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Gonzalo Díaz, un chueco con sueños grandes

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Autores: Álvaro Serrano Duarte - Juan Carlos Rueda Gómez

Procedente de Cartagena llega un bus de "cachucha" a la terminal alterna que Expreso Brasilia tenía en el desaparecido Jardín Águila, famoso por la gigantesca tapa de cerveza que servía de techo a la refresquería central, de donde se derivó la denominación popular de La Checa—Calle 45 Carrera 45— donde hoy se encuentra el Adefesio... perdón... Edificio del Banco de la República.

Entre los pasajeros viene un joven alto, de gran porte y arrogancia. Mira alrededor como extasiado; su primera impresión es que ha llegado a una ciudad muy grande, una metrópoli.

Nadie lo espera porque a nadie le ha anunciado su viaje a Barranquilla.. Sabe que en la ciudad residen un tío pobre y un tío rico, a quienjs no ha visto hace varios años, y duda a cual de los dos visitará primero.

El ayudante del bus le baja la maleta de la parrilla del vehículo; es un armatoste de cuero, de aquellas expansibles en que cabían hasta los malos pensamientos. La trae atada con las correas, pero no tiene asa u oreja para cargarla. Por eso tiene que echársela al hombro.

—Afortunadamente las dos muditas de ropa que traigo aquí no pesan mucho... -pensó melancólico Gonzalo mientras cruzaba la calle en medio de los ofrecimientos de acuciosos taxistas que querían ganarse unos pesos por transportarlo a su destino.

Pero el no tiene destino inmediato. Apenas está llegando y no sabe qué hacer. con una sonrisa a todos los oferentes. Prefiere seguir caminando por la acera de_ la c Murillo. La gente se extraña al verle pasar con su estrambótica maleta al hombro, rostro sonrosado de inmigrante y mirada extraviada.

Camina una cuadra y se detiene. Pone la maleta en el piso y se sienta sobre ella. Palpa por fuera de su bolsillo las dos únicas monedas que le quedan. Son de veinte centavos cada una. Es absolutamente todo su capital: Cuarenta centavos y dieciocho años de edad. Tan escasísimos recursos no alcanzaban ni para tomar un bus; mucho menos para contratar un taxi y llevar su gigantesca maleta, ya que la carrera mínima le cuesta mínimo cien pesos.

Con la cabeza entre las manos, mirando al piso, se aísla de la algarabía citadina que a su alrededor y trata de poner sus pensamientos en orden. Su mente se llena de imágenes sucesivas como en una película rica en escenas, donde la única que no aparece es la del final feliz.

Nacido en Zapatoca el 2 de diciembre de 1959 y siendo el octavo de quince hermanos su niñez había transcurrido deleitándose con una actividad comercial fructífera. Por pertenecer a una familia tan numerosa, las oportunidades de disfrutar de comodidades estaban a la orden.

Sus padres, Joaquín y Matilde, provenían de familias de rancio abolengo. Recordó su abuelo materno, Don Alejandro Martínez Gómez quien donó algunos de los predios donde se construyeron algunas obras de beneficio comunitario; también se preocupó por construir escuelas en cada una de sus fincas —Paramito, La Joya, Rancho Viejo...—; su tío Faustino Martínez, sacerdote doctorado en Filosofía y Letras donó los terrenos y ayudó a la construcción de la Escuela Apostólica, el Hogar San Antonio, La casa de Ejercicio y el Asilo San José.

Embebido en sus pensamientos, Gonzalo, con la mano derecha dentro del bolsillo de su pantalón, da vueltas y vueltas al par de monedas de veinte centavos. De pronto, aterriza bruscamente en la realidad cuando una pordiosera le toca el hombro diciéndole:

— Cachaco! Tírame diez barras ahí...que no he comido nada hoy...

— ¿Diez...qué? -preguntó recordando las únicas monedas que le acompañan-.

— ...Diez barras, cachaco...diez pesos aclaró la mendiga

Gonzalo sintió pena, al tiempo que seguía acariciando las dos moneditas de veinte centavos y sólo atinó a regalarle un confite casi derretido que le quedaba en el bolsillo de su camisa.

