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La retirada de Napoleón en Rusia

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Algo de historia no sobra, ¿verdad?; lástima que ya no enseñan en los colegios y escuelas las vivencias del género humano por sobrevivir; espero sea de su agrado.

Impresionante relato de uno de los reveses militares mas desastrosos de la Historia

NapoleónEn la mañana del 14 de septiembre de 1814, el gran ejército llegó a la suprema meta de su marcha victoriosa; desde la cima de una ligera y empinada cumbre se perfilaban las cúpulas de una ciudad oriental: ¡Moscú!. De inmediato, los ojos perspicaces del Emperador distinguieron un grupo de torres más altas: las del Kremlin; Napoleón rebosaba de felicidad y se dispuso a recibir a los parlamentarios que no tardarían en venir de la ciudad a solicitar las condiciones de la capitulación.

Era aquel memorable episodio la culminación triunfal, apoteósica, de la campaña-relámpago más fulminante que registra la Historia; en ochenta y dos días se había abierto paso el Gran Ejército, combatiendo sin cesar, en un avance ininterrumpido de 1120 kilómetros, proeza sin par de aquellos aguerridos infantes.

Aquella hueste invicta formaba el mayor ejército que había conocido el mundo desde los tiempos de Darío: entre el 24 y 26 de junio, medio millón de hombres habían cruzado el Niemen; entre ellos figuraban tropas de casi todas las naciones sojuzgadas por Napoleón: de Prusia, Austria, Italia, Polonia, Suiza, Sajonia, Hesse, y de Westfalia; con ellos iba también el grueso núcleo veterano de la Grande Armée, de Francia, tropas que no habían conocido nunca la humillación de una derrota, y cuya arma más eficaz era la leyenda de invictas que las rodeaba como un halo de gloria y fuego.

Habían avanzado incontenibles por caminos caldeados y polvorientos arrollando a los rusos, hasta que estos presentaron la batalla en Borodino. Huelga decir que Napoleón agregó allí un laurel más a su corona de César invencible, aún a costa de 35.000 bajas, entre muertos y heridos; con esto abrió el camino hacia Moscú, su presa codiciada.

Sólo le quedaba por allanar un obstáculo, para ver el mundo a sus pies: Inglaterra; la tenaz metrópoli, que ya había frustrado sus planes en otra ocasión, que se había negado a concertar la tregua que le había propuesto por conducto de su propio hermano, que había movido los hilos de la intriga para indisponer al Zar contra él.

Allí estaba, pues, Napoleón Bonaparte, frente a Moscú; allí estaba el hombre cetrino, de faz sombría y de implacable dureza, a punto de conseguir su máxima ambición: el cetro del orbe.

Si algún punto débil pudiera señalarse en aquel conquistador de bronce, sería su vulgar afición a la pompa y el Fausto; como se creía un dios, pensaba que todo el mundo tendría que rendirse a sus pies y esta ocasión no sería la excepción.

No tardarían en presentarse el cortejo de graves parlamentarios; impaciente, el Emperador envió correos a su encuentro para que les instaran a acelerar el paso; al cabo de mucho rato, los correos regresaron con un extraña noticia, tan extraña e insólita, que el propio Napoleón quiso convencerse de ella por sus propios ojos.

Entró en la ciudad por la gran puerta doble; nadie le salió al encuentro; avanzó por calles desiertas al trote de su corcel. Ni un alma en las aceras, ni una cabeza curiosa en las ventanas; denso y extraño silencio de mal agüero lo envolvía todo. Envió destacamentos a ingresar en las casas para obligar a salir a sus moradores, pero no hallaron dentro ser viviente; palacios, templos, tiendas, tugurios.., ¡todo estaba vacío!.

El Emperador se encaminó al vasto recinto amurallado del Kremlin y penetró en sus imperiales habitaciones; el reloj seguía marcando el tiempo, pero no encontró a nadie en sus alrededores; sobrecogido de vaga aprensión, Napoleón siente que algo extraño sucede; todo lo que había visto desde su entrada en Rusia, de repente cobraba ahora nueva y clara significación: la devastación que había presenciado a su paso, la huida de los campesinos y sus ganados, el incendio de sus casas, la destrucción de las cosechas; inquieto, empezó a preguntarse qué imprevisible sorpresa le deparaba aquél singular país.

No obstante, con su energía y ordenada actividad, hizo frente ante la situación: se instaló en las habitaciones del Zar, dictó las medidas oportunas para la ocupación de la ciudad y destacó avanzadas para establecer contacto con el enemigo.

Igualmente los soldados, a su manera, respondieron ante la situación: irrumpieron en tiendas y palacios, saliendo cargados de pieles, sedas, cuadros y plata; hallaron bodegas atestadas de toneles de vino y aguardiente, y se despacharon a su gusto, a tal forma que la disciplina comenzó a aflojarse.

