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Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador

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Los primeros balbuceos de Manuela no despertaron las sonrisas y el afecto que producen los de los niños; nacida el 27 de diciembre de 1797, hija de la aventura vivida por don Simón Saénz y Vergara, español, y la criolla Joaquina Aispurú, ambos pertenecientes a encopetados círculos quiteños, que en ese año sufren las penosas consecuencias del terremoto que destruyó buena parte de la ciudad; posteriormente llevada a la casa de su padre privándola de los afectos maternales y teniendo por única compañía a una madrasta, María del Campo Larrahondo, que la detesta, y con sus tres medios hermanos, José, Ignacio y Eulalia que la tratan en forma despectiva, salvo José.

Es pues una advenediza en este hogar, un ser que frente a la esposa y a los hijos legítimos de don Simón, no pasa de ser una pobre bastarda, a la cual, con disgusto apenas se tolera. Un aspecto ahonda el problema: Manuela supera en gracia, porte e inteligencia a Eulalia.

Su padre, para evitarle hasta donde fue posible malos tratos opta por hacerla su compañera de andanzas en los viajes de negocios, y es entonces cuando Manuela se integra a la sociedad, conoce pueblos y regiones, aprende a cabalgar a la manera masculina, a templar su carácter, a desenvolverse en las contingencias, a tratar con personas de las más variadas condiciones y culturas.

Manuelita SánezA los 17 años, esta niña que no había conocido, ni las caricias de una madre, ni el calor de un hogar, se apresta a sufrir una nueva amargura: el ingreso al convento de Santa Catalina, en Quito. Pensar que Manuela pudiera tener actitudes para monja, es más que una ironía, un auténtico disparate.

Incapaz de soportar el claustro, a la primera oportunidad se fuga, nada menos que con su primer amante, el oficial realista Fausto D´Elhuyart; pero la aventura termina en un amargo desengaño, el primero de los muchos que había de sufrir en su vida, la mayor parte con ira y sólo algunos con resignación.

La descripción que hacen los biógrafos es la de una mujer de mediana estatura, rostro ovalado, piel blanca, cabello negro, peinado en trenzas, boca graciosa, nariz fina, ligeramente aguileña, ojos negros y voz muy cálida.

Esto es, una mujer indudablemente atractiva; fuerte de carácter, y como tal, agresiva, celosa, decidida y burlona. Refiriéndose a la noche septembrina, dirá de Bolívar:

Él quería defenderse, cuán gracioso estaba, en camisa y espada en mano, don Quijote en persona”. Desconoce el disimulo, la sutileza, la moderación, las conveniencias sociales. Antes que llorar como mujer, se encoleriza como un varón. No en vano los años amargos de la niñez van dando sus frutos, al formar su férrea personalidad.

Entrañablemente quiere a sus amigos y con la misma intensidad, odia a sus enemigos, según suele repetirlo con delectación, cada vez que la ocasión le es propicia.

Manuela acumuló en su infancia un bagaje de resentimientos que influyeron sobre su conducta en los restantes años de su existencia. Resentimientos contra todo lo que fuera norma, imposición, sometimiento o disciplina.

Resentimientos incluso contra su propio padre, que fue capaz de encerrarla en un monasterio y precipitarla así en brazos de su primer amante, con tal de escapar de la cárcel conventual.

Resentimientos contra la sociedad que la rodeaba, hipócrita, engreída, pero al tiempo sumisa a las autoridades españolas. Resentimiento contra la autoridad realista. Su devoción por los desposeídos y su ferviente odio contra los gobernantes, se tradujeron en una obsesión permanente de sentirse libre de todo yugo, y por ende, dueña de sus propios actos.

En 1817, cumplidos los 20 años, su padre concerta uno de esos enlaces tan usuales en la época, con el inglés James Thorne que, doblándole la edad y disponiendo de una considerable fortuna, es un hombre frío, calculador, enigmático, solemne y circunspecto; un hombre pesado y sin gracia, dirá Manuela más tarde.

En esta forma se comete con ella la segunda estupidez; la que ni remotamente tenía vocación de novicia, tampoco la poseía para ser la señora de este caballero glacial. Son dos temperamentos incompatibles, dos seres que nunca podrían compaginar juntos.

Admiradores no faltan en esa pequeña corte que forma la sociedad limeña, en la que, si bien figuras marqueses y condes, también se vivía con en las Europas, al amparo de los salones, aventuras galantes, a la sombra de maridos complacientes.

Su decidida participación en la causa de la libertad, la lleva a ser una de las “Caballeras del Sol”, y cuando no, a ser también la “devota” amiga del fundador de la orden, el General José de San Martín.

Su influencia en la vida nacional

Cuando conoció a Bolívar, encontró que, a través de él, hallaba todos los caminos del desquite. Por eso echó a un lado al prosaico doctor Thorne, su esposo por conveniencia, que la aburría sobremanera y al cual nunca amó, para precipitarse en brazos de quien siendo el supremo caudillo, colmaba sus anhelos de liberación y satisfacía todas las ansias de su temperamento apasionado.

Al paso que James acata el régimen español y es un virtuoso de la etiqueta, Manuela conspira contra la monarquía y desprecia todo convencionalismo. Lo que hace o exige Thorne es precisamente lo que no hace o fastidia a Manuela.

Y así, en ese forcejeo de caracteres, se van desarrollando los años del matrimonio en Lima, donde es su amiga predilecta otra amante de fama: Rosita Campuzano, “La Protectora”, y donde brilló Micaela Villegas, “La Perrichole”.

El enlace Thorne-Saénz tenía necesariamente que durar, sólo hasta donde llegara la paciencia de James. Por esto, cuando los caprichos y devaneos de Manuela terminaron por agotarlo y se sintió en el derecho de recriminarle su conducta, vino la inevitable separación y el regreso de la esposa a Quito, a donde llegó con su patriotismo, su rebeldía y mala reputación.

Llega el año de 1822, en el cual la fama de Bolívar comenzaba a extenderse al sur del continente. Las batallas de Bomboná y Pichincha le abren las puertas de Quito, que lo recibe con delirante entusiasmo y le ofrece suntuoso baile el 16 de junio.

La fiesta, que se celebra en la casa de Juan de Larrea, sirve, no sólo para presentar en la sociedad quiteña la oficialidad libertadora, sino para ser el inicio de las relaciones de Bolívar y Manuela.

El primer encuentro de la dama de 24 años y el famoso guerrero de 39, es una cortés presentación hecha por el dueño de casa, seguida de una valse y finalizada con una “ñapanga”, danza autóctona a la que un Obispo de Quito calificara como “la resurrección de la carne”, que con la voluptuosidad que la quiteña sabía imprimirle, la bailó sola, en medio de un círculo de admiradores, queriendo con ello no sólo llamar la atención hacia su persona, sino seducir al héroe.

Y a fe que lo consiguió. Antes de concluida la fiesta, Bolívar, tomando del brazo a Manuela, abandona el salón. Por parte de él no se produjo una conquista, simplemente es ella la que, colmando sus aspiraciones, lo seduce y se entrega.

Entre la intimidad, cuando las circunstancias o la correspondencia lo permiten, se llega al mes de octubre de 1823, en que se instalan en la casa de La Magdalena, antigua y suntuosa residencia veraniega del depuesto Virrey, situada a doce kilómetros de Lima.

Bolívar pierde prestigio por su causa

Manuela y BolívarLa amante ha ido escalonando peldaños, su temperamento se ha impuesto. Es incompresible a Bolívar, y, dándose cuenta de ello, asume las funciones de secretaria.

Maneja los archivos secretos de Estado, selecciona rigurosamente quienes tienen acceso al Libertador, influye en sus decisiones y en la política y termina haciéndose nombrar miembro del Estado Mayor, con el grado de Coronel, para lo cual diseña su propio uniforme.

Tal situación ocasionó no pocas molestias castrenses, políticas y sociales que, sin bien son puestas en conocimiento de Bolívar, éste no hace nada para remediarlas. Los antojos de Manuela parecen estar por encima de todo y de todos.

La dependencia del hombre, a quien los primeros síntomas de la tuberculosis se manifiestan al finalizar ese año, tal como se lo diagnostica su médico, el doctor Charles Moore, es una consecuencia de su propio estado que halla en el temperamento de la amante cabal satisfacción.

Y cuando, luego de la victoria de Ayacucho, se instalan en el palacio del antiguo régimen de la capital peruana, y disfrutan de una vida principesca, en la que ella preside los banquetes, servidos en vajillas de oro y plata, rodeados de servidumbre y adulación, o se pasean por las calles en el que fuera el coche virreinal, Manuela ve colmada sus ambiciones de honor y gloria.

Tiene a sus pies una sociedad que, a regañadientes debe acatarla y soportar sus desplantes, como ya le había ocurrido a Josefa, la esposa del Márquez de Torre-Tagle, o a Jeannette Hart, distinguida dama de la misión diplomática de los Estados Unidos.

El primero fue de funestas consecuencias para la causa libertadora, como que costó la entrega de Lima a los realistas. El segundo, fue una escena de celos, tan injustificada, como de mal gusto.

Manuela está en el apogeo de su gloria. Ha logrado sus propósitos, su carácter dominante está colmado. Es entonces cuando Thorne le propone una reconciliación con viaje a Londres, a cual Bolívar se opone, circunstancia que ella aprovecha para responder a su esposo, en forma sarcástica, diciéndole:

“En el cielo nos volveremos a casar, pero en la tierra no….”

