Autor: Jairo Cala Otero
Tarea pueril y ruin es la de los envidiosos. Su ignorancia los empuja a desear los bienes y los progresos ajenos, aunque bien pueden ellos también esforzarse por obtenerlos por sus propios medios.
Lo que no saben es que, después de un tiempo de envidiar a otros, esa oscura energía se les devuelve; los atrapa, los envuelve de arriba abajo y quedan encadenados a su propia maldad. Ellos mismos se condenan.
Y para entonces menos podrán alcanzar lo que tanto desean de los demás, aunque hagan muchos esfuerzos para conseguirlo. Son esos que trabajan «de sol a sol», como suele decirse; se agotan mental y físicamente, y, por más que redoblen su trabajo, no progresan.
Seguramente, usted conoce a algunos especímenes así. Es la envidia la que en eso los convierte. Generalmente, ningún dinero les dura, y todo lo que anhelan se esfuma como el agua entre los dedos.
Su calaverada más grande es activar la envidia, ese oscuro sentimiento con el que, ilusoriamente, pretenden derribar por el suelo a quienes con esfuerzo, estudio, dedicación, consagración, disciplina y empeño por ser excelentes en todo (principalmente, en ser buenos seres humanos) alcanzan sus metas y las disfrutan sin egoismo.
Si los envidiosos, en lugar de encadenarse a un infierno como ese que ellos forjan con sus oscursos sentimientos y pensamientos, se aliaran con los envidiados por ellos y les pidieran asesoría y consejo, seguramente los obtendrían; y entonces podrían también proyectarse lejos, y conseguir todo cuanto desean.
No hay idiotez más grande que convertirse en envidioso. Nunca tales personas conseguirán nada deseando lo que otros ya tienen. Ese tiempo y esa energía que desperdician podrían canalizarlos para sí mismos; podrían emplear esos pensamientos en sentido positivo y fijarlos en sus propias metas personales. Algún día, si siguen la ruta de la constancia, la dedicación y el esmero, podrían ver también realizados sus sueños.
Y estarían libres de las cadenas de la envidia, que oscurecen el alma y los esclaviza; derriban anhelos; obstruyen sus objetivos y envenenan su corazón y su espíritu. En una expresión: son sentimientos que derrumban la condición humana, y convierten a sus promotores en míseros seres que llevan pus en el alma y riegan por doquier sus dosis de amargura, frustración y desconsuelo.
Si a usted le tienen envidia, podrían servirle estas recomendaciones finales:
* Ore por quienes le tienen envidia. Pídale a Jesús de Nazaret que se apiade de la ignorancia de los envidiosos; que les toque sus oscurecidos corazones y les dé luz y sabiduría para que salgan de las tinieblas en que sobreviven.
* Aférrese, cada día con mayor intensidad, al poder de Jesucristo. Pídale que lo libre a usted de caer en las garras de la envidia, o de devolver el mismo y dañino sentimiento contra quienes lo envidian a usted. Eso también lo encadenaría a usted, y lo haría padecer más tarde.
* Medite y reconozca que los envidiosos están enfermos del alma y del espíritu. Que son seres sin luz, por ende, andan en la oscuridad. Por esa simple razón no vale la pena que usted les conceda ni valor ni atención. ¡Ya se estrellarán ellos mismos contra el mundo!
* Y si algún día se entera de quiénes sienten envidia hacia usted, encárelos con caridad cristiana. Dígales que usted sabe lo que sienten. Que en el nombre de Jesús Redentor, que es compasivo, usted los perdona; y que su sentimiento oscuro y ruin (el de ellos) usted lo ha puesto en manos de Dios (hágalo, en efecto) para que Él, en su infinita misericordia y amor ineluctables, se apiade de ellos, les sane su alma perturbada y les conceda licencia para avanzar sin codiciar las capacidades ni los bienes ajenos.
