Autora: Carmen Rosa Pinilla Díaz
En el pasado mes de mayo hablamos de lo que representa la mujer en la maternidad, la lucha por la supervivencia de los hijos, la realidad del amor maternal frente a las diversas encrucijadas de la vida de sus hijos.
Hoy hablaremos del padre, pero no de aquél que por las circunstancias del destino terminó dejando un hijo a la vera del camino, para que lo criara y educara únicamente la mujer, porque su cobardía no le dio para más; o de aquel que, en una noche de irresponsabilidad hizo brotar una flor en el vientre de una mujer, o de aquel que piensa que ser padre es ostentar el orgullo de serlo, pero sin sentir realmente en la conciencia el significado de lo que representa ser “papá”.
Hoy hablaremos del hombre que ante la vida defiende por sobre todas las cosas la integridad física y moral de sus hijos, que deja a un lado el orgullo masculino para reconocer que se equivocó de proceder ante el derrumbe de alguno de ellos; cuántos padres no son capaces de asimilar el dolor que causa el proceder de un hijo cuando una falta amerite un castigo, porque prima el orgullo y la vanagloria por encima del amor que dicen tener hacia ellos; les interesa más el “qué dirán mis amistades”, antes de comprender, antes de amar de verdad, antes de perdonar; estos hombres prefieren la arrogancia, el endiosamiento por encima de su familia, no merecen ser llamados “papás”, porque, amigos, ser padre es asimilarse al Buen Pastor que, cuando encuentra a la oveja perdida, se despoja de su humanidad, de su orgullo, de su machismo, para entregarse al festín del amor con el hijo, con esa oveja que falló, huyendo del camino trazado por su padre, pero que se equivocó y ahora regresa compungido y humillado.
Ser padre no es amar con la chequera, no es amar como directivo de una empresa, que manda y todos “tienen” qué obedecer; ser padre es algo más profundo; el padre es el timón de un barco, nada menos que del barco de la vida, que por mandato de Dios debe llevar hasta su destino, por un mar cada vez más tempestuoso, y que, como buen capitán debe ser el último en abandonar la nave hasta que todos sus pasajeros, su familia, hayan llegado al puerto.
Ser padre, es la mayor responsabilidad ante la vida, porque es el encargado de marcar las pautas y trazar el camino por el que van sus hijos para emprender la realización plena de su personalidad y, junto con la madre, vigilar la buena marcha de sus vidas para que puedan dar cuenta a Dios de sus existencias.
Ser padre, es aceptar la realidad de la paternidad, no es esconder su responsabilidad por la cobardía ante la culpabilidad; ser padre, es recoger con amor el fruto de su propia semilla; es, junto con la mujer, marchar unidos en la educación de ese hijo, que talvez no pidió nacer, pero que sus padres así lo decidieron y por el cual deben responder ante el infinito y ante la sociedad.
Un capítulo aparte merecen aquellos “papás-mamás" que, ante el abandono de la mujer, por cualquier circunstancia de la vida, asumen el doble papel de redentores ante esta difícil encrucijada; por encima de lo que representaría el amor de la madre, su labor es más meritoria porque, sin ser llamados a ello, se entregan con más ardor a la función maternal, sin menoscabo de su orgullo masculino; antes, por el contrario, la responsabilidad que asumen es más elogiable a los ojos del mundo.
Los hijos de estos padres=madres, deben sentir una enorme satisfacción al comprender que su padre no los abandonó a su suerte y que solamente a él le deben su formación; a estos padres la sociedad les rinde un sincero homenaje en el día en que el mundo recompensa la función de la paternidad.
Por último, una respetuosa amonestación a todos los hijos en el día del padre: no olvidemos a nuestros abuelitos, a los que esperan una palabra de cariño, un abrazo, un “te quiero”; recordemos que ellos nos marcaron un camino por el que igual hemos transitado; nos trazaron senderos por los que marchamos hacia la misma meta en la que ellos se encuentran hoy, la meta del final de nuestras vidas, y así como ellos, nosotros también esperamos que no se cierren para siempre las puertas que conducen o que comunican nuestra existencia con el pasado glorioso y feliz, cuando juntos celebrábamos estos días, reunidos a nuestros hijos en el calor de un hogar.