No estaba, pues, dispuesta a separarse de Bolívar, porque en él había encontrado la meta de sus ambiciones. Las preeminencias que su posición le proporciona, son una compensación a las amarguras de su infancia, al abandono de su juventud y a las humillaciones del pasado.

Las impertinencias que la sociedad limeña ha de tolerarle, son una reacción típica, consciente o inconsciente, de su vida anterior.

No podemos creer que las relaciones Bolívar-Sáenz todo fue color de rosa. No lograron serlo, dados sus temperamentos, en los que no podían faltar las mutuas infidelidades que, en lo concerniente al Libertador, no se cuida de ocultar, como acontece con otra de sus amantes, Manuela Madroño, en Huaylas, en 1824.

Esto parece tolerarlo Manuela, en razón de la distancia; pero las que se cumplen en la propia ciudad, casi a sus narices, sí exasperan a “la amante loca”, como él solía llamarla, que prorrumpe en violentas explosiones de celos, con los consiguientes gritos, ataques y arañazos, que incluso obligan la presurosa intervención de los edecanes, para librarlo de estos furiosos accesos, que muchas veces dejaron huellas que lo hacían permanecer recluido en sus habitaciones por varios días, y al Estado Mayor a informar que su Excelencia sufría de un resfriado.

Como suele ocurrir en este tipo de relaciones, pasada la tempestad, era la propia “querida gata”, término cariñoso y hasta adecuado que igualmente le daba, la que se dedica a cuidarle en medio de las más solícitas atenciones, a los mismos males que ella misma le había causado.

Escenas como estas, son típicas en las parejas a quienes no une propiamente el amor, en el sentido espiritual de la palabra, sino un vínculo de pasión y de deseo. Quizás lo aquí referido llevó a Bolívar, el 20 de abril de 1815, a enviarle una carta desde Ica, donde le insinuaba la separación, diciéndole: “Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y el honor…. El deber nos dice que no seamos más culpables….”.

Libertadora y dominadora

La larga permanencia de Bolívar en Lima, sin otro motivo real que la grata compañía de su amante y el lujo de que disfrutaban los dos, fue ciertamente perjudicial a la Gran Colombia, en donde no se ignoraban las circunstancias en que transcurre esta etapa de su vida.

Ha regresado virtualmente a sus años de opulencia en Europa, poniendo oídos sordos a las llamadas que se le hacen desde la Nueva Granada y Venezuela.

Durante su estadía en Ecuador y Perú, Bolívar recibió de Santander los envíos necesarios de hombres, armamento, pertrechos y dinero que, haciendo ingentes sacrificios, le proporciona sin demora desde la Nueva Granada. De 6.000 americanos que lucharon en Ayacucho, 4.500 eran colombianos.

Así la actividad del Hombre de las Leyes y el aporte del país, hicieron posible la dotación de los ejércitos que obtuvieron los triunfos de Ayacucho, Junín y Pichincha. Pero, concluida la campaña, se considera como justa razón que Bolívar debía haber regresado a ejercer las funciones de Presidente titular de la Gran Colombia.

Esto fue lo que no pareció comprender, ya que sólo el 3 de septiembre de 1826, decide regresar a Bogotá, a donde llegó el 14 de noviembre, continuando el 21 a Caracas, para tratar de conjurar la separación de Venezuela, único acontecer que logró liberarlo de los brazos de su amada Manuela.

Si hubiera prestado oportuna atención a aquélla carta del Almirante Padilla, en la cual, al pedirle que regrese, le pregunta si en el Perú tiene “algo encantado o especial”, a la de Santander, en la que insistentemente le pedía que tomara a su cargo la dirección del Estado, posiblemente otra hubiera sido la suerte grancolombiana. Porque, cuando comprendió que sus deberes no estaban en el Perú, ya era demasiado tarde para evitar la conjura.

A la partida de Bolívar para Bogotá, Manuela permaneció en Lima disfrutando su recién adquirida posición, hasta la revuelta del Coronel José Bustamante, ocurrida el 26 de enero de 1827, hecho que le cuesta la detención y la reclusión, por segunda vez en su vida, en un convento. La abadesa, Agustina de San Joaquín, la recibe con explicable desagrado.

Y no era para menos: ni en su conducta moral, ni sus conocidas actitudes de revoltosa, la hacían persona grata en la austera apacible vida monacal. La Madre Abadesa y las monjas sabían muy bien que con Manuela andaba el mismísimo demonio suelto por los claustros.

Después de este episodio que constituyó para ella una nueva humillación y para los limeños un buen condimento para chismes y habladurías, viajó a Quito, donde se hospedó en casa de su hermano José María, habiendo tenido que soportar agravios por parte de gentes contrarias, tanto a Bolívar, como a su comportamiento.

Ya en enero de 1828, pudo respirar al fin los frescos aires de la altiplanicie, al ser recibida en Bogotá por el Libertador. Allí irá a residir en forma permanente, durante seis años.

La permanencia de Manuela en esta ciudad es, guardada proporciones, una repetición de su vida en Lima. Se instala con Bolívar en la Quinta que hoy lleva su nombre; se pasea por las calles, cabalgando en traje de húsar, en compañía de sus esclavas, haciendo desplantes a las damas que la detestan o la envidian, o a los mismos soldados, uno de los cuales, a pesar de saber quién era ella, estuvo a punto de matarla cuando le arrebató el “santo y seña” que llevaba en la punta del cañón de su fusil, como era costumbre. El tiro no llegó a tocarla.

No tenía reposo ni era amiga de la ociosidad

Por el contrario, preside reuniones en la Quinta, se entrega solícita al cuidado de su compañero, maneja documentos de Estado, reglamenta el acceso a la persona de Bolívar, y, según crónicas, coquetea sin mucho disimulo y con no poca frecuencia, con el doctor Ricaurte Cheyne, médico personal de la pareja.

Que Manuela compartía con el Libertador las cosas del Gobierno y con el facultativo las intimidades de la alcoba, no es una afirmación gratuita de nuestra parte. Así lo asevera Boussingault en sus Memorias. También afirma lo mismo del inglés William Wills, el cual solía tocar el violín en las gratas veladas.

Curiosa mujer esta, que entre los múltiples defectos que le halló a su marido, está precisamente el de ser inglés, pero que no la incomoda en manera alguna, cuando sus amantes tienen el mismo gentilicio de su bovino esposo.

Manuelita SáenzEn cuanto a las impertinencias a que ella está acostumbrada, no hizo de Bogotá una excepción, para lo cual frecuentemente se aliaba con la negra Jonatás, como lo veremos luego. Pero, entre 1824 y 1828 existe la misma distancia que entre Lima y Bogotá.

En la ciudad de los Virreyes, Bolívar era el Libertador, y en Bogotá ya era el Dictador, al menos para una buena parte de la opinión pública que así lo calificaba, luego de la fracasada Convención de Ocaña.

Y es que esa malhada asamblea, sin llegar a producir una carta que rigiera los destinos políticos de la naciente República, sí fue pródiga en desatinos, en rencores, e interferencias verbales y en desaciertos.

Según relata Cordobés, hay dos actitudes que muestran a qué punto de exaltación habían llegado Bolívar y Santander, en su forcejeo por imponerse en la Convención. En carta del primero al General Pedro Briceño Méndez, el 24 de marzo de 1828, le dice:

Dígale usted a los federales que no cuenten con patria si triunfan, pues el ejército y el pueblo están resueltos a oponerse abiertamente…..Creo que los buenos deben retirarse antes de firmar semejante acta”.

Por su parte, el segundo, en una acalorada sesión expresó: “Entonces habrá ver de lo que soy capaz, porque tengo corazón de tigre y duras entrañas de hiena”. Tan impresionantes términos movieron a don Joaquín Mosquera, según él mismo lo relata, a reconvenir a Santander al finalizar el debate, por tan desapacibles expresiones, lo que hizo que éste reconociera su desacierto.

Con cuánta razón Sucre, en carta a Santander le manifestó que los dos próceres se habían dejado afectar por un sentimiento local pernicioso a la República. Pero quedaría incompleta esta acotación sobre el estado de la ofuscación a que se había llegado, si no incluyéramos los bárbaros conceptos que expresa Páez, en carta a Bolívar:

Querido General: tenemos que confesar que Morillo le dijo a usted, en Santa Ana, una verdad, sobre que le había hecho un gran favor a la República en matar a los abogados, pero nosotros tenemos que acusarnos de haber dejado imperfecta la obra de Morillo”.

Y así, entre el que no aceptaba el derecho de patria para quienes profesaban ideas federalistas y el que tenía el corazón de tigre y las entrañas de hiena para los que no las compartían, se dividió, no sólo la Convención, sino también la opinión nacional.

El militarismo y el civilismo saltaban a la palestra. Una solución peregrina sirvió de cascabel a la dictadura, desconociendo la Constitución vigente desde 1821, como fue el acta del 13 de junio de 1828, suscrita por un grupo de padres de familia de Bogotá, coaccionados por los Generales Córdoba y Urdaneta, a la que se sumaron otras de diferentes poblaciones del país.

