Si hace 20 años yo le hubiera dicho a la niña de la recepción, “la voy a llevar a comer anguila cruda sobre arroz mazacotudo con hierbas donde defecan las focas”, me hubiera dado una bofetada; y me lo hubiera merecido, y lo hubiera merecido hoy; sólo que hoy me gano un beso porque la mencionada porquería se llama SUSHI .
Como tantos alimentos, el sushi es un accidente y algo que la gente terminó comiendo por necesidad. Y es una necesidad: las nutrias marinas, en el mar de los Sargazos, no se comen las algas, se limpian sus abultados traseritos con ellas, y luego la naturaleza no sabe qué hacer con ese sobrante; ¡¡Sushi!!, gritó el señor Miyagi, el refugiado con sombrero en forma de casita, que es el que hace esa porquería.
No me gusta como lo sirven esas japonesitas que me despiertan sucios sentimientos, entregándolo con las manos cerradas, el pulgar pegado a los demás dedos y la cabeza agachada pidiendo perdón por la horrenda porquería que nos ofrecen.
El arrepentimiento japonés, su costumbre de agacharse, viene, no de la vergüenza de su nacionalismo altisonante, sino de du plato nacional: el sushi, de que lo comamos y sepamos qué hicieron con los pececitos ornamentales y con las algas que las nutrias desecharon luego de hacer abluciones en sus adorables y velludos tafanarios.
A veces pienso en todo lo que le tocó sufrir a Richard Chamberlain en Japón cuando fue Shogun; no lo dejaron salir por mera y pura amabilidad y tuvo que terminar comiendo sushi y desposando a una mujer que tenía un adorable nombrecito, como “Masato”… “Mariko”, eso es.
Pero el oficinista nacional lo ama, se quiebra el culo por comerlo: “Mira, es que es muy sano, no se cocina y por eso no produce cáncer”.
Por qué no se indaga un poco en sus orígenes; esos salvajes con pañoletica en su cabeza, que lo preparan y juran lealtad a sus cuchillos son tipos que no me abren el apetito, y que en las noches, en oscuros callejones de ciudades orientales, lavan sus calzoncillos de luchador de sumo en los que una cuerdita esbelta recorre y cubre la honorable parte que las nutrias se limpian con las algas: “Hai”, levantan sus cuchillos y se ríen con las uñas marrones.
Si queremos ser como los japoneses, ¿por qué en lugar de spinning no hacemos lucha de sumo con la empleada en las mañanas?, o mejor aún y más respetable, ¿por qué no trabajamos más de tres mil horas al año como los japoneses a los que sí les toca comerse el papel higiénico de los mamíferos marinos?, “¡Hai!”.
Autor: Roberto Palacio