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ORIENTE EMPIEZA EN EGIPTO

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Fragmentos del libro 'Oriente empieza en El Cairo', escrito por Héctor Abad Faciolince y publicado por Alfaguara, permiten acercarse de otra forma al alma de la milenaria cultura egipcia ahora que se libró del régimen de Mubarak.

Durante el Ramadán la vida en El Cairo se transforma. Lo más difícil es que ni siquiera se puede tragar saliva. Nada puede pasar a través de tus labios en el mes del Ramadán, salvo el aire.

Querida ciudad de El Cairo: me gustaba más tu cara antes de conocerte. De tu cuerpo no puedo decir nada todavía porque te cubre de arriba abajo una densa y opaca vestidura de polvo. Reconozco, al llegar, ese primer impulso de antipatía, repulsión y huida.

No quiero estar aquí (el polvo, el humo, el ruido, la cantidad de pobres), quiero marcharme ahora mismo. Es tan duro y difícil El Cairo que me hace sentir algo que nunca siento: añoranza de Medellín.

Perfumes de Oriente

Una cosa no se debe hacer en el Hotel Cosmopolitan ni en ninguno de los hoteles de El Cairo: abrir la ventana. Si lo haces, un tufo denso de humo, polvo y vapores industriales, te asalta la nariz. No podemos esperarnos otra cosa de la aglomeración de millones de autos, camiones y taxis, desde los más humeantes modelos soviéticos hasta los últimos Mercedes alemanes que se ensamblan aquí. Y esto al lado de siderúrgicas, fábricas de cemento y demás chimeneas industriales.

Al lado del hedor, detrás de las paredes de algunos restaurantes, encuentra uno también los aromas desconocidos e irresistibles de la cocina oriental. El maravilloso pan inflado de El Cairo recién salido del horno, tal como te lo presentan en el restaurante Papillón.

O las riquísimas cremas y ensaladas de recetas egipcias que te ponen en el Mercado del Pescado: crema de lentejas anaranjadas con cebollitas fritas y aceite de oliva, tahines con distintas mezclas, berenjenas con aceite y limón, tomates maduros (los tomates más rojos y jugosos que conozco crecen en Egipto) con cebolla y eneldo, papas con zanahoria, perejil, comino y limón. Pastas de garbanzos, de berenjenas ahumadas, de pepino, de ajo con yogurt, crema batida y gotas de naranja agria.

Mujeres

Quisiera conocer alguna de aquí. Por tratar de entender y de entenderme, me pongo a indagar sobre la tan famosa “sensualidad de Oriente”. Pregunto, miro, hablo, averiguo. Al cabo de varias semanas de búsqueda infructuosa puedo decirlo sin rodeos: casi todo es mentira.

Si debo dar el testimonio de mi propia experiencia, si debo relatar lo que me contaron los amigos que fuimos consiguiendo con los días (Aisha, Sélim, Taleb, Fakkri, Fatima), el ambiente de El Cairo, comparado con Madrid o Medellín, me parece más frígido que erótico.

O mejor, porque frígido es una palabra odiosa y no comprobada: es un ambiente más vigilado y más lleno de prohibiciones para las mujeres y de tabúes para los hombres.

Más del 60% de las mujeres egipcias son analfabetas, y a un porcentaje similar, sobre todo en el campo, se les practica todavía la escisión del clítoris, o peor todavía, la infibulación de la vagina (les cosen los labios con hilo o con argollas, para garantizar la fidelidad), que es más grave y dolorosa. Las hemorragias y las infecciones son frecuentes.

En Egipto, desde los años 70, las mujeres no han hecho otra cosa que volver a cubrirse. Si en las décadas de los 50 y 60 era difícil encontrar una mujer que usara pañoleta en El Cairo (como puede verse por las fotos de la época), ya lo difícil es ver lo contrario, y más aún, se ven cada vez más mujeres vestidas con “el uniforme de la fe”.

Para el turista heterosexual que quisiera tener experiencias eróticas con las veladas beldades del Oriente, las que aparecen en los libros, el camino se presenta cuesta arriba. Hasta las danzarinas del vientre, cuando parecen más dispuestas a pasar a algo que vaya más allá del espectáculo público, resulta que a la postre no son egipcias, sino de los Balcanes.

Los hombres

No es que aquí la cultura, o alguna rara mutación genética, produzca más homosexuales que en otras partes. Quizá lo que pasa es que, como aquí no queda fácil casarse (pues la dote consiste, al menos, en tener un albergue decente para la pareja, y la escasez de vivienda es dramática en El Cairo, donde se vive hasta en grupos de ocho o diez personas en un solo cuarto), y los hombres viven todo el tiempo entre ellos, como en un seminario católico, entonces ciertas prácticas homosexuales y cierta iniciación al sexo con personas del mismo género sean bastante corrientes.

La homosexualidad es vista con desprecio en Egipto, pero en particular su forma pasiva es la más denigrante. Si un hombre sodomiza a otro importa poco, pues cualquier orificio es bueno para saciar un apetito difícil de apagar con un cuerpo femenino. Aceptar la sodomía paciente, en cambio, es señal de gran bajeza personal y moral.