A su regreso el 24 de junio, Bolívar fijó su residencia en el llamado Palacio de San Carlos, en tanto que Manuela se trasladó de la Quinta a una casa próxima a la sede presidencial, ubicada junto a la plazuela del mismo nombre, cercana a la iglesia de San Ignacio, con sus esclavas, sus perros y sus gatos, a los que burlonamente daba los nombres de los miembros del Ejecutivo o de conocidos oficiales; esta residencia fue tomada en arrendamiento a don Pedro Lasso por un canon de $32.oo, y fue arreglada lujosamente con espejos, muebles, tapices y decorados.

Como consecuencia de los gastos ocasionados por la campaña que acababa de concluir, el país se enfrentaba a una verdadera bancarrota económica; había un asfixiante déficit de Tesorería; el comercio casi paralizado, y por los caminos, en penoso abandono, transitaban montoneras de soldados que, recientemente licenciados, sin recursos ni perspectivas de trabajo, cometían desmanes y depredaciones para proveerse de los medios de subsistencia.

El atentado septembrino

La agitación política es creciente, la opinión se ha ido dividiendo irreconciliablemente entre militares y civilistas, los dardos van y vienen, la prensa es implacable: “El Conductor”, dirigido por Vicente Azuero, y, “El Incombustible”, por Florentino González, abiertamente tildan a Bolívar de tirano.

Vienen entonces los altercados y ataques entre personas connotadas de los dos bandos. El Coronel venezolano José Bolívar agrede al doctor Azuero en plena calle, y el Coronel Ignacio Luque hace lo propio con el doctor González.

Se vive en un ambiente explosivo. A cada momento se habla de conspiraciones. Manuela está atenta a los rumores, indaga a través de sus amistades lo que ocurre en los altos círculos sociales y políticos, y por medio de sus esclavas, lo que el pueblo siente.

Organiza tertulias en su casa que, al calor del oporto, se alegran con las ridiculizaciones que hace Jonatás, su esclava favorita, de los encopetados personajes y damas de la ciudad, a quienes Manuela detesta cordialmente por censurarle su proceder.

La amante de su Excelencia sigue siendo la misma niña caprichosa y resentida de siempre, y por su parte, el pueblo bogotano reprueba su conducta al verla cada vez más envanecida con el poder, insoportable y altanera, como que llega hasta el extremo de cometer desplantes infamantes, como el fusilamiento en efigie del General Santander.

Así mismo las gentes tienen que soportar los atropellos de una soldadesca atrevida, constituida en su mayor parte por venezolanos, y a cuya cabeza está el General Rafael Urdaneta. Su mala voluntad hacia los granadinos era reconocida. “Personaje realmente siniestro, bajo las apariencias de un hombre culto”, dice el cronista Cordobés.

Y refiriéndose a la situación que se vive por estas circunstancias, no tiene ambages Joaquín Tamayo en calificarla como “soldadesca inmoral”. Por su parte, Mariano Ospina Rodríguez, dirá años después:

El predominio militar, en ese entonces, en especial por parte de los venezolanos, era verdaderamente insoportable, a diario los vejámenes y humillaciones a que eran sometidas las gentes, los que no figuraban entre los sostenedores de la dictadura”.

Como una paliativo, para suavizar la tensión imperante, se organizan corridas de toros y, a insinuación del General Pedro Alcántara Herrán, hasta una procesión con el retrato de Bolívar, rodeado de militares y personajes del Cabildo de la ciudad, manifestación que tuvo que ser suspendida por falta de concurrencia.

Mientras el polvorín está a punto der reventar, solamente Bolívar parece no darse cuenta de lo que está ocurriendo; cada día está más prendado de Manuela, y cada día dependiendo más de ella, de sus mimos, de sus caricias, de sus cuidados, imprescindibles ahora por su menguada salud, no presta la menor atención a los rumores de la tempestad que se avecina, seguro de la fidelidad de su ejército.

Era tan fuerte la confianza que tenía de su Ejército, que es conocido el incidente protagonizado contra una dama que, llegando al Palacio, trató de llegar a su presencia para informarle de ciertos detalles que conocía de las intrigas de sus subalternos.

El Libertador, visiblemente contrariado, ordenó que se retirara, lo cual no fue inconveniente para que la visitante diera algunos informes a Manuelita. Por su parte, la amante de su Excelencia, por el temor de perderlo, se torna en guardián constante de su amado, y en permanente vigilancia escruta e indaga cuanto le es posible; parece como si en su ser existiera su solo propósito, salvarlo a toda costa. Y a fe que lo consiguió, con audacia y arrojo, y en dos oportunidades, como vamos a verlo.

Desde el inicio de la dictadura, las protestas se habían centralizado especialmente en los círculos estudiantiles del Colegio de San Bartolomé, abiertamente partidarios del magnicidio, y en la recién fundada Sociedad Filosófica, que, presidida por el doctor Ezequiel Rojas, agrupaba la casi totalidad de los futuros conspiradores, cuya primera reunión había ocurrido en el almacén de Wenceslao Zuláibar, según lo relata Florentino González, uno de los asistentes.

Por su parte, el historiador Restrepo cuenta en su diario que en casa de doña Nicolasa Ibáñez de Caro, se daban cita conspiradores y enemigos del Gobierno, y que un asiduo concurrente a dichas reuniones era el General William Harrison, representante diplomático de los Estados Unidos y futuro presidente de su país, a partir de 1841.

Tema obligado de esas reuniones eran, además del régimen de facto, la controvertida Constitución Bolivariana, cuya aplicación se temía, así como la desacertada misión de Bolívar en Venezuela, en la cual, lejos de sancionar a los revoltosos separatistas, terminó colmándolos de lisonjas, honores y regalos, sentando con ello un futuro precedente.

Y en el epicentro del descontento y la conjura, como tratando de capitalizar sus resultados con algún fin específico se encuentra el enigmático personaje francés, doctor Juan Francisco Argamil, del cual nos hemos referido en un capítulo anterior. Refiriéndose a éste y a lo que acontece, dice, en sus Memorias, el científico Lolo Boussingault:

Sé todo esto, porque la dirección está en manos de un francés muy viejo, el doctor Argamil…., como de otro francés inteligente, Auguste Horment, y también de un oficial venezolano llamado Pedro Carujo”.

Ingresemos ahora al baile de máscaras celebrado el 10de agosto de 1828, en el teatro del Coliseo, con el cual se concluían los festejos del aniversario de la Batalla de Boyacá. Los conspiradores eran doce, -de acuerdo a lo referido por don Manuel Tenorio-, armados de puñales, con un distintivo especial para reconocerse unos a otros y que consistía en un sol pintado en el interior de su atuendo; el hecho de tratarse de un baile enmascarados favorecía a sus propósitos, que debían cumplirse al filo de la media noche.

Manuela tuvo conocimientos de lo que se fraguaba, y por todos los medios procuró disuadir a Bolívar para que no asistiera. Todo fue inútil, él debía hacerlo. El salón había sido lujosamente adornado; la orquesta, que estaba compuesta de un arpa, dos violines, un violoncelo y una corneta, ejecutaba contradanzas y minuetos que se bailan con la mayor animación.

El Libertador ha tenido una grata velada y momentos antes de la doce se encuentra en animada charla con el Coronel Fergusón, cuando Manuela trata de entrar, con el propósito de apartarlo del peligro.

Su intempestiva presencia fastidia tan profundamente a Bolívar, que a tiempo que exclama, “esto no se puede sufrir”, abandona el recinto sin despedirse de nadie, seguido por el General Córdoba, quien, dándose cuenta de lo ocurrido, va presuroso en su compañía.

La “amable loca”, con otra de sus acostumbradas impertinencias, acaba de salvarlo de una muerte segura, así él lo ponga en duda y su actitud sea, no sólo motivo de ira, sino de desavenencias que se prolongan por varios días.

Pero los conspiradores no se daban por vencidos y preparan un nuevo atentado para el 28 de octubre, día de la fiesta de San Simón, el que ha de anticiparse ante la infidencia que, en estado de embriaguez, hace uno de ellos, el Capitán Benedicto Triana, que es reducido a prisión el 25 de septiembre.

Esa misma noche se reúnen los complotados en casa de Luis Vargas Tejada, situada junto a la Iglesia de Santa Bárbara, luego de haber cenado apresuradamente en un bodegón denominado “La Fonda de los Paisas”.

Los complotados reunidos en la Fonda eran: Joaquín Acevedo, Ezequiel Rojas, Ignacio López, Rudecindo Silva, Auguste Horment, Juan Hinestroza, Rafael Mendoza, Pedro Carujo, Teodoro Galindo, Emigdio Briceño, Wenceslao Zuláibar, Mariano Ospina, Florentino González, Celestino Azuero y Miguel Acevedo.

El Coronel Ramón Guerra, importante pieza en la conjura, había defeccionado esa misma noche, con perjuicio de los restantes, cambiando la misión que le había sido asignada por una partida de tresillo, en casa del Ministro Castillo y Rada.

El temor a ser detenidos los lleva a actuar de manera inmediata y, como suele ocurrir, en medio de la mayor seguridad, contando con el factor sorpresa y el apoyo de cien hombres de la tropa que forma la brigada de artillería, al mando del Capitán Rudecindo Silva, y los que tenían que enfrentarse a 1.100 veteranos del Batallón Vargas y de los granaderos montados.

La desproporción no admite comentario alguno, y más si se tiene en cuenta que 17 soldados al mando de Pedro Carujo, a los que sumaban Azuero, Acevedo, González, Zuláibar, Horment, López y Ospina, debían marchar sobre el Palacio de San Carlos, residencia de Bolívar.