Mientras la desconcertada pordiosera se aleja, Gonzalo recuerda como si fuera ayer el día en que, entró al Banco de Bogotá ubicado en uno de los costados del parque principal de Zapatoca y pidió hablar con el gerente.

Era apenas un niño de doce años, cabellos amonados y en desorden, que todavía vestía pantalón corto. Al comunicarle el motivo de su visita, el gerente miró al niño y sin disimular su ira le grita

— ¡Aquí no se le abren cuentas a chuecos culicagaos!

El pequeño ni se inmutó. Estaba tan acostumbrado a que los adultos se fijaran en él, unos con asombro y atrás en forma despectiva que, con gesto hidalgo le hizo una venia al disgustado gerente y salió sonriendo.

Ya sabía lo que iba a hacer: le pediría a su padre que le abriera la cuenta porque era urgente contar con una chequera para manejar su actividad comercial de compra y venta de chivos, gallinas, pollos y cerdos. No podía andar cargando tanto efectivo en sus pequeños bolsillos.

Su papá hizo la gestión con mucho gusto y admiración por el empeño de su hijo y antes de salir del banco le firmó algunos cheques. Gonzalo salió feliz con su chequera.

Su carácter alegre y vivaracho era admirado por profesores y condiscípulos en espuela, los compradores de animales aceptaban con bastante facilidad sus precios y los vendedores eran muy condescendientes con el valor pedido.

En una pequeña estancia o cuadra que le arrendó su padre montó un criadero de conejos, donde llegó a tener cuatrocientos ejemplares. A tan corta edad ya era un empresario con gran éxito.

Un muchacho tan inquieto como Gonzalo no se detenía por nada del mundo. A los catorce años se le ocurrió preguntar cuántos títulos del Sorteo Extraordinario de Navidad se vendían en Zapatoca.

Cuando supo que apenas eran treinta billetes los que circulaban en un municipio tan grande, vio una nueva posibilidad de ganar dinero. Pero otra vez su corta edad era obstáculo para su desarrollo comercial y tuvo que pedirle a su amigo, Pablo Alejandro Pinzón Mejía, quien ya tenía cédula, que le prestara su nombre para solicitar la distribución de la mencionada lotería.

Bastaron dos sorteos para que cuadruplicara las ventas llegando a ciento veinte títulos colocados. Esto le hizo merecedor de un reconocimiento público por su gran capacidad comercializadora.

Tan pronto tuvo oportunidad, cambió su viejo catre por una gran cama de madera tallada que le ordenó hacer a Pablo Serrano. En el colegio le habían autorizado a no asistir a clases los viernes, ya que era el día utilizado para el traslado de sus animales a los mercados de Barrancabermeja, San Vicente y Bucaramanga, donde tenía sus mejores clientes.

Ahorrando con esmero, no portándose miserable consigo mismo y siendo metódico y organizado en sus cuentas, cada día veía aumentar su capital y su buen nombre comercial.

Llegan esos años críticos de la adolescencia donde el pensamiento está acompañado de la fogosidad y la rebeldía. Por ser un estudiante ávido de conocimientos comprende que la nueva administración del Colegio Salesiano —manejado por la entonces Cooperativa de Ahorro y Crédito de Zapatoca, que más tarde se convertiría en la infausta Arkas de Colombia— ha disminuido la calidad educativa con el nombramiento de profesores de menor rango profesional.

Con el apoyo de sus compañeros, lidera reuniones con padres de familia para promocionar un movimiento estudiantil que proteste por tan erráticas prácticas administrativas. Ante la presión de los padres y los estudiantes, los directivos del colegio se ven obligados a renovar la planta de educadores y rectifican la organización del establecimiento.