Los hombres en Egipto no temen ser muy cariñosos unos con otros. Sus saludos (a diferencia del saludo frío y distante que dirigen a las mujeres, casi sin mirarlas ni tocarlas) suelen ser cálidos, muy cálidos, y, para los promedios occidentales, demasiado largos.

Se toman de la mano (no se dan ese apretón marcial y breve que nosotros usamos), se besan larga y sonoramente en la mejilla o en el cuello, se abrazan un buen rato, y siguen con las manos juntas hasta que no terminan una larga serie de plácemes, cumplidos y preguntas.

Pero esta ternura está permitida, precisamente, porque está  desprovista de cualquier connotación sexual. Y el saludo a las mujeres es breve, seco y distante, precisamente, porque cualquier intercambio con una mujer (incluso sólo el de mirarla directamente a los ojos) puede ser entendido como un preámbulo sexual.

Ramadán. El desayuno del ocaso

Lo más duro no es que no se pueda probar bocado desde el alba hasta el ocaso; lo más duro no es tampoco que no se pueda beber agua ni ningún otro líquido en todas las horas diurnas; lo más difícil del Ramadán es que ni siquiera se puede tragar saliva.

Nada puede pasar a través de tus labios en el mes del Ramadán, salvo el aire. Ni siquiera humo, pues no se puede fumar. Se aspira, inevitable, el denso humo del tráfico de El Cairo, eso sí, porque el Corán no tiene indicaciones al respecto.

Pero nada sólido o líquido debe atravesar la frontera de los labios; ni siquiera un beso, porque también hay que abstenerse de cualquier práctica erótica durante el día.

Durante el Ramadán la vida en El Cairo se transforma. De día, cierran los cafés, los restaurantes, algunos hoteles. Quedan abiertos solamente los sitios para turistas (pirámides, museos, McDonalds, zocos), pero aún entre los extranjeros sería de pésimo gusto comer en público, o peor, tomar alcohol o beber agua por la calle. Los cairotas se debaten entre el mal genio y el letargo.

Pero la noche en El Cairo no parece amilanada por las amenazas de los fanáticos del Islam, y se ve que los cairotas la disfrutan a sus anchas, con banquetes y pachangas (sin alcohol, eso sí). A las once de la noche el tráfico es peor que el de las seis de la tarde en Bogotá.

Érase una pirámide de Egipto

El Egipto moderno tiene tanto que ver con el Egipto antiguo como la España de hoy con la civilización que pintó las cuevas de Altamira o la Colombia actual con la cultura que hizo las tumbas de Tierradentro. Con el pasado faraónico hay una fractura neta: social, cultural, probablemente étnica. Otra cosa es que los gobernantes y los políticos traten de apropiarse de ese pasado glorioso para barnizar su actual carencia de gloria.

Lo más fascinante de Egipto es su pasado, su inmenso pasado en el que se produjeron algunos de los monumentos más asombrosos y de las obras de arte más perfectas que ha sido capaz de realizar la humanidad. Quizá los favoreció una coerción de la geografía: fueron sedentarios por obligación, porque si se movían demasiado encontraban la estéril arena del desierto.

Y no fueron invadidos ni exterminados por el mismo motivo: la barrera de arena del desierto.

Cuando llegues a Egipto, dicen todas las guías turísticas, afila la desconfianza. Pero el consejo es injusto, pues ahora, salvo rara vez, no te matan. Sólo buscan sacar el mejor partido en pequeñas transacciones comerciales.

Los que quieran ver un medioevo real, todavía vivo, en ebullición, deben venir a El Cairo. En vez de limitarse al indudable encanto del zoco predilecto de los turistas, se deben adentrar en las calles más lejanas y auténticas de la kasbah, las que parten de la puerta norte de al-Kahira, Bab Zuweyla, y por entre callejuelas y laberintos llegan hasta Fustat, pasando por la mezquita de Ibn Tulun.

Paréntesis egipcio

El viaje a Egipto que organizan las agencias de turismo suele ser al antiguo, al faraónico, a ese que por estar muerto y sepultado, adivinable o descifrable sólo por vestigios es más fácil de encarar que el Egipto actual, duro y vivo, que no está hecho de inmóviles momias, sino de personas comunes y corrientes que no paran de moverse, de hablar, de preguntar o pedir, de molestar o sonreír, o en últimas, de demostrar que existen.

La mirada

Lo repito: en El Cairo nadie finge no verte, como es ahora la norma en todas las sociedades ricas. Aquí cualquiera puede sentir lo que dicen que viven los famosos: que las miradas de los desconocidos te persiguen. Aquí todos te miran, te hablan, te ponen un nombre.

La gran mayoría de los viajeros vienen a Egipto a mirar las ruinas de su gloriosa antigüedad, pero evitan como la peste el contacto con los egipcios de hoy, contaminados de esa enfermedad seguramente contagiosa que en Occidente llamamos, sin siquiera dudarlo un instante, el fanatismo musulmán.

Eso es lo más ofensivo, que ni siquiera queramos comprobar de primera mano lo que piensan y sienten. El turista occidental, acostumbrado a estar solo, usa gafas oscuras no tanto por el sol, sino para que el egipcio no se dé cuenta de que lo acariciaste con la vista en los ojos. Si uno mira a un egipcio a los ojos, ya es muy difícil que él no se acerque, casi siempre con buenas intenciones. Esto es triste y bonito al mismo tiempo.

 


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