La reunión de los conjurados fue breve. Se pronunciaron cortos discursos de fogoso contenido y frases denigrantes contra “el tirano” y como Vargas Tejada tenía arrestos poéticos, en su intervención no podían faltar los versos. Así, al finalizar su arenga, echó a rodar esta estrofa, que trascribimos como detalle pintoresco:

“Si a Bolívar la letra con que empieza, y aquella con que acaba le quitamos, / oliva, de paz símbolo, hallamos. / Esto quiere decir que la cabeza / del tirano y los pies cortar debemos / si es que sólida paz apetecemos”.

En la vieja casona de San Carlos todo era paz y tranquilidad. Ni la más mínima sospecha se tenía sobre el drama próximo a vivirse en esa noche de luna llena y de calles vacías y sin vigilancia alguna, circunstancia que favorecía, y de qué manera, a los planes de los conspiradores.

Esa noche, que se iniciaba con algunas lluvias, concluiría con inesperada tormenta: la primera, producto de la naturaleza, la segunda, fruto de las incontrolables pasiones humanas.

El palacio y sus muebles habían sido comprados por el Gobierno a los señores Juan Manuel y Manuel Antonio Arrubla. Así mismo, y para uso de Bolívar se había adquirido un coche pintado de amarillo y negro, con cubierta para los asientos traseros y zaga para los lacayos de honor, el cual prestó sus servicios hasta 1874.

Bolívar no se encontraba muy bien de salud y por consiguiente había pasado el día despachando solo cosas muy urgentes; al atardecer envió a su mayordomo José Palacios con un mensaje para Manuela, que decía:

Estoy con una horrible jaqueca, por favor ven”, a lo cual ella respondió que igual se encontraba indispuesta, y que por consiguiente no iría.

Pero, ante el segundo mensaje en que le manifestaba: “Por favor, ven en seguida, te necesito”, partió apresurada para el Palacio, en compañía de su inseparable esclava Jonatás, cobijada con un chal y calzando zapatos dobles para prevenirse de los efectos de la intensa lluvia que caía en ese momento. Ya veremos la importancia que cobraron esos zapatos horas más tarde.

La libertadora del Libertador

Una vez que Manuela llega a San Carlos, acompañó a Bolívar a tomar un baño con agua tibia y luego de leerle un rato y de platicar sobre una posible revolución que se preparaba y de la cual Bolívar manifestó que, “ya no habrá nada”, se recogieron en la habitación ubicada junto a la sala de recibo, sin más precauciones que colocar su espada y sus pistolas en la cabecera de la cama.

En Palacio sólo residía, además de los dos amantes, seis personas más, incluida la servidumbre. La guardia estaba al cuidado de 20 hombres, al mando del Capitán José Antonio Martínez. A este respecto, expresa Joaquín Tamayo:

“El hecho de ser los centinelas de San Carlos soldados chilenos y peruanos, su jefe, un venezolano, subalterno de un Coronel irlandés, señala la desconfianza que traía el Libertador acerca de la tropa y los oficiales neogranadinos”.

Ya cerca la medianoche llegaron los conjurados y sigilosamente penetraron por la puerta principal que estaba abierta; Horment fue el primero en entrar, hirió de muerte a un centinela, en tanto que Azuero hacia lo mismo con otro. Carujo, con los soldados dominó el resto de la guardia que se encontraba dormida, pero sin cuidarse de vigilar la parte norte del edificio.

Una vez sometida la guardia, se dirigieron a las habitaciones del Libertador, quien, oportunamente despertado por Manuela, ya se hallaba en pie. Su primera reacción fue tomar las armas y abrir la puerta.

Esto hubiera sido un suicidio, a lo cual se opuso Manuela, quien no obstante la gravedad del momento, conservó la calma, al tiempo que le decía, señalando la ventana de la alcoba:

— “Usted no le dijo a don Pepe París que esta ventana era muy buena para un lance de estos?”.

Y luego de cerciorarse de que la calle estaba desierta, le instó a saltar por la ventana, calzado con los mismos zapatos que, para protegerse de la humedad, ella había llevado aquella noche.

Al caer a tierra, Bolívar, que no había abandonado sus armas, alcanzó a oír la voz de la amante que le indicaba: “Al Batallón Vargas, por el Carmen”, Bolívar estaba a salvo. Manuela había logrado salvarlo por segunda vez, y en el momento preciso.

Un minuto más y hubiera sido demasiado tarde, por cuanto los conspiradores ya forzaban la puerta que estaba próxima a ceder, y, ese fue el instante que ella supo aprovechar para enfrentárseles con gran seguridad, diciéndoles que su Excelencia estaba en la Sala del Concejo. El tiempo que ellos emplearían en verificarlo, era precisamente el que necesitaba el fugitivo para alejarse del peligro.

A todas luces es admirable la serenidad de Manuela que, en instantes tan dramáticos, planeó una estrategia perfecta en todos sus detalles. Indudablemente este acto de valor y lealtad ilumina con gloria la imagen de tan singular mujer.

Cuando los conjurados se dieron cuenta de que habían sido hábilmente burlados, regresaron a la alcoba y Pedro Carujo la agredió, siendo reprendido por Horment, según unos, o por Florentino González, según otros. Tal es la versión oficial de lo sucedido, basado en el relato hecho por la misma Manuela a O´Leary, a petición expresa de éste, en carta fechada en París el 10 de agosto de 1850, esto es, seis años antes de la muerte de esta insigne mujer.

Decimos que es la versión oficial, en atención a que algunos historiadores sostienen que lo del famoso salto desde una altura, no inferior a dos metros, fue una farsa, por cuanto Bolívar se salvó, escondiéndose en el interior de un retrete; y basan su afirmación en la sencilla razón de que mal podía ocurrírsele abandonar la residencia en la forma ya descrita, sin tener la seguridad de que las vías adyacentes al Palacio se encontraban libres de conjurados, lo cual era imposible de verificar en esos instantes cruciales.

Además, si la guardia de 20 hombres había sido tan fácilmente dominada, se podía presumir que el número de los asaltantes era considerable, lo cual hacía pensar que se hubieran apoderado, no sólo del interior de San Carlos, sino también de sus alrededores.

Siguiendo la ruta que le señalara la “amable loca”, y sin más compañía que su sirviente José María, con el que ocasionalmente se encontró en su huída, llegó Bolívar al puente del Carmen sobre el río San Agustín, bajo el cual se refugió.

Más de tres horas duraba la penosa expectativa, cuando inesperadamente, al sitio donde se hallaban refugiados llegó una patrulla, comandada por el General Pedro Alcántara Herrán, la cual había sido destacada con el fin de localizarlo.

Bolívar, al darse cuenta de ello abandona el escondrijo y ya, en la madrugada, llega a la Plaza Mayor, donde se encontraban Santander, Urdaneta, Córdoba, París, Vélez y una gran cantidad de gente que lo recibió con entusiasta ovación. Profundamente conmovido y lastimado en su orgullo, Bolívar demostró su abatimiento con lágrimas abundantes.

Debemos anotar que este llanto, del cual fueron testigos presenciales los personajes citados, demuestran el grado de quebranto anímico que sufría Bolívar, porque no de otra manera puede calificarse tal explosión síquica, que no guarda proporciones con el temple de un hombre curtido en los combates, saturado de honores y ahora castigado por la adversidad.

Refiriéndose a lo ocurrido en la Plaza, dirá Manuela: “Allí encontré al Libertador a caballo, hablando con Santander y Padilla, entre mucha tropa que vivaba al Libertador. Cuando regresó a la casa, abrazándome dijo: “Tú eres la libertadora del Libertador”.

Con este título Manuela entró en la historia de Colombia, con la aureola de las heroínas, no para la veneración, como dicen algunos historiadores, sino para la admiración, pues siempre tratamos de no perder los estribos de las proporciones.

Que Bolívar no disponía ya de vigor físico para hacer frente a una agresión, plenamente lo demuestra el relato que sobre su quebrantada salud nos hace Cordobés, recibido de labios de su padre, una de las pocas personas que el 26 de septiembre tuvieron acceso al Padre de la Patria, con el fin de expresarle su solidaridad ante los hechos ocurridos la noche anterior.

Bolívar, envuelto en su capa, sentado en uno de los sofás que hoy están en uso en el Ministerio del Tesoro, con una pierna sobre la otra, cruzados los brazos y la cabeza inclinada sobre el pecho, imprimiéndole a veces movimientos indicativos de duda y vacilación, como sucede a las personas que están bajo la influencia de algún suceso funesto; apenas respondía con monosílabos, porque la tos persistente lo tenía muy fatigado, además del estado febril que se le notaba en la fisonomía demacrada, con la mirada inquieta y brillante.

Lo anterior resulta ciertamente impresionante, si se tiene en cuenta que por aquellos días contaba con sólo 45 años de edad. Pero a juzgar por el relato, era su aspecto el de un hombre aquejado por la senilidad. El desgaste de su temperamento nervioso, las agobiantes jornadas de la vida castrense, el trabajo mental y la desaforada conducta sexual, habían minado su salud y agotado su resistencia que pareció en una época invulnerable a la fatiga.