Pero el rebelde adolescente recibe la notificación de que busque otro colegio para realizar el sexto de bachillerato. La decisión tenía un significado: era el precio por su osadía contra el sistema. Con los ahorros de su actividad comercial se dirige a Bucaramanga a denunciar los atropellos ante la Secretaría Departamental de Educación y envía cartas al Ministerio del ramo. Habla con el Alcalde y algunos Concejales de Zapatoca. Tenía entre ceja y ceja ir hasta la Presidencia de la República, si fuera necesario.

Removidos todos los estamentos públicos y sociales, y conocida su gran capacidad de gestión en todo lo que se proponía, el Consejo de Administración del Colegio dispone levantar la sanción impuesta y aceptar que se matricule nuevamente. Pero para sorpresa de todos, Gonzalo no se matriculó porque consideró que esa era su mejor actitud para protestar.

Decide consultar con algunas personas mayores que integraban, de alguna manera, su Consejo de Ancianos Asesores y casi todos coinciden en que debe buscar su futuro en tierras lejanas. Sus ahorros habían sufrido seria mengua. Habla con sus padres de su determinación, que más pareció una notificación de su anhelo de buscar mejores horizontes, que un permiso para partir a buscar su destino.

Surge el conflicto de su amor por su terruño y la decisión de triunfar en otros lares. Su espíritu aventurero y su anhelo de libertad se imponen y se prepara para viajar a Cartagena.

Para ello afina sus verdaderos propósitos de emancipación dedicándose al trabajo artesanal de elaboración de hormigas de pauche, una especie de icopor vegetal que abunda en la región. El reto consistía en elaborar al tamaño natural, el tronco y el culo con dicho material y ensamblarle las alas, patas y cabezas de hormigas culonas verdaderas que él mismo capturaba. El siguiente paso era adherirle una nodriza o gancho para convertirla en un hermoso prendedor.

Lo que empezó como una actividad para matar el tiempo le fue absorbiendo hasta convertirse en una labor febril que le ocupaba veinte horas diarias. Una por una, las va envolviendo en pedacitos de papel higiénico y las empaca en cajas de zapatos que le regala su amigo Ventura Quijano, propietario de un conocido almacén. Cuando completó tres mil hormigas culonas y los deseos de partir continuaban como al principio, consideró que la idea era buena y firme.

Yendo en bus desde Zapatoca y pasando por San Vicente de Chucurí, llega finalmente a Barrancabermeja. Una vez allí, decide conocer un medio de transporte que no existía su tierra natal: el tren. Toma el Expreso del Sol que lo llevaría a Ciénaga.

Pero ignoraba lo que le esperaba durante el viaje. Partiendo a las dos de la mañana, el tren de carga y pasajeros por fin comienza a carretear perezosamente sobre las paralelas férreas. Va atiborrado de pasajeros y a él le tocó un vagón lleno de sacos de carbón que se mecían peligrosamente.

Como pudo acomodó la maleta y las cajas llenas de hormigas de pauche, pero no halló espacio para sentarse. El sueño y el cansancio lo van dominando. Ya no resiste tan largo viaje y termina recostándose sobre los bultos.

En cada estación, una estela de vendedores de comida y refrescos se asoman por las ventanillas del tren. Gonzalo prefiere no comer demasiado, porque desconoce cuándo llegará a su destino.

Por fin llega a Ciénaga. Toma un bus hacia Barranquilla en donde buscará al suegro de su tío Carlos Martínez Pinilla quien le podrá dar su dirección en Cartagena, destino final del recorrido. Al llegar al lugar indicado, a buscar la información, se muestran reacios a recibirlo debido al aspecto que presentaba.

El largo viaje en medio de los bultos de carbón ha dejado sus ropas y su piel totalmente ennegrecidas. Por eso tiene que decirle el motivo de su visita mientras el señor Tarcisio, jubilado de Ciledco, va cerrando la puerta. Obtenida la dirección de su tío en Cartagena va a la estación de buses y parte nuevamente

Ya en Cartagena, donde su tío Carlos, no le dan trato de turista ni mucho menos: le toca madrugar todos los días a las cuatro de la mañana a acarrear agua en canecas. Cada amanecer lo sorprende extenuado subiendo y bajando los cuatro pisos de la vivienda.

