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Otilia Gómez: Amor de madre, corazón de empresaria

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Autores: Álvaro Serrano Duarte - Juan Carlos Rueda Gómez

Son las ocho de la mañana y el sol brilla radiante dando un hermoso espectáculo de colores. La radio está encendida dando noticias oscuras de sucesos tan "normales" como masacres, violaciones, asaltos, carestía, robos, secuestros, amenazas, emboscadas, peculados...

Afortunadamente, ninguna de las cuatro mujeres que se encuentran en el apartamento ubicado en el quinto piso de un bloque residencial de la ciudad de la eterna primavera, presta atención a las nefastas informaciones.

El ambiente es de gran familiaridad. Se hallan departiendo mientras disfrutan sendas tazas de humeante y delicioso chocolate. Unas lo acompañan con pan y otras con arepa y queso, excepto Otilia Gómez de Otero, a quien le han cambiado drásticamente su régimen alimenticio. A ella le toca comer frutas y tornar un vaso de avena sin azúcar.

Cuando se está en proceso de recuperación de una cirugía, ningún enfermo escapa al sentimiento de alegría que se siente al ir camino a la pronta mejoría, así se trate del dedo de un pie o de una mano.

Máxime cuando tiene dimensiones poco vistas en nuestra vida, como la que los médicos hacen en una operación de corazón abierto: empieza al borde del ombligo y termina muy cerca de la garganta. La sutura da la impresión de ser una ordinaria cremallera a la que sólo faltó la llave que la volviera a abrir.

Desde su operación en una prestigiosa clínica de Medellín, hace quince días, Otilia ha sido el epicentro de las más delicadas atenciones de parte de sus amigos, familiares y, especialmente, de sus nueve hijos: Herminda, América, Cecilia, Noelia, Ángel, Pedro, Martha, Carlos y Jorge. Desde que fue dada de alta, su corazón ha latido con el mismo vigor de siempre, pero ahora son más tiernas las expresiones amorosas de todos.

Los médicos le ordenaron tajantemente que durante los, siguientes seis meses mantenga en un reposo absoluto de sus actividades cotidianas. Ningún esfuerzo físico, ninguna preocupación, ninguna noticia que le produzca desazón o angustia.

Por eso se encuentra lejos de Barranquilla —la ciudad que la acogió años atrás con su numerosa prole— mientras transcurren las semanas necesarias para darle tiempo a la recuperación de su salud. El teléfono no para de sonar y al otro lado de la línea sólo se oyen voces de aliento, de positivismo, de amor fraternal.

A esa hora, las ocho de la mañana, ya le han llamado todos sus hijos. Noelia, su hija odontóloga y Herminda la acompañan. Con ésta última, Otilia la trata como su compinche, su "mana", su consultora, su bastón. Su condición de hija mayor y mujer, le dan esos atributos y esa posición.

A todos sus hijos les profesa gran amor y ahora en su convalecencia esta recibiendo lo que ha dado toda su vida: amor y dedicación, amor y atenciones, amor y consejos, amor y regaños por inquieta, amor y amor.

Otilia manifiesta su deseo de ir al baño. Aparte de sus hijas, está con ellas una a y la dueña del apartamento. Mientras sus hijas la toman con cuidado de cada brazo, anfitriona despeja el camino de muebles y objetos que puedan impedir el paso al cortejo de ayuda.

Otilia protesta por tantas atenciones que la abruman y le hacen parecer más enferma; ella, una mujer de gran coraje y energía, no siente absolutamente nada; si no fuera por la poco disimulada sutura que dejaron los cirujanos.

Siente un leve mareo que disimula con maestría, como acostumbraba a hacerlo con las náuseas de sus embarazos, o cuando tenía gripa y no estaba a mano algún hombre que le ayudara a amarrar un ternero en la finca o a alzar un bulto de harina en la panadería.

Este trastorno era insignificante y tal vez se debía a tanta cama, según sus pensamientos que ahora eran aburridos porque no estaba resolviendo aquellos emocionantes problemas de familia o de negocios. Ahora los añoraba.

La conducen al baño para cepillarse los dientes. después de desayunar. Ellas, sus diligentes enfermeras, aceptan sus protestas y la dejan sola en esa práctica tan simple. Permitírsela es una cuestión de respeto a su condición de persona. Ni siquiera alguien qué no tenga brazos permite que otro le acompañe al baño.