Es epílogo obligado de toda fracasada conspiración la fuga de los comprometidos y la venganza de los vencedores. Y el episodio septembrino no fue la excepción. Si bien Bolívar inicialmente manifestó, “no deseo saber quiénes son mis enemigos”, y hasta hizo llamar, en esa madrugada, al señor Castillo y Rada, Presidente del Consejo de Ministros, y le ordenó redactase un decreto resignando en dicho organismo toda la autoridad, convocando de inmediato el Congreso que sólo debía reunirse el 2 de enero de 1830, y le pedía que expidiera así mismo otro de indulto a los conjurados, según expresó, sólo le interesaba conocer el nombre de su jefe, los buenos propósitos no pasaron de la primera emoción.

No obstante que los sentimientos del Libertador habían contado con la aprobación de Castillo, no fueron del agrado de Urdaneta, el cual convocó la oficialidad a los batallones Vargas y Granaderos, que presionando insistentemente, obtuvo una revocatoria a lo proyectado, forzando de esta manera al Libertador Presidente a continuar en el gobierno, a tiempo que decía: “Que se cumplan pues las leyes, no teniendo, por consiguiente, lugar la reunión del Congreso”, así lo señala el General Joaquín Posada Gutiérrez.

Se acababa de cometer un grave error político por parte del partido militarista, en el que había salido ganando Urdaneta, verdadero árbitro de la situación, a partir de este momento. Si la reacción inicial de Bolívar había sido de generosidad, la subsiguiente fue de angustia y amargura tales, que no llegó a sobreponerse, sumándose así a sus padecimientos físicos la tortura moral.

Por otra parte, Manuela experimentó desde el primer momento un profundo sentimiento de odio hacia los subversivos, que sólo podía satisfacerse con una rígida aplicación de la justicia, lo cual era compartido por Urdaneta.

Pero, en otro aspecto coincidían los dos, y era en un pérfido deseo de hallar algo que les permitiera probar la intervención del General Santander en el atentado, así fuera sobre la base deleznable de simples indicios, con el fin de descargar sobre tan ilustre prócer todo el peso que el decreto del 23 de febrero de 1828, con fundamento en el cual debía juzgarse, lo permitiera.

Inicialmente Bolívar se opuso a cualquier injerencia de su amante en la investigación, así fuera simplemente para identificar a quienes habían entrado a Palacio esa noche. Pero luego cedió, permitiendo que ella interviniera en la instrucción de los procesos, lo cual demuestra muy claramente hasta dónde había llegado su decaimiento anímico, ya para aquellos días.

Por obra de Urdaneta, que aplicó una justicia puramente vindicativa, y de Manuela, que sometió a buena parte de los acusados a responder la pregunta de qué relación había tenido el procesado con el Hombre de las Leyes, ninguno declaró algo que pudiera comprometerle, no obstante las presiones que para tal fin se ejercieron, o las consultas tendenciosas que Manuela formulaba.

Su intromisión en el juicio de los conjurados es una página turbia de la historia colombiana, como que sólo sirvió para que se cometieran abusos y se enlodara el proceso, quedando en éste, como en todos los actos de su vida, la huella de sus desbordantes pasiones y el influjo de sus profundos resentimientos, que en es este caso únicamente quedarían parcialmente satisfechos, cuando el 15 de noviembre del mismo año, ve salir, profundamente abatido, camino del destierro, al General Santander, bajo la custodia del oficial Jenaro Montebrune, mercenario napolitano, amigo de Manuela, a quien ella exigió que durante el viaje tratara de obtener del condenado alguna infidencia.

Tal era la situación del hombre, entre cuyos ascendientes se contaba el Conquistador Diego de Colmenares y la hija del Cacique de Suba.

Fue singular la situación del General Santander en estos cruciales momentos, porque al mismo tiempo que una mujer agota todos los recursos para condenarlo, otra procede en forma similar, pero para salvarlo; se trata de Nicolasa Ibáñez, la cual, pocos días después de atentado, en carta dirigida a Bolívar, le dice:

Bien conoce S. E. el objeto de esta carta, únicamente la amistad; Santander es quien me obliga a molestar a Vm, y le hablo con la franqueza y con todo mi corazón, si no estuviera convencida del modo de pensar de este hombre y lo incapaz de cometer una felonía, no sería yo la que hablara por él, no, esté seguro de esto.

Detesto un corazón cruel y un alma baja. Santander es honrado y sensible. General, yo no quiero más sino que usted mande poner en libertad a este hombre desgraciado que no sufra la pena de un criminal y que inmediatamente salga para los Estados Unidos, fuera del país, yo soy la que descanso de tantos pesares.

Espero este favor de Vm y no puedo menos que esperarlo, al mismo tiempo confío en Vm me dispensará cuando considere a lo que obliga la amistad y que este bien quedará grabado en el corazón de la más infeliz y afma amiga de Vm”.

Si tenemos en cuenta la prestancia de Nicolasa y su influjo social, es lícito pensar que sus gestiones no fueron estériles, porque bien pudieron contribuir a que Santander fuera liberado del patíbulo.

Por su parte, Bolívar, refiriéndose a la conmutación que de la pena capital por la del destierro hiciera el Congreso, en carta del 16 de noviembre dirigida al General Briceño Méndez, le dice:

“En adelante no habrá justicia para castigar al más atroz asesino, porque la vida de Santander es el perdón de las inmunidades más escandalosas”, y posteriormente agrega, refiriéndose a los ajusticiamientos de Piar y Padilla, al compararlos con el indulto de Santander:

“Dirán, con sobrada justicia, que yo no he sido débil sino en favor de ese infame blanco, que no tenía los servicios de aquellos famosos servidores de la Patria”.

Pero, no solamente al gigante se persigue en este momento. También a cualquier persona que en su desgracia le preste ayuda o se compadezca de él. En efecto, llegado a Cartagena y condolida de su situación la distinguida dama, doña Vicenta Narváez de Gutiérrez de Piñeres, viuda del prócer y signatario del Acta de Independencia de la Ciudad Heroica, doctor Germán Gutiérrez de Piñeres, al enterarse de la penosa situación de Santander en la prisión de Bocachica, le envió drogas, alimentos y algunos muebles.

Urdaneta, al saberlo, inmediatamente dispuso la expulsión del país de esta apreciada señora, sin que valiera su parentesco cercano con el Doctor José María del castillo y Rada, uno de los más fervientes bolivarianos y adalid de sus partidarios en la Convención de Ocaña.

Ciertamente las consecuencias de la noche septembrina habían trastornado profundamente al Libertador, cuando llegó a expresar, en forma tan hiriente, de quien había sido su más ferviente colaborador en lo militar, lo administrativo y lo político, y cuya culpabilidad jamás pudo ser demostrada en el proceso que siguió a la conjura.

Tiempo después y ya con ánimo más sereno, o tal vez como una rectificación a lo dicho contra el Hombre de las Leyes, expresará el Libertador: “El no habernos compuesto con Santander es lo que nos ha perdido a todos; volví a ver claro, aunque ya demasiado tarde”.

Comienza el fin de Bolívar

Para los amantes que se han trasladado a Quito, el año 1829 transcurre en medio de la preparación del Congreso Admirable, de las intrigas de la política internacional, del alevoso ataque peruano y de las veleidades monárquicas de algunos ministros encabezado por Urdaneta, en quien Bolívar ha delegado buena parte de sus funciones.

Este año no podía ser una excepción, ni en las obligadas separaciones, ni en la constante agitación que caracterizó sus vidas, desde el mismo instante en que los dos se conocieron, ni en la paulatina decadencia que mostraba la salud de Bolívar.

Días después, cuánto añorarían el uno las caricias de la otra, no haber logrado disfrutar a plenitud en 1829 aquello que los dos siempre añoraron, pero que por el capricho del destino, nunca alcanzaron, esto es, una apacible intimidad hasta la cual no llegaran las repercusiones de los aconteceres nacionales.

Después de haber concluido la campaña contra el Perú con la contundente derrota del Portete de Tarquí, y después de la instalación del Congreso, que llamó Admirable, en razón de las calidades humanas de sus integrantes, y de los cuales tanto esperaba la República, por última vez, el 15 de enero de 1830, Bolívar hizo su entrada a Bogotá.

No obstante, que en la organización del recibimiento no se había omitido el menor detalle, ni faltaron en él los acostumbrados repiques de campanas, toques de clarines y salvas de artillería, así como una considerable afluencia de público, no reinaba en el evento la menor animación.

El pueblo se limitaba a ver pasar el cortejo integrado por los funcionarios del Estado y los militares que, bajo los arcos de triunfo adornados con abundantes gajos de laurel, sin prorrumpir en las espontáneas aclamaciones de otros tiempos, lucían ufanos sus condecoraciones. El acontecimiento, más que un saludo, semejaba una despedida, el adiós del último homenaje que se le rendía al Libertador.

Bastaba con observar un instante a Bolívar, para comprender su situación, y esto fue lo que advirtieron los asistentes, su fin se hallaba próximo. Las labores realizadas en los últimos días, parecían haber consumido las escasas fuerzas de un organismo, que, carcomido por la tuberculosis, se iba desintegrando lenta y penosamente.

Posada Gutiérrez nos describe este doloroso cuadro: “Cuando Bolívar se presentó, vi algunas lágrimas en sus ojos; pálido, extenuado, sus ojos tan brillantes y expresivos en sus bellos días de gloria, ahora se ven apagados, su voz honda, apenas perceptible; los perfiles de su rostro, todo, en fin, anunciaba en él la próxima disolución de su cuerpo y el cercano comienzo de su vida inmortal.”.