De sus hormigas no se ha olvidado y para ello se va a los sitios turístico especialmente los que son frecuentados por gringos pensando que le pagarán en dólares su creación artesanal.

Las playas de Bocagrande y Marbella le vieron pasar una y otra vez, arrastrando sus pesadas botas de trabajador petrolero que le había regalado su tío, mostrando sus hormigas culonas-prendedores a cuanto "mono" se topara.

Tan pronto se las ofrecía, los presuntos compradores salían despavoridos por el desagrado que les producía ver tan "espantosos y reales" insectos. Nadie le compraba. Iba mañana y tarde, semana tras semana y lo único cierto era que se estaba gastando sus ahorros.

El ambiente de ciudad turística, playas llenas de mujeres voluptuosas en bikini, nuevos amigos que lo inducen al consumo de licores nunca antes deleitados le abrieron tamaño boquete a su economía.

Fue una vida bohemia que acabó sus sueños iniciales de terminar el bachillerato y estudiar medicina en la Universidad de Cartagena. A los tres meses, escasamente había vendido veinte hormigas pero, había regalado muchas. Decide enviarle a su madre, en Zapatoca, las que le quedaban y se marcha a Barranquilla.

Gonzalo sigue sentado sobre su maleta en el cruce de Cuartel con Murillo y de pronto, cual grabadora que se detiene cuando el casete se termina, abre los ojos y observa a su alrededor rostros que le inspiran temor. Son caras de tipos que lo escudriñan.

Se percata de que se halla en un sitio donde puede ocurrirle lo peor. Toma su maleta de cuero y avanza hacia la calle haciéndole señas a un taxi. Saca de su bolsillo un papel con dos direcciones: la del tío rico y la del tío pobre. Cuando el chofer le pregunta hacia dónde debe dirigirse, toma rápidamente la decisión: el tío pobre, para empezar.

— Calle 45 # 14G-239, por favor.

Mientras observaba el recorrido, maquinaba qué hacer cuando el taxista le exigiera pago del servicio. Al llegar a la dirección indicada, procedió con toda naturalidad a sacar su supuesta billetera y pone cara de sorpresa.

Fue tan buena su actuación, que el conductor cree su historia. Gonzalo intenta darle sus dos monedas de veinte centavos, pero el chofer le dice:

— Tranquilo, viejo cacha. Deja esa vaina así. Otro día me pagas.

De la casa, sale su tío con cara de pocos amigos y al ver su voluminosa maleta le sueta la pregunta que menos esperaba su angustiado sobrino:

— Ole! … ¿Y usted cuántos días se piensa quedar?

Gonzalo comenzó a comprender que su pasado glorioso ya no existía. Había que asumir el nuevo reto. Hizo caso omiso a tan agreste recibimiento. Su tío le indicó la alcoba donde podía alojarse...mientras tanto.

Cuando se recostó para aclarar sus pensamientos, repentinamente sintió crujir las patas de la cama y cayó estruendosamente. Avergonzado con el incidente, le pidió a su tío un martillo y unos clavos para arreglar el daño.

—¿Acaso yo tengo carpintería...?

No le tocó más sino salir a la calle y luego de indagar por los alrededores encontró una carpintería y tímidamente le conté al propietario lo del accidente con la cama.

Éste se conmovió tanto que, sin conocerlo, le prestó el martillo, las puntillas y le regaló un trozo de madera. Con un pedazo de lija usada que encontró en la puerta de la carpintería culminó el arreglo, dejando la cama en mejor estado que antes.

Mientras hacia la labor de reparación recordó las sabias palabras de su padre al momento de subir al bus que lo transportó de Zapatoca a Barrancabermeja:

—Mijo, nunca olvide que la honorabilidad de un hombre depende de exactitud de sus compromisos. No vuelva aquí hasta que esté bien.

Este consejo tenía ahora la dimensión de una orden y a la vez se planteaba como reto. Durante los meses siguientes se convirtió en su tate-quieto cuando le entraban ganas de regresar a Zapatoca acosado por la desventura, la soledad y la añoranza.