Entre tanto, Noelia va a buscar una toalla y con ella en sus manos se pasea impaciente por la habitación esperando para secarle sus manos y su cara. Es una verdadera y sentida manera de manifestar su amor sincero de amiga e hija a su madre convaleciente.

Los instantes que dedica a esperarla fuera del baño parecen eternos. Escucha con atención los sonidos que provienen de aquel cuartico al que todos vamos tantas veces todos los días. Sonidos que le dicen donde está y qué hace en ese instante su madre. Vienen a su mente recuerdos de un pasado que parece distante y que han marcado su vida.

Noelia recuerda el día en que su padre Ángel Otero Gómez, quien entonces era encargado de ir al mercado a comprar surtido, contrató los servicios de transporte de varios bultos de arroz. Por el camino el vehículo presentaba severas fallas mecánicas impedían su rápido desplazamiento, y tardó demasiado tiempo en llegar a la tienda.

Cuando los ayudantes del destartalado camión procedían a bajar la carga, su madre se percató de que los sacos de arroz daban la apariencia de menor contenido del normal exigió la devolución del faltante. Los ayudantes y el conductor negaban haber saqueado la mercancía.

Procedió entonces a llamar a la policía para obligar su devolución. Efectivamente, en medio de la discusión, Otilia descubrió que en el piso de la carrocería de madera había un compartimiento hecho especialmente para esconder lo robado a los clientes.

Igual muestra de temperamento dio años después cuando unos temibles mafiosos a quienes les sobraba el dinero, intentaban ampliar sus dominios y, para ello, presionaban a Otilia para que les vendiera por las buenas, una pequeña finca cenagosa que con gran esfuerzo había logrado comprar cerca de El Retén (Magdalena).

Como ella se negó a aceptar la propuesta, muy atractiva por demás, pasaron a la acción matándole algunas reses e incendiando sus potreros. Ante estas acciones vandálicas, sus hijos la persuadieron y por fin Otilia aceptó vender.

Se puso una cita con el comprador en la Notaría Única de Fundación, pero cuál sería su sorpresa al ver que aquel pretendía, con la anuencia del notario, firmar escrituras y hacer traspaso del bien sin haber entregado el valor acordado.

Obviamente, ella se rebotó. Salió de la oficina hecha una tromba, con el sujeto tras de sí tratando de convencerla con el argumento de que al día siguiente le entregaría el dinero en Santa Marta. Entraron en discusión y, como el mafioso casi la doblaba en estatura y para mirarle la cara tenía que adoptar una posición incómoda, se subió al pretil para tratar de igualarse en el intercambio verbal; pero de las palabras pasó a la acción y agarró al gigante por el cuello diciéndole:

— Y usted qué cree, gran pendejo... que porque soy chiquita y no tengo guardaespaldas, se va a aprovechar de mí...? ¡No me crea tan caída del zarzo! ...si no me entrega la plata, no le firmo un sieso...

Acto seguido se montó en su camioneta mientras le decía:

—...y la próxima vez que venga, sea serio y traiga la plata...

Cuando, algunas semanas después, se concretó el negocio, —bajo sus condiciones Otilia abrió su bolso y le mostró al comprador mafioso el revólver que portaba, diciéndole:

—Yo también tengo con qué defenderme, compadrito...

—Se ve que usted es una mujer de armas tomar... -fue lo único que atinó a decir el desconcertado hombre.

—...y de armas disparar también... -terminó diciéndole en tono triunfal y decidido-.

Mientras Noelia camina por la alcoba ensimismada en sus recuerdos escucha de pronto que la puerta del baño se abre lentamente. Su madre da un paso, quedando bajo el umbral. Su mirada es indefinible, como si por su mente pasaran pensamientos agoreros. Noelia no sabe qué hacer. Por milésimas de segundo cree ver una sombra que pasa por el rostro de su madre.

Otilia tiene su brazo derecho puesto en L en el marco de la puerta, como acostumbraba a hacerlo cuando se asomaba a la panadería para observar la labor de sus trabajadores. Es un gesto de poder muy propio de las mujeres con suficiencia y autoridad.

Pero Noelia lo interpreta como una señal de alarma. Por eso corre presurosa, a cobijarla con la toalla. Otilia empieza a retirar su brazo derecho de la puerta y a alzar el izquierdo, para con ambos abrazar a su angustiada hija, quien jamás había experimentado esa sensación de lejanía en una distancia tan corta. Le parecía que nunca iba a llegar junto a su madre.

