Autor: José Joaquín Rincón Cháves
La brisa, procedente del cercano caribe, era intensa. Sobre la mole en construcción, el reportero —grabadora en mano—, se desplazaba con alguna dificultad, tras el menudo Ministro que esa tarde había llegado desde el altiplano, para inspeccionar la marcha de las obras.
El hombrecito, tenía una fama de recio y berraco por su estirpe de norte-santandereano, nacido en Ocaña, que le había acompañado siempre.
El novel periodista, se le acercó como pudo en medio del vendaval y, para lograr su confianza, le gritó que era su paisano, pues era de Pamplona y que el Radionoticiero Todelar de la Costa, le había escogido para dar registro de su visita a Barranquilla y su paso por el puente, proyecto que se había propuesto sacar adelante como fuera.
Argelino Durán Quintero, que así se llamaba el poderoso funcionario, miró al muchacho con su peluca al viento y, seguramente recordó sus años de vicisitudes cuando salió de las tierras de Hacaritama, hacia la rancia Bogotá, para adelantar sus estudios de Ingeniería, y todo como premio a sus conocimientos de matemáticas.
Entonces, decidió hablar del puente, del avance que estimaba en ese momento, en un cincuenta por ciento y de sus constantes reclamos al contratista, para que se entregara dentro del término previsto.
Para el país, era una obra monumental y para los costeños, la concreción de la insistencia de un político liberal al que poco le había faltado para ser presidente. El ingeniero Argelino, gozaba del absoluto respaldo del mandatario de ese entonces, Misael Pastrana, quien había recibido el compromiso de adelantar y terminar la construcción, contratada por Carlos Lleras Restrepo.
Más o menos así, y en medio de varillas, de concreto y de la vocinglería de los obreros, el Ministro trasladó su voz a la grabadora Panasonic que amparaba el dialogo propuesto, y el periodista se sintió bendecido, pues Armando Benedetti, conocido como El Bejuco, le felicitaría por esa entrevista sobre el puente y el viejo Hernando Quintero Millán, Quillán, orgulloso por el trabajo del ministro-estrella del conservatismo, su partido azul. Al regreso, en un viejo carro del Minobras, el cronista, le dijo a Don Argelino, que siendo niño había conocido al enjundioso gestor del puente.
Había sucedido así: Resulta que entre las múltiples ocupaciones de Alberto Pumarejo, tiempo atrás, había sido gerente del Banco Comercial de Barranquilla y que su padre, era uno de los miles de clientes de la entidad crediticia.
Un día que su papá fue a realizar unas consignaciones, el viejo Puma, se encontraba en lo más alto de la escalera que daba acceso a la segunda planta de la edificación, vestido con su característico traje de lino blanco y sombrero.
El banquero, distinguía más a papá por ser liberal irreductible, que por ser el mejor usuario del banco. Cuando le divisó en las cajas, le llamó por su nombre y con una sonrisa, le invitó a subir hasta donde se encontraba, simplemente para saludarlo.
Y, por no dejarlo solo, el viejo Teo subió con su hijo de trece años, hasta donde el famoso dirigente. De ese ligero encuentro, solo quedó una ligera caricia en la cabeza y el reflejo de una sonrisa del niño en sus lentes bifocales.
Ministro y periodista, se despidieron con un abrazo y Argelino seguramente iba pensando en que a ese monumental puente, habría que bautizarlo con un nombre que recordara a quien en tantas noches, lo ideó, no importando de que partido político fuese.
La historia dice que le pusieron, según las leyes, Laureano Gómez, pero el pueblo, que tantas veces lo pidió, desde el principio le llamó, PUENTE ALBERTO PUMAREJO.