A regañadientes su tío le prestó veinte pesos para ir a buscar trabajo. Durante días y días iba de tienda en tienda ofreciendo sus servicios. Pero los paisanos que visitó, al ver su porte y saber de sus estudios, no lo consideraban increíblemente apto para el duro trabajo en una tienda.

Llegó donde Camilo Rueda Vecino, quien sin pelos en la lengua, le dijo:

— A lo único que lo puedo poner es a limpiar latas en la panadería. Pero usted es un muchacho que se expresa muy bien y tiene buen trato. De pronto le vaya mejor vendiendo empanadas.

Consigue, por fin, emplearse como ayudante de panadería en la tienda El Volga mediados del año 1978. Durante cinco meses no sale ni a la puerta y ahorra el salario de siete mil pesos mensuales por su trabajo con un horario de tres de la mañana hasta las once de la noche haciendo pan en la primera parte del día y despachando por la tarde en la tienda.

Con treinta y cinco mil pesos en el bolsillo de su bermuda, con camiseta promocional de franela, en chanclas y con toda la piel brotada por el calor, y teniendo por cama un vieja estera cubierta con bolsas de harina, se percata de que es tiempo de cambiar su aislamiento y reconectarse con el mundo. Es que ya no se reconocía ni él mismo.

Al comenzar 1979 logra comprar con sus ahorros la mitad de la panadería y se matricula en el Liceo Panamericano para culminar su bachillerato. Ha observado que la tienda es buena y la panadería también. Sueña con ser algún día su dueño absoluto. A punto de recibirse como bachiller envía tarjetas de participación de su grado a toda su familia, a sus amigos y profesores con la frase: "El éxito no está en un rincón determinado del mundo; está en todos los rincones de la mente de quien lo busca".

Gonzalo Díaz Martínez comienza entonces una nueva vida, muy similar a la de su niñez, comprendiendo que, son los pensamientos y las actitudes las que transforman y no sólo el trabajo esforzado y mucho menos el recuerdo estéril de un pasado glorioso.

Algunos años después se convierte en el único propietario de El Volga y le saca todo el provecho posible adicionándole una fábrica de fritos y termina adquiriendo el local.

Posteriormente lo vende y compra una gasolinera. Contrata al arquitecto Adonai Rueda para su remodelación y éste lo relaciona con otro paisano, Benjamín Ayala Guarín, su proveedor de materiales de hierro, quien le ofrece en venta su negocio. Es el inicio de una tercera etapa comercial.

Era 1984 y ya se había casado con la bumanguesa Clara Inés Martínez Parra, profesional en Administración Hotelera con quien se había conocido en unas Fiestas de la Cordialidad y del Retomo en Zapatoca. De ésta feliz unión nacen María Mónica, Gonzalo Andrés y María Carolina.

Hoy, sentado en el recibo de su oficina, teniendo como testigo el retrato de sus padres, hace una retrospectiva y observa que en su largo camino de Dios le ha dado la oportunidad de conocer personas que le han brindado su apoyo, enderezándole en sus procederes mediante el consejo oportuno y sincero, dándole la mano y una oportuna voz de aliento: su tío Pedro Martínez, socio en los negocios; Eliécer Sredni, una especie de padre-consejero; sus hermanas Ligia Amparo y Dora María; Ismael Merizalde quien siendo su empleado hizo sus estudios universitarios y hoy le acompaña como su contador; Frank, Patricia... y tantas otras personas a las que considera su mayor bendición.

Mientras maneja sus negocios en su moderna oficina, utilizando la tecnología informática y de telecomunicaciones, asegura:

"En la vida hay desiertos plagados de espinas, culebras y tigres. Pero son espinas que no lastiman, culebras y tigres que no muerden. La tarea es cruzar ése desierto y no asustarse con esos obstáculos, porque sólo están allí para espantar a los pobres de espíritu, a los cobardes y a los melindrosos. Quien quiera tener éxito debe atravesar esos desiertos sin temores, para llegar a tierra fértil"

 

...”

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