Entre tanto ella, sin pronunciar palabra, sin siquiera abrir la boca para musitar algo daba otro paso hacia su hija. Y no decía nada, porque su mente parecía un casete que se rebobinaba y proyectaba una despavorida, sucesión de imágenes.

Vio su infancia en una familia numerosa y pobre. Se vio creciendo, haciéndose mujer y por esa misma condición, sufriendo el ancestral castigo de obedecer ciegamente a los hombres; primero a su padre, más tarde a sus hermanos y luego de casada, a su marido.

Este, al contrario de ella, era un gigante de 1.82 de estatura, de ojos verdes, cabellos rubios y facciones finas, que contrastaba con sus 1.55 de estatura, su poca belleza, su espíritu rebelde y a veces morrongo, que consiguió casarse con el hombre más perseguido por las muchachas. Nacida el 8 de enero de 1932, al casarse en 1950, él la doblaba en edad.

Un hombre mujeriego es el sujeto más propenso a los celos. Un hombre de treinta y seis años y una mujer de dieciocho no son precisamente una pareja, pareja.

Por eso, para Otilia fue un motivo de rabia e impotencia cuando, pocos días después de su matrimonio quiso visitar a sus familiares mientras su esposo laboraba en una finca cercana a La Fuente, su tierra natal, y encontró que la puerta estaba con candado por fuera.

Le daba puñetazos a la pared desfogando su ira. Un momento después se arrodilló y prometió solemnemente ser libre. Pasó todo el día hablando consigo misma en frases cortas, decididas y prepotentes. Trataba en vano de mitigar la soledad de esa casona fría, de paredes de bahareque y tejas de barro cocido; pisos de tierra; sin muebles, exceptuada la cuja de cuero crudo que servía de lecho matrimonial y un par de taburetes.

En el último aposento estaba el remedo de cocina-con tan solo unas cuantas vasijas de barro y de aluminio y una pequeña alacena donde escasamente había tres panelas y un poco de sal. El triste cuadro lo remataba un pedazo de carne oreada colgando de una cuerda en un rincón.

En el fogón, consistente en tres piedras negras sobre un mesón de barro apisonado, había una olleta choneta y renegrida por el hollín con los restos de café que Ángel María, su marido, había preparado antes de partir.

Él había salido muy temprano y ella se había quedado durmiendo. Por eso, pensaba ella, la había dejado con candado.

—A partir de mañana, se jode...porque yo me voy a levantar primero que él... -fue otra de sus promesas-.

Al regresar de su trabajo, Ángel María no esperaba encontrar a su joven esposa tan furiosa. Pero su decisión de dejarla con candado siguió en pie. Hiciera lo que hiciera, siempre la dejaría encerrada para evitar habladurías de la gente. Y si le aburría quedarse en la casa sin hacer nada, pues él le pondría trabajo.

Al día siguiente, Otilia amaneció totalmente transformada. Para cuando su esposo se levantó, ya le tenía desayuno completo, lista su ropa, un calabazo lleno de guarapo para la sed y un buen pedazo de carne oreada con yuca cocida para el almuerzo.

Él se sorprendió y se sintió agradecido, pero no se lo manifestó. Por el contrario, al salir nuevamente dejó cerrada la puerta con el candado por fuera...

Por la noche, Otilia recibió de su esposo carcelero, una pequeña madeja de fique para que "se entretenga torciendo cabuya, mija". Ella, sin inmutarse, de inmediato buscó un taburete que recostó a una de las paredes, recogió la falda de su vestido, dejando al descubierto gran parte de su muslo derecho, sobre el cual puso las primeras hebras de fique y arrollándolas con la mano abierta de arriba a abajo, repitiendo constantemente el movimiento, fue amalgamándolas hasta formar un hilo mas grueso, al que posteriormente uniría otro del mismo grosor para hacer la misma operación.

Lo hizo con tanto furor que no se percató del daño que causaba a su delicada piel. Quería desahogarse de alguna manera y sólo descansó cuando aparecieron las primeras ronchas.

Pasaron los años, vinieron cuatro hijas, y como si fuese una maldición, las cosas no se componían. Cinco mujeres que eran una carga para Ángel, quien era víctima de las bromas pesadas de sus amigotes, quienes siempre le preguntaban que cómo le iba "con la fábrica de alcancías".