A eso de las tres de la tarde del día siguiente -16 de septiembre-, los centinelas apostados en las murallas del Kremlin vieron que, desde el barrio Norte de la ciudad, se elevaban tenues columnas de humo; pensaron que eran incendios provocados por el descuido de algunos soldados ebrios; los zapadores a quienes se envió para que atajaran el fuego, regresaron con una alarmante noticia: las bombas de incendio habían desaparecido. Otros fuegos estallaron al Este, luego otros al Sur; el fuerte viento que soplaba fue juntando en una sola, enorme conflagración, las distintas hogueras y al poco tiempo el espeso humo se arremolinó cual negro turbión sobre la ciudad.

Napoleón pasó toda la noche en tosco silencio observando el progreso de las llamas y al fin abandonó la ciudad; era ésta un crepitante mar escarlata de fuego, cuyas rojas olas se levantaban y se hundían de una a otra orilla por una extensión de casi siete kilómetros; Moscú estuvo ardiendo por espacio de una semana entera. El Kremlin fue lo único que se salvó de la destrucción, y el Emperador estableció en él nuevamente sus reales.

Por aquellos días Napoleón hablaba poco, se le veía taciturno y engolfado en hondos pensamientos, como si cavilase en un indescifrable enigma; no podía creer que el soberano de una nación hubiera ordenado aquella destrucción monstruosa, por la que dejó sin hogar a 300.000 de sus súbditos, no podía comprender tamaña indiferencia por la vida humana; entonces, llegó a su conturbado espíritu la idea de los centenares de kilómetros de aldeas calcinadas que se extendían, en desolada mudez y esterilidad, a uno y otro lado del camino que debía seguir para regresar a Francia.

Los graneros de Moscú ardieron en la colosal conflagración, y los destacamentos que salieron en busca de comida por los alrededores, volvieron con las manos vacías; en todas sus otras campañas de conquista habían encontrado mercaderes, que con el señuelo del oro, habían provisto al Emperador de cuanto necesitaba; mas en esta ocasión, en Rusia no dio con uno solo de esos abastecedores. Los soldados empezaron a sentir el aguijón del hambre y la disciplina se aflojó un poco más-.

A pesar de esto, Napoleón continuaba creyendo que la derrota del Ejército ruso y la ocupación de Moscú señalaban el término de la guerra; era lógico pensar así; en consecuencia, despachó emisarios a San Petersburgo, a ofrecerle la paz al Zar, en condiciones algo más favorables de las que se había propuesto imponerle. Las semanas transcurrían y no se recibía respuesta alguna del Zar; parecía evidente que éste no tenía el propósito de pactar con él.

Napoleón se impacientó y montó en cólera; convocó a sus generales y les comunicó su intención de marchar sobre San Petersburgo. Las resoluciones de Napoleón habían tenido hasta entonces el carácter de irrevocables y definitivas. Pero aquel plan era irrealizable; sus líneas de comunicación se habían extendido hasta un límite apenas compatible con la seguridad del Ejército, y, por otra parte, el invierno se aproximaba con paso acelerado. Los generales no hicieron reparos al proyecto, se concretaron a responder con un significativo silencio, y de ahí no pasó. Por fin, el Emperador se percató de que la única salida viable de aquel atolladero estaba en la retirada; aquélla se inició el 18 de octubre.

Napoleón huyendo de RusiaUna parte muy significativa del numeroso ejército que había cruzado el Niemen, no había avanzado hasta Moscú; fuertes cuerpos de tropas habían quedado guardando las líneas de comunicaciones; muchos hombres habían perecido en encuentros ligeros, otros muchos yacían en el campo de Borodino.

Las tropas que emprendieron la retirada de Moscú sumarian unos 150 mil hombres; tenían que recorrer 1120 kilómetros hasta las orillas de Niemen, por llanos interminables y desolados; recto, sin una curva, se tendía el camino; hasta donde alcanzaba la vista, se descubría un lento raudal de cañones y carros que se movían entre dos filas de infantes; la caballería iba guardando los flancos; aquello era aún un ejército compacto y bien organizado.

Desde los primeros momentos se hizo difícil conseguir víveres; los pobres soldados parecían fantasmas que caminaban y los pobres jamelgos que tiraban de los carros no andaban muy lucidos de carnes; a cuanta cabaña se encontraba, se la dejaba sin techo para dar la paja a los infortunados animales.

Un aire de tristeza y pesimismo envolvió a las legiones en marcha cuando atravesaron el campo de batalla de Borodino; pudriéndose lentamente y medio devorados por los lobos, se encontraban los 35.000 cadáveres franceses y los 40.000 rusos; para completar el estado de ánimo de los soldados, sobrevino, con fiera crudeza el temido invierno.

Era la noche del 5 de noviembre; a lo largo de la rutas, por kilómetros y kilómetros se extendían las sombras; del nordeste y de las estepas glaciares silbaba el viento cada vez con más fuerza y la nieve caía a raudales en aquella noche mortal; el frio era insufrible y muchos murieron en aquella noche infernal; desde aquel momento, entraron de lleno en el cruel invierno ruso.