Bolívar renuncia al cargo de Presidente

Cinco días más tarde, ante el Congreso en pleno, personalmente presentó la renuncia de su cargo. Su entrada al recinto, atestado de pueblo, estuvo rodeada de un expectante y respetuoso silencio.

El Libertador, con voz cavernosa y fatigada, pronunció las esperadas palabras de su dimisión como Presidente de la República. La tormenta que se agilaba en su espíritu agobiado, tradujo en frases angustiadas un sentimiento de reproche hacia los que lo habían abandonado en el ocaso de su vida, y una súplica desesperada por la salvación de la Patria, construida con el filo de su espada y el idealismo de su corazón, le hizo brotar la siguiente frase, que adolorida salió de sus labios:

"La República será feliz si al admitir mi renuncia, nombráis de Presidente un ciudadano querido y respetado por la nación; ella sucumbiría si os obstináis en que yo lo mandara. Oíd mi súplica: salvad la República, salvad mi gloria, que es de Colombia. Para siempre, cesaron mis funciones públicas”.

Bolívar no pudo concluir la petición que el Congreso le hizo de mantenerse en el mando hasta que fuera aprobada una nueva Constitución; su salud ya no se lo permitía, y fue así como, luego de su separación definitiva del poder, el 1° de marzo, decidió viajar a una casa campestre situada en las inmediaciones de Fucha, para buscar un poco de tranquilidad y un alivio para sus quebrantos físicos.

Los siguientes días que antecedieron a su partida hacia la muerte, fueron de inusitada agitación y grandes amarguras para Simón Bolívar. Diariamente era visitado por sus amigos que lo iban enterando de los acontecimientos.

El Congreso, en medio de agitados debates, logró aprobar una nueva Carta Constitucional y elegir, a finales del mes de abril, a don Joaquín Mosquera, como Presidente de la nación y como Vicepresidente, al General Domingo Caicedo.

Cada vez las noticias eran más impactantes en torno a la desmembración definitiva de la Gran Colombia, que al fin se produjo. Y fue entonces cuando, Venezuela, la patria del Libertador le dio la espalda, expatriando al General Bolívar de su casa, borrando su nombre de la lista de sus héroes y decretando su destierro.

Indudablemente este hecho fue el más duro golpe para el corazón del héroe, cuya máxima ilusión fue la unidad de los pueblos grancolombianos. En medio de semejante caos político, él mismo se dio cuenta de que su presencia en Bogotá era ya un motivo de agitación, aunque no lo quisiera.

Ya, para ese entonces, Manuela estaba nuevamente instalada en la Quinta y Bolívar disfrutaba de su amorosa solicitud, siempre dispuesta a reanimarlo, física y moralmente. El Libertador, luego del atentado septembrino, pasaba las noches nervioso y agitado, prácticamente el sueño no lo acompañaba.

En los cortos ratos en que lograba conciliarlo, experimentaba frecuentes crisis y un constante desasosiego. La “amable loca” redoblaba sus cuidados y sin demostrar fatiga alguna le leía, junto al lecho, las obras preferidas de su amado, o el preparaba infusiones de manzana, lechuga u hojas de coca, que eran los recursos de la farmacia casera, para compartir el insomnio.

Van Hagen, en su obra “La Amante Inmortal” describe así el estado lamentable de la salud del héroe: “Manuela nunca lo había visto como ahora; no solamente estaba enfermo, sino que se mostraba indiferente a todo. Los médicos acudían cada vez con más frecuencia, pero nada podían hacer frente a aquella tos profunda, convulsa y devastadora. Después de un acceso de tos, Bolívar quedaba tendido, con la palidez de la muerte, mientras Manuela le limpiaba los labios, contaminados con una espuma sanguinolenta”.

Últimos días de Bolívar en tierras colombianas

Llegó el momento en que el Libertador tomó la resolución definitiva de ausentarse del país para siempre. Así se lo manifestó al Parlamento, en un mensaje que le dirigió y en el cual renovó su llamamiento vehemente a la unidad y la concordia.

“El bien de la Patria, -decía- exige de mi el sacrificio de separarme para siempre del país que me dio la vida, para que mi permanencia no sea un impedimento a la felicidad de mis conciudadanos”.

Tomada la determinación, inició los preparativos de su viaje. No sabia propiamente hacia dónde se encaminaría, y presumiblemente este fue el tema de prolongadas conversaciones con Manuela, en la intimidad de varias noches.

A veces se decidía por Europa, y otras por las Antillas, Jamaica, preferiblemente. En sus charlas hacia alegres castillos en el aire, soñando con días tranquilos, con una salud ya recuperada, rodeado por el afecto de gentes amigas y en el goce de un idílico ambiente de amor y fortuna.

Sin embargo, había una realidad penosa y grave: no contaba con dinero suficiente para un futuro que se insinuaba incierto y oscuro; había que conseguirlo, porque aún cuando el Gobierno granadino le había asignado una pensión, las arcas del Libertador estaban casi vacías.

Luego de la confiscación de sus bienes por parte del gobierno de su país natal, Venezuela, el mejor patrimonio que le quedaba era la Quinta. Sin embargo, en un gesto que lo enaltece, muy explicable en su generosidad, Bolívar no vaciló en obsequiársela a su entrañable amigo, don José Ignacio París, como consta en el correspondiente documento, suscrito en esos días.

Y algo curioso y digno de anotarse. Don Pepe, como familiarmente lo llamaba, traspasó este regalo a su linda hija, la cual, confidencialmente, llevaba también el nombre de Manuelita. Entonces, como último recurso, Bolívar tuvo que acudir a la venta de su rica vajilla de oro y plata.

De los armarios fueron saliendo las relucientes piezas, cuyo brillo hizo añorar a los dos amantes los grandes momentos de esplendor sepultados para siempre en el pasado. La vajilla que tuvo que ser un obra de exquisito gusto, fue a parar a los crisoles de la Casa de Moneda que pagó por ella la suma de $17.000. Con ese dinero, el Libertador debería sufragar los gastos de su subsistencia en los días por venir.

Así llegó la noche del 7 de mayo de 1830, vísperas del viaje final hacia un destino ignorado. Ya todos los preparativos estaban cumplidos. José Palacios tuvo a su cuidado buena parte de ellos. ¿Qué ocurrió en las últimas horas de intimidad entre los dos amantes?

Es posible que poco hablaran, porque ambos sentían la presencia de una tremenda soledad. Cualquier frase, cualquier comentario resultaban dolorosos, era como echar ácido sobre la carne viva de una herida.

La Quinta estaba ya sumida en la oscuridad. En la entrada, un par de faroles alumbraban con tonos anémicos la ancha puerta. Bolívar se mantenía obstinadamente callado, teniendo entre sus frías manos, las finas y calientes de Manuela, quien de vez en cuando le acariciaba suavemente la cabeza, o le tomaba la temperatura.

En las horas del brumoso amanecer, frente a la casona lo esperaba un grupo selecto de amigos que lo iba a acompañar un par de leguas en su penoso viaje, y el cual estaba compuesto por compañeros de armas y personalidades de la sociedad bogotana.

La comitiva marchó a paso lento hasta el sitio de Piedras, donde se detuvo al ser alcanzado por un posta que le hizo entrega al Libertador de una sentida carta de despedida que le enviaba el Mariscal de Ayacucho.

Para evitarse en tan duros momentos el postrer abrazo de su entrañable amigo, Bolívar le había dado una hora de partida diferente a la fijada para el viaje. La breve detención fue aprovechada para el lustre viajero para apearse y decir adiós a sus acompañantes, muchos de ellos, no obstante ser hombres curtidos por los rigores de largas campañas, no pudieron ocultar ni su emoción, ni sus lágrimas.

Bolívar montó trabajosamente en su cabalgadura y en compañía de su escolta se esfumó por el tortuoso camino que conducía a Honda, donde fue objeto de un cordial recibimiento. El General Joaquín Posada Gutiérrez, en cuya casa se hospedó, preparó el champán y las provisiones para el recorrido que haría días después por el río Magdalena hasta Barranquilla, merced al generoso aporte de la ciudadanía.

Mientras tanto, ¿qué hacía Manuela en Bogotá?: Bolívar, al tiempo que la llamaba “mi adorable loca”, muchas veces, ante la intrepidez de este mujer admirable, le decía “mi adorada gatica”; su alma tenia temple de fino acero; ella no estaba hecha para romanticismos ni añoranzas.

El pensamiento de esta mujer varonil no buscaba otro objetivo que el de recuperar a su hombre, a su único y verdadero amor, para restablecerlo en la plenitud del poder. Desde la partida de Bolívar, Manuela no tuvo minuto de reposo, visitaba a los amigos de la causa bolivariana, indagaba, consultaba, animaba y atizaba la llama de un movimiento subversivo que restaurara el dominio político.

Su casa, la misma donde la situó el Libertador en enero de 1828, se convirtió en la cédula vital de ese propósito desesperado que se basaba en la convicción de que solo el regreso del amante podría salvar el futuro de la convulsionada República colombiana, ya que su propia patria lo había expulsado de su seno.