Los ingresos no aumentaban y la pobreza crecía. Pero Otilia no cejaba en el empeño de obtener su libertad; aunque después de su primera e inútil protesta, jamás volvió a reclamarla.

Ya no era una madeja, sino un fardo; y no era solo torcerlo, sino hacer lazos, cabuyas, marusas...; en tiempo de cosecha se dedicaba a alisar y prensar tabaco y los fines de semana sacaba tiempo para lavar y planchar ropa ajena, que además de almidonarla había que darle el acabado final con una pesada plancha de hierro rellena de carbón al rojo vivo.

El túnel de su diaria angustia parecía no tener fin, hasta el día que recibe la visita de su tío y compadre Cristóbal Gómez. Tuvo que atenderlo por la ventana, porque la puerta de la casa seguía con candado. Para entonces ya habían nacido dos ansiados varones y una niña más.

El cuadro era patético: La pobreza cundía- por todas partes, menos en la cabeza de Otilia, quien soñaba con una vida más digna. Los ingresos obtenidos por su trabajo casero, que comenzaba muy temprano en la madrugada y se extendía hasta muy tarde en la noche, reforzaban lo poco que ganaba su marido como jornalero.

Por eso, cuando Don Cristóbal le propuso, casi le ordenó, que se fuera con su marido y sus hijos a trabajar como vivientes en una finca suya, cercana a la población de Lebrija, a diecisiete kilómetros de Bucaramanga, donde se ocuparían en menesteres más productivos como la ganadería, el cultivo de piña, café y cacao, Otilia no lo dudó ni un instante: vislumbró que ese sería el ansiado primer paso en su carrera hacia la libertad.

Ese atardecer, cuando Ángel María regresó a casa, le contó de la propuesta. Pero al tiempo que ella le relataba los pormenores del ofrecimiento de su tío y a pesar del entusiasmo con que hablaba de la posible emancipación económica de la familia, él dudó de que tal decisión fuera la más apropiada. Pero Otilia, sin dudarlo un momento, le dijo:

— He decidido que mis hijos y yo nos iremos a Lebrija. Si usted se quiere quedar en este moridero, ahí verá. Aquí escasamente ganamos pa' darle aguasal y aguapanela a los chinitos. La vida se nos va en pujidos y suspiros; así que no tenemos nada que perder.

Angel sintió que el mundo se desmoronaba a sus pies. Ella tenía razón. Otilia había ganado el derecho a tomar decisiones porque su aporte a los gastos de la casa eran superiores a los de él. Y si ella vislumbraba un mejor futuro para sus hijos, era porque las posibilidades eran ciertas.

Sin responderle, la miró a los ojos y vio su espíritu impetuoso de mujer, dispuesta a asumir el comando de lo que para él había sido simplemente un sueño con sabor a pesadilla. Se sentía derrotado por la mujer que desde dentro de su casa, cerrada con candado, hacía su salida triunfal. No había de otra, sino seguirla.

Efectivamente, el cambio de actividad y de domicilio surtió el efecto deseado. Otilia puso en marcha su plan de mejorar la economía familiar solicitando a su tío un pedazo de tierra para sembrar maíz, yuca, auyama, millo, y cuanto pudo en compañía de sus hijos varones, mientras las niñas le ayudaban en las labores preparando comida para venderle a los trabajadores de la hacienda.

Con el dinero producido compraba cerdos y terneros. A los cuatro años del traslado familiar, ya contaban con veintiún animales.

El último estertor de la autoridad de su marido sobre la familia surgió cuando ella y su hija mayor, Herminda, regresaron un domingo del pueblo con un flamante radio Philips.

— ¿Y ese, aparato de dónde salió?... ¿se lo ganaron en alguna rifa? -Preguntó hoscamente-

— No, mijo. Lo compramos en trescientos pesos —respondió secamente Otilia.

— ¿Y es que acaso ya está sobrando la plata como pa' botarla en cutes?

—...ni es un cute ni yo le pedí a usted pa' comprarlo. Es un radio y hace falta pa' oír música y noticias de vez en cuando...

Así quedó zanjada la discusión y se definió para siempre quién tomaba las decisiones. Y precisamente, a través de ese radio se enteraron de un hecho violento ocurrido en la región: se conoció del secuestro del hijo de un camionero.