Los servicios de avituallamiento se desorganizaron por completo; la larga columna empezó a fragmentarse en pequeños grupos que se gobernaban y se sostenían a sí mismos. Se ha dicho que Napoleón compartió las trágicas vicisitudes de sus hombres y eso es totalmente falso; pasó las inclemencias de aquéllos fatídicos días y noches muy bien abrigado y regaladamente alimentado con carne de ternera y de cordero, todo rociado, para colmo del sibaritismo, con tragos copiosos de su borgoña predilecto; iba en su carruaje, cubierto en pieles.

El héroe de aquella odisea fue el Mariscal Ney: al frente de la retaguardia, combatiendo a veces fusil en mano, como un simple soldado, se esforzaba con denuedo admirable en proteger a la columna contra los ataques rusos. Los cosacos fueron el flagelo perenne y terrible de la Grande Armée: eran hombres de talla corta, cenceños, musculosos y cubiertos de greñudas barbas hasta los ojos; vestían largas túnicas de piel y montaban unos caballejos, no menos peludos que sus amos; blandían largas lanzas y se arrojaban a la carga dando feroces y aullidos gritos.

Se ocultaban en cualquier bosquecillo y de repente se precipitaban sobre un pelotón de franceses que, transidos de frio y de cansancio, huroneaban en busca de comida o se apiñaban, temblando, en derredor de una hoguera; clavaban sus feroces y afiladas lanzas en el cuerpo de estos desventurados, tiñendo de rojo la nieve a su alrededor.

El tiempo cada vez fue tornándose más friolento, descendiendo a 35 grados bajo cero la temperatura, y a pesar de todo esto, los soldados sudaban por el esfuerzo de caminar sobre la nieve; en cada uno de los lugares en que acampó el Ejército, se levantaba, como hito funeral, una tumba sobre los que allí fallecían.

Cañones y vehículos abandonados llenaban el camino; los pocos caballos que fueron quedando, marchaban tambaleándose a uno y otro lado del camino; los seguían grupos de hombres famélicos, llenos de esperanzada codicia, para cuando alguna bestia cayera víctima del cansancio y del hambre, la despedazaban aun viva, entablando fiera lucha por beberse la sangre. Eran muy contados los que se paraban a socorrer a alguno de sus compañeros que caían, victimas del cansancio y del hielo.

El último encuentro que tuvo apariencia de batalla, se libró a orillas del Beresina; los franceses abrigaban la esperanza de hallar el rio helado, para cruzarlo, pero sólo se estaba medio congelar; los zapadores consiguieron tender dos puentes, mientras la retaguardia, a duras penas, mantenía a raya a los rusos; el paso por los puentes comenzó con relativo orden; el Emperador llegó sano y salvo a la otra orilla.

En eso se rompió uno de los puentes, y la Grande Armée se convirtió de pronto en una turba llena de pánico que forcejeaba desesperadamente por alcanzar el otro puente. La artillería rusa abrió grandes claros en el loco apelmazamiento; cuando llegó la primavera, se sacaron 12.000 cadáveres del Beresina.

Una vez en la otra orilla, los restos del Ejército prosiguieron su penosa y fatigante marcha.

La desgarradora tragedia no tiene un solo desenlace, sino una serie de ellos, a cual más terrible, ya que innumerables grupos de fugitivos hallaron la muerte a manos de los cosacos, o entre las garras afiladas del hambre. No se sabe cuántos lograron escapar de Rusia; los que llegaron a Koenigsberg, organizados en núcleo militar, no pasaban de mil. El Emperador no se encontraba entre ellos; en los primeros días de diciembre había huido, disfrazado, a París.

Por el camino fue comunicándole a su compañero de fugas, planes quiméricos y grandiosos para aniquilar a Inglaterra. Napoleón sabía que en Paris ya se tenían noticias del desastre de Rusia, y, como perro temeroso del látigo de su amo llegó hasta Francia. Pero los franceses siguieron profesándole lealtad inquebrantable; entonces, sin demora, reanudó la pompa cesárea y el esplendoroso ceremonial de su Corte; ¡volvió a creerse un dios!

Pero, aunque la retirada de Rusia le había dado un golpe de muerte, no sucumbió bajo el rudo mazazo: por más de dos años siguió tratando de reforzar su mermado poderío; todo fue inútil: los pueblos que había avasallado, al ver que el conquistador no era invencible, se alzaron contra él. Su propio pueblo lo dejó solo; por último, la tenacidad de los ingleses lo derrotó para siempre en Waterloo.

Después, pocos años de triste vida le concedió el destino en el árido y solitario peñón de Santa Elena; los pasó embargado y obeso por la preocupación atormentadora de pretender justificar, con largos razonamientos y explicaciones, su pasada conducta. Por fin, la piadosa muerte llegó a librarlo del insufrible destierro.

Acaso porque, como dijo Víctor Hugo, Dios estuviese ya hastiado de él..”

Tomado de la Revista Selecciones, año 1943

 

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