Bolívar, en medio de las peripecias del viaje, intuí lo que estaba ocurriendo en el altiplano. Conocía muy bien la clase de mujer que era Manuela, sus bríos, su tenaz voluntad, su arrojo y su audacia. Temía por su suerte y por la suerte del país que con tanto amor lo acogió y al que veía dando tumbos en semejantes turbulencia.

Por eso, a su paso por Guaduas, le envió una carta apremiante, en la cual le decía: “Amor mío, mucho te amo, pero más te amaré si tienes ahora más que nunca, mucho juicio; cuidado con lo que haces, pues si te pierdes tú, nos perdemos ambos. Siempre seré tu más fiel amante, Bolívar”. ¿Fiel amante?.- Hechos inmediatos convierten la parte final de la misiva en una ironía, como vamos a verlo.

Anita, un amor que renace en un hombre que muere

Durante la campaña de 1812, Bolívar había conocido en Salamina, pequeño puerto ribereño del Magdalena, a una francesita de 17 años llamada Anita Lenoit, quien vivía allí con sus padres y, como ellos, era emigrante que había venido a América empujada por el turbión de la revolución.

En ese entonces, él contaba con 28 años y anhelaba, en la soledad de ese pueblito, casi anónimo, compartir la alcoba a con una atractiva mujer que le hiciera revivir los fogosos años del romántico Paris de su primera juventud.

Se conocieron y en cinco días prendió la llama de una pasión voluptuosa que fundió a los dos en las delicias de frenéticas intimidades. La guerra impuso su mando, y el guerrero se alejó de su adorada Anita, dejándola llorosa y triste bajo la sombra de los cocoteros de la orilla.

Días más tarde y continuando la campaña del Magdalena, las fuerzas patriotas, en reñido combate, se tomaron a Tenerife, y cuando las candelas de los incendios se oscurecían y el Libertador paseaba triunfante por las calles de la población, se estremeció su alma al encontrarse de frente con la atrevida francesita que le confesó, sin rodeos, que había hecho tan arriesgado viaje, al no poder soportar la separación. Ella confiaba en que algún día se haría realidad el matrimonio que él le había prometido, en los arrebatos de las tibias noches de Salamina.

Pero la guerra seguía su curso, sin poder dar lugar al cumplimiento de la promesa, la cual obligó a Anita a embarcarse de nuevo para retornar al hogar en la perdida población. Bolívar la despidió entre caricias y lágrimas, renovando esta promesa que nunca pudo cumplir.

Con esta ilusión cultivada en las intimidades de su ser, vivió Anita Lenoit hasta 1830, cuando tuvo noticias de que quien le había vibrar el corazón en los deleites del amor, había llegado a la población y que la andaba buscando.

En efecto, el champán que transportaba al Libertador había llegado al caserío de Punta Gorda, donde se detuvo brevemente. Él sabía que por esos contornos aún vivía la francesa de los tiempos lejanos, e hizo que un oficial bajara a tierra a averiguar por ella.

No se obtuvo ninguna noticia y la embarcación siguió hasta Barranca Nueva, en donde Bolívar continuó rumbo a Cartagena. Anita ya no vivía allí, sino en Tenerife, el puerto que tan bellos recuerdos brindaba a su espíritu, y fue en él precisamente donde se enteró de lo ocurrido.

Sin pérdida de tiempo hizo los preparativos necesarios para seguirlo, con la esperanza de unirse a él. Todo fue inútil. Al llegar a la heroica supo que el Libertador estaba en Santa Marta.

Ello no destruyó las esperanzas de Anita, que a la sazón tenía 35 años; habían corrido 18 y aún conservaba las ilusiones de ser la esposa del padre de cinco patrias, como lo denomina Cornelio Hispano.

La francesa no vaciló en continuar la marcha tras el hombre de sus sueños. Con ansias trató de hallar una embarcación que la llevara, pero no consiguió su propósito; entonces, en penoso viaje de un día llegó por tierra a Barranquilla, donde la fatiga la redujo al lecho.

Días después y ya ligeramente recuperada, reanudó su odisea hasta cuando, el 18 de diciembre, llegó a Santa Marta, pero ya demasiado tarde, pues Bolívar había fallecido el día anterior, 17 de diciembre.

La soledad del Patriarca

El hombre, que le dio la libertad a medio continente, que escaló los peldaños de la fama, y que descendió luego a las profundidades de la adversidad, y con el deseo de liberarse a sí mismo de la soledad en que se encontraba, solitario y vencido, había llegado a morir en una ciudad que fue hostil a sus ideales.

Amó y fue amado por muchas mujeres, y en su agonía no logró la consoladora caricia de ninguna de ellas. Las únicas manos que estrechó en el trance final, fueron las de su amigo, el médico Alejandro Próspero Reverend.

El conmovedor episodio de la vida de Anita Lenoit, quien a partir de tan dramático momento se pierde vista en la penumbra del tiempo, es relatado así por Cornelio Hispano, en un capítulo de su obra “Vida Secreta de Bolívar”.

“El 20 se hicieron los grandes funerales….En medio de las enlutadas y llorosas mujeres, que por aquel camino sombreado acompañaban al féretro, murmurando oraciones, iba una extranjera adulta, hermosa todavía a pesar de la mortal palidez de su semblante. Llevando un cirio en la mano derecha y en la izquierda una corona de “inmortales”

Hay un interrogante en el ocaso bolivariano que no ha tenido respuesta: ¿Por qué el Libertador dejó a su amante, su amada Manuela, en Bogotá?; no son causas justificadas, ni la carencia de recursos, como lo demostró en su testamento con el legado que dejó a su mayordomo José Palacios, ni la perspectiva de que ella permaneciera en la capital, con el propósito de que organizara un movimiento político para restablecerlo en el poder.

Entonces, solamente cabe pensar que, antes de poner el pié en el estribo para emprender su viaje definitivo, su pensamiento y su corazón estaban enfocados en encontrar a Anita Lenoit.

Respecto a su “amable loca”, sus empeños políticos no cejaron y cristalizaron con el movimiento del General Rafael Urdaneta, que derrocó el gobierno legítimo del Presidente Mosquera.

Con todas sus fuerzas y sacrificando la casi totalidad de sus bienes, había participado en esta conjura; empeñó sus joyas, vendió cuadros y muebles y entregó esos dineros a la causa de sus ambiciones.

Manuela se sentía orgullosa de su triunfo y la autora de este golpe que, al llevar a Urdaneta al poder, le daba la certeza de retornar muy pronto al Palacio, asida al brazo de su Excelencia.

Qué importaba haber sacrificado la mayor parte de su fortuna, si a este precio recuperaría, en corto tiempo, la felicidad que parecía haber perdido para siempre y podría mirar orgullosa y vengativa la derrota de sus enemigos?

La varonil mujer apresuró la realización de sus ambiciosos planes y envió a Santa Marta al General Luis Perú de Lacroix, con el encargo de regresar con Bolívar.

Corrieron los días de ansiedad y confiadas esperanzas

Una tarde, la negra Jonatás recibió un posta que le entregó una carta; con manos temblorosas y creciente angustia, Manuela rompió el sobre; era del oficial francés que había enviado días antes en busca de su amado.

El corazón de la mujer pareció romperse en el fondo de su pecho. Con fecha 18 de diciembre, Perú de Lacroix le escribía desde Cartagena, y en su misiva le informaba que había permanecido al lado del Libertador hasta el 16, cuando regresó de esa ciudad, dejándolo al borde la muerte.

Leamos el párrafo final que dice: “Permítame, mi respetada señora, llorar con usted la pérdida que ya habremos hecho (sic) y habrá sufrido toda la República, y prepárese usted a recibir la última y fatal noticia”.

Manuela experimentó el derrumbamiento de su fortaleza espiritual, y cayendo en brazos de su fiel esclava, se estremeció en un sollozo desgarrador. Sabía que, a partir de ese instante cruel de su vida, Bolívar ascendía a las alturas de la gloria en la historia de la República y ella se precipitaba en los abismos del infortunio.

Debemos situarnos un poco atrás en este capítulo, para afirmar que el ocaso de Manuela se hizo visible a mediados de 1830, cuando los adversarios del Libertador ya no ocultaban sus sentimientos y los hacían a los dos víctimas del escarnio público, ya en pasquines, o en anónimos que llegaban a las manos de la solitaria mujer, que nunca dio muestras de arredrarse, sino que, al contrario, impulsada por su temeridad y su carácter indomable, hizo derroche de atrevimiento, enfrentándose a quienes, sin ningún temor, hablaban mal de Bolívar.

Recordemos lo ocurrido la víspera del Corpus Cristhi, cuando se iba a hacer una quema de fuegos artificiales en la Plaza Mayor. Para el efecto se había levantado un castillo pirotécnico en el cual se representaban ofensivas caricaturas del Libertador y su amante, para ser quemadas en el espectáculo.

Quienes urdieron esta burla, lograron que los castillos, antes de la función, estuvieran vigilados por un piquete de soldados. Cuando Manuela lo supo, montó en su caballo y llevando consigo a un grupo de sirvientes y a su inseparable esclava Jonatás, llegó a la plaza y a sablazos destrozó los mamarrachos. En la refriega hubo varios heridos y la intrépida mujer se volvió a casa, insultando a gritos a quienes fueron los autores de la frustrada exhibición. Manuela seguía siendo la misma; una Caballeresa con tachas, pero sin miedos.