Su amor de madre disparó la alarma, sobre todo por el reciente nacimiento de su octavo hijo. Rápidamente vendió sus pocas pertenencias, que para entonces eran muchas más que las que habían traído de La Fuente. Con el impulso propio de su naturaleza de mujer guerrera, dispuso trasladarse con sus hijos y su esposo a Barranquilla.

Bajo el amparo y consejo de su hermana Socorro y su cuñado Luis Chaparro, arriendan la tienda Zapatoca ubicada en la carrera 21 con calle 44. Pero no se conforma con que sea una simple tienda. Se pone a la tarea de producir masato, tamales, buñuelos, papas chorriadas, empanadas y cuanta cosa se le ocurre que se pueda vender.

Conociendo igualmente la utilidad de los desperdicios de comida y viendo que el patio de la casa donde viven puede aprovecharse para la cría de algún animal, hace construir una pequeña porqueriza.

Es una mujer incansable; una verdadera hormiga arriera. No la detiene nada. Mantiene el control directo de todas las actividades de la tienda, de la porqueriza, de la producción de fritos, de las compras, de los pagos, de los créditos, de los hijos, de las hijas, del esposo.

Su espíritu febril no se resquebraja. Tampoco se queja, ni protesta por nada. Con decisión, imagina, crea, dispone, actúa. No se permite a si misma una pizca de desaliento.

La porqueriza dio muy buenos resultados y poco a poco la fue ampliando, pero a la vez se convirtió en un problema de sanidad que estaba molestando a los vecinos. Por eso tomó la decisión de desmontarla y a cambio utilizar su espacio para el montaje de una panadería.

Ella aprendió de sus hijos a firmar y a hacer las operaciones matemáticas elementales para controlar sus actividades comerciales. También descubrió que no se necesitaba plata para hacer cualquier negocio. Sólo se requería ser total y absolutamente cumplidora de los compromisos y promesas de pago.

Los hijos fueron creciendo y bajo su escuela comercial aprendieron a desarrollar el criterio de asociación y hermandad que posteriormente les llevaría al éxito.

Las mujeres aprendieron a ser autónomas y los hombres a no ser machistas ni a ser propietarios de sus cónyuges. Otilia fue vista por quienes ostentan criterios de machismo troglodita como una mujer que ejercía el matriarcado; y fue admirada por quienes vieron en ella su innato liderazgo y su capacidad para hacer realidad sus deseos a punta de esfuerzo personal y fe en sí misma y en los suyos.

Otilia ve el rostro desencajado de Noelia y se percata de que algo grave le está sucediendo. Al sentir cerca el aliento de su hija, la habitación se le oscurece repentinamente. Sus piernas y brazos ya no responden y...exhala sosegadamente...plácidamente...

Noelia ha llegado hasta donde su madre y la abraza. Al instante siente que el cuerpo de Otilia se está desgonzando y grita pidiendo ayuda a su hermana y a las otras dos mujeres que se encuentran en la sala atendiendo el teléfono.

Instintivamente, le pasa el brazo derecho por debajo de la axila izquierda y dobla su cuerpo para tomarla por las piernas. La alza en vilo y mira su rostro, que ahora se ve terriblemente pálido e inexpresivo. Sus ojos estáis cerrados y sus brazos cuelgan inertes.

— Mamá, mamá, mamita...! -Grita con desespero Noelia, pero su madre ya no escucha. Por primera vez no puede responder a su llamado.-

La conducen a la clínica donde había sido operada dos semanas atrás, pero todos los esfuerzos fueron vanos. A los pocos minutos confirman el fallecimiento de Otilia Gómez de Otero. Las esperanzas que tenían de que solo fuera ja pérdida del conocimiento, quedaron hechas trizas, como quedaron rotos todos los eventos programados para su recepción y bienvenida por parte de sus hijos, nietos, sobrinos, hermanos, tíos, y demás familiares. La noticia cundió por toda la ciudad de Barranquilla:

—¿La señora Otilia...? la que estaba construyendo el edificio para darle un apartamento a cada uno de sus hijos...?..,nooo, hombe que vaaá...esa cachaca qué se va a morir... ¡No puede ser...! ... ¿Sí?! ...No jodaaa, tanta gente mala que hay en Colombia y sólo se muere la gente buena...jueeepuuuutaaa!

 

“…”

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