcción de un edificio.
Terminado el contrato, pasa a Barranquilla en busca de unos amigos que años antes habían partido de Zapatoca. Al no encontrarlos, decide engancharse como Maestro de Albañilería en la construcción de un Colegio en Puerto Colombia. Dos meses después, Saúl Ortíz un tendero amigo suyo le sugiere buscar una tienda para engancharse como empleado, en Barranquilla.
El nuevo oficio no le gustó y prefirió montar un expendio de carne. En su oficio como carnicero, le fue dada la oportunidad de arrendar la tienda de al lado. Dos años después, decide independizarse al comprar su primera tienda en Barranquilla, ubicada en el Callejón de San Roque (Carrera 36) con la calle Sal si puedes (Calle 20).
La nomenclatura de la tienda (# 20 02) le impactó tanto que desde entonces le vino a la mente algo que desde entonces no ha olvidado: en el año 2002 le va a suceder algo extraordinario. Por ser un amante y practicante del fútbol, sospecha que el año 2002 será su oportunidad para asistir al mundial de Japón. De todas las direcciones que ha aprendido en su vida, la única que no olvida, es esa. Fue el sitio de sus mayores logros personales y profesionales.
De allí, dos años después, pasa a adquirir los billares Acapulco de gran recordación para muchos barranquilleros y santandereanos. La carrera de comerciante empezaba a darle las satisfacciones que tanto había añorado. Se diversifica hacia la distribución puerta a puerta de medicinas y cosméticos y para ello entrega en administración los billares y regresa a Barrancabermeja.
Ante el surgimiento de problemas en la administración de los billares, decide dejar a su hermano Gerardo a cargo de la distribuidora de medicinas y cosméticos y regresa a Barranquilla a enfrentar la atención de los billares.
Enrumba definitivamente hacia el éxito profesional al crear empresas del orden local y nacional que le facilitan cumplir su tarea asumida desde los catorce años de ver por toda su familia. Al traer a sus padres y sus hermanos de Zapatoca a Barrancabermeja y después a Barranquilla, su mayor satisfacción es saber que sus ideales de amparo se han cumplido.
Estima que no es un hombre a quien le sobre el dinero, pero sí un hombre feliz que se ve a sí mismo como un dador de oportunidades, tanto a sus hermanos, sobrinos, amigos y personas que deseen progresar en la vida.
En compañía de su esposa Betsabé y de sus hijos Nancy, John Jairo y Alex Andrés, hoy Antonio Sánchez Rueda espera de la vida solamente tener más amigos a quienes servir y de quienes aprender más.
Apoyando deportes como el ciclismo y el fútbol, promoviendo los valores del cooperativismo mediante su máxima creación: Asarcoop, hoy “Toño” le dice al mundo una frase de su inspiración:
“Si mi amistad es causa de su amistad, cuenta conmigo hasta la eternidad”.
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