El episodio fue aprovechado por los enemigos de Bolívar, quienes le armaron una denuncia por irrespeto, proceso que fue suspendido, no sólo por insinuaciones prudentes de Joaquín Mosquera, Presidente de la República, sino porque los acontecimientos motivados por el golpe del General Urdaneta, dejaron pendiente la orden de destierro de la Libertadora del Libertador.

El destierro de Manuela

Las cosas quedaron un tiempo en relativa calma, y no se volvió a hablar de la posible deportación de Manuela, que ya para entonces empezaba a tener ausencias de memoria y dificultades económicas. Sin embargo, en 1833 se oyeron correr los rumores de una conspiración contra el Jefe de Estado, el General Santander. Como es de suponer, los santanderistas la señalaron como partícipe de ese movimiento, y fue así que, el 1° de enero de 1834 desempolvaron la orden de destierro, conminándola a que el 13 del mismo mes, debía estar lejos de Bogotá. Un espléndido regalo de Año Nuevo, como puede apreciarse.

La “amable loca” no se dio por aludida, y al llegar la fecha señalada, se fingió enferma. Entonces el alcalde, con un piquete de soldados y un grupo de presos, penetró en la casa donde se llevó singular sorpresa. En efecto, al funcionario se la bajó la sangre a los tobillos, cuando, en lugar de encontrar a una mujer doliente y moribunda envuelta en frazadas, se halló frente a una auténtica gata enfurecida. Manuela, que se encontraba sentada en su lecho, lo esperaba, sí, pero con un par de pistolas, resuelta a hacer fuego para darle la bienvenida a la primera autoridad de la ciudad.

El alcalde tuvo que salir a pedir órdenes, y al cabo de un rato regresó con más gente. Después de un forcejeo, acompañado de arañazos y vocablos de grueso calibre, lograron sacarla de la cama, y, como en la fuga de Cleopatra, la envolvieron en mantas, trasladándola inmediatamente en una silla, junto con Jonatás y otras mujeres de la servidumbre, a la cárcel del Divorcio, la misma donde, 24 años atrás, estuvo presa su Excelencia, la Virreina, doña Francisca Villanova, esposa del Virrey Amar y Borbón. Allí pasó la noche, y al amanecer del día siguiente, con una fuerte escolta, fue conducida hasta Funza, donde la esperaban las cabalgaduras. El gobierno de Bogotá había recuperado su democrático resuello y el General Santander ya pudo tomarse su chocolate en paz.

Durante el viaje, la “amable gata” no perdió los ánimos. Su carácter felino ni dio cuartel, ni cedió un punto. Había comenzado el camino del destierro, cuya primera etapa fue la isla de Jamaica. Allí vivió hasta a fines de 1835 y nada se conoce de las peripecias que tuvo que sufrir, ni cómo se las arregló para ganarse la subsistencia, ni qué actividades desarrolló. A mediados de octubre hizo gestiones para regresar a su patria. El gobierno ecuatoriano inicialmente la aceptó, pero luego le cerró el paso; su situación era ciertamente angustiante. No tenía a dónde ir; Venezuela era un país hostil, si se había atrevido a expulsar a Bolívar de su madre patria, para ella eran sus enemigos. A Colombia no podía pensar en regresar.

La soledad de la Libertadora

Fue entonces cuando acudió al gobierno del Perú, que finalmente la recibió, no obstante haberla expulsado en 1827. Las autoridades se cuidaron de mantenerla aislada, señalándole como residencia un minúsculo pueblito costanero llamado Paita, donde pasó los últimos 20 años de su turbulenta existencia. Para los moradores de esa lejana y pequeña aldea, poblado por rústicos pescadores, fue una inesperada novedad la llegada de Manuela, de una mujer de quien poco habían oído hablar. Pese a que sólo contaba 38 años, ya mostraba síntomas de envejecimiento, su cabello encanecido y la lozanía de la juventud comenzaba a marchitarse. Lo que no estaba, ni estuvo nunca marchito, fue su temperamento, su constante vivacidad, su orgullo y su desenfado. Miraba la adversidad cara a cara y jamás dio muestras de pesadumbre o debilidad, afrontando la pobreza con discreción y decoro.

La que había gozado de opulencia, viviendo en palacios, recibiendo honores, saboreando los deleites del poder y apurando todos los jugos del placer y las complacencias, está ahora reducida a habitar en una casa humilde, contando por único mobiliario con un sofá y unos taburetes de estera, una tosca cama con un colchón de esteras y unas viejas petacas en las que guardaba, junto con cartas y documentos, sus escasas y derruidas ropas, en otro tiempo, hermosos vestidos. Así se organizó en tan rústico medio y para ganarse el difícil sustento, elaboraba cigarros y dulces que vendía entre las escasas gentes del poblado. De vez en cuando llegaba al puerto un barco extranjero, y esta ocasión la aprovechaba la solitaria mujer para servir de intérprete, en lo cual se ganaba también algunas monedas.

Manuela estaba ciertamente destinada a morir en la indigencia. De su herencia paterna, que ciertamente era cuantiosa, no recibió ni un centavo. De la materna, los parientes se encargaron de atraparla sin contemplaciones. Por su parte, el doctor Thorne, su “aburrido esposo”, quien era un Onassis en su tiempo, dejó sus bienes a una amante que sustituyó a Manuela, pero como buen inglés, había dispuesto devolverle los $8.000, con sus correspondientes intereses, que había recibido como dote. Ni eso pudo lograr, pues una ley la privaba de ese beneficio, por su adulterio y la conducta que provocaron la disolución del matrimonio. Finalmente, como inexplicable paradoja, Bolívar no le dejó en su testamento si un recuerdo…., ni una moneda.

A pesar de su confinamiento, Manuela no estuvo totalmente sola, ni incomunicada con el resto del mundo. Su nombre no se había olvidado, ni en América, ni en Europa; por eso tuvo visitas de famosos personajes que llegaron a Paita y departieron con ella ratos amables, durante los cuales se refrescaron episodios, se hilvanaron reminiscencias y se brindaron con algunas copas de Oporto. Podemos citar, entre otros, a Giuseppe Garibaldi, el líder de la Unitá Italiana; don Ricardo Palma, escritor e historiador peruano; Domingo Faustino Sarmiento, ilustre escritor y político argentino y don Simón Rodríguez, el primer preceptor y el más conocido de los maestros que tuvo Bolívar en su primera juventud; pintoresco y estrafalario personaje que residía en un caserío cercano a Paita, y quien le alegraba las horas grises de penuria y le hacía olvidar los dolores del reumatismo articular que ya le aquejaban. Don Simón fue traductor en Jamaica, cajista de imprenta en Baltimore, artista de circo en Rusia, velero en Alemania y librero en Londres; vagabundo mental, desequilibrado y simpático, libertino completo y gran erudito, aunque saturara sus enseñanzas con el romanticismo sentimental de Rousseau. Para Manuelita tuvo que ser muy amables las visitas de este señor que era grato e incansable conversador, capaz de resucitar infinidad de recuerdos en esa mujer derrotada y melancólica.

Este hombre singular, cuando dictaba cátedra de anatomía en La Paz, y teniendo más de 60 años de edad lo hacía paseándose desnudo delante de sus alumnos, para que aprendieran las lecciones a lo vivo. Los atónitos discípulos no sabían qué admirar más: si las chifladuras desvergonzadas de su profesor o su extraordinaria resistencia a la pulmonía, cuando era capaz de semejantes desplantes en una ciudad que a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar, tiene una temperatura de refrigerador.

La miseria fue la fiel compañía de la Libertadora; prácticamente había quedado casi inválida al fracturarse una pierna en un accidente que tuvo al bajar la escalera de su casa. Ya no podía valerse por sí misma, como tampoco trabajar, y tuvo que aceptar la caridad de de los modestos y buenos amigos para poder subsistir. Para ella, este tiempo, el del olvido y el silencio tuvo que ser infinitamente triste, y con toda seguridad, en sus largas horas de soledad, el temple de su alma cedió alguna vez al embate del sufrimiento, en las oscuras noches de Paita, sólo sacudidas por las brisas marinas, el rumor de las olas y el grito lejano de las gaviotas.

Una fosa común para una mujer poco común

Por fin vino el término de esta vida tormentosa; el descanso definitivo llegó en una epidemia de difteria que diezmó la población y contagió a Manuela y a su fiel Jonatás, que la acompañó hasta el último momento. Hubo necesidad de abrir fosas comunes para enterrar sus cadáveres, y a uno de esos sepulcros anónimos fuero a dar los despojos mortales de Manuelita, quien falleció el 23 de noviembre de 1856. Manuela fue el personaje femenino que mayor influencia tuvo en el periodo crucial de la historia de Colombia. Influencia de contrastes entre el heroísmo y la fogosa pasión que brotó de su ser, y dentro del cual mostró diversas facetas de una personalidad pocas veces tierna, muchas veces maligna, pero siempre leal y valerosa, capaz de todos los sacrificios, de todas las audacias.

Al morir Manuela y entrar a la historia con su bagaje de méritos innegables y de pecados sin arrepentimiento, podemos cerrar esta síntesis de su vida con las palabras de un ilustre historiador colombiano: “Como todas las grandes enamoradas, como todas aquellas que consumieron lo mejor de sí mismas en el ara ardiente de la pasión, Manuelita Sáenz pudo también decir que su muerte era su comienzo”. (Norberto Serrano Gómez, Manuel Menéndez Ordoñez)

 

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