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Juan Francisco: El más exitoso vendedor de empanadas y quesos de hoja en Zapatoca

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Autores: Álvaro Serrano Duarte - Juan Carlos Rueda Gómez

JUAN FRANCISCO SUÁREZ SOLANO

EL MÁS EXITOSO VENDEDOR DE EMPANADAS Y QUESOS DE HOJA EN ZAPATOCA

Son las cinco y media de la mañana. Un niño de escasos ocho años recorre los alrededores de la plaza de Zapatoca. Cuando pasa por el frente de la Iglesia principal baja un poco su voz porque el cura párroco ya le ha llamado la atención por sus gritos anunciando las empanadas, con los que interrumpe los ritos religiosos, molestando a los feligreses.

Porta una vitrina demasiado grande para su menudo cuerpo. Es un artefacto que su padre, ebanista, le ha elaborado. Por el frente tiene un vidrio y encima lleva otro que descorre con su mano izquierda al momento en que sus clientes se acercan a comprarle. Para asirla a su cuerpo, la lleva amarrada con un lazo de fique que basa por encima de los hombros.

Zapatoca es un pintoresco municipio de clima: frío donde por cientos de años sus habitantes han levantado un mercado de verduras y frutas en la plaza principal. Los días de mercado son los jueves y domingos, pero los campesinos llegan en el atardecer de los miércoles y los sábados a depositar sus productos en espacios delimitados por la memoria ancestral.

Por lo tanto, no se ha levantado ninguna construcción, ni siquiera se han pintado los espacios en el piso. Cada vendedor conoce por tradición familiar el lugar que le corresponde, perdiéndose en la memoria de los tiempos la forma y procedimiento en que fue otorgado el sitio.

Las verduras y frutas y productos artesanales permanecen toda la noche al aire libre sin ninguna vigilancia y protegidos sólo con algún plástico del rocío o el frío intenso de la noche. Al día siguiente, jueves o domingo, cada vendedor madruga a exhibir lo que va a vender.

Es la mejor hora para Juan Francisco. Su voz se impone por encima del murmullo los cientos de compradores y vendedores que se mueven de un lado para otro en me de los más variados y exquisitos olores.

A las nueve de la mañana, cuando los vendedores han acabado, cada uno procede a limpiar el sitio que ha ocupado, de tal manera que el visitante que llegue a las once del día no hallará ningún vestigio de que la plaza fue usada como mercado público.

Juan Francisco tampoco estará por allí. Su ocupación, después de vender las empanadas, es moler a mano con una vieja máquina "Corona", una arroba o más de cuajada, tarea que su patrón le ha puesto mientras llega la hora de partir a la escuela. Es el primer paso para la elaboración de los “quesos de hoja", llamados así por su envoltura en hojas de plátano. Terminada la preparación, se dedicará a venderlos a pie por todas las tiendas de Zapatoca, los sábados y los miércoles.

Es un trabajo extenuante que Juan Francisco realiza con mucha vivacidad y rapidez. En su mente de niño no hay espacio para quejarse del trabajo. Desde que nació ha visto que todos en su casa realizan labores según la edad. Al contrario, su mayor satisfacción es trabajar para ésta familia, amiga de la suya. Sus patrones están muy contentos, porque desde que Juan Francisco está a cargo de las ventas, ellas han mejorado notoriamente.

Siendo el quinto de los hijos, nacido el 6 de abril de 1955, dedica los días en que no tiene que moler maíz o cuajada, ni vender empanadas o quesos, a colaborar junto a sus

hermanos, en el taller de su papá, Don Juan Francisco, quien como experto carpintero es contratado con frecuencia para hacer las cajas para escopetas de cacería, que son, lo que los neófitos conocemos como la parte en madera de éstas armas, que deben ser hechas tan perfectamente, que el material vegetal, sin puntillas ni pegantes, debe asir con fuerza el metal.

Su padre también era conocido por su excelencia en la construcción de pipas de madera para la industria panificadora en Santander. Eran unos recipientes utilizados para hacer la levadura, materia prima que aún no se había industrializado y cada quien tenía que procesarla en forma artesanal en su panadería.

Para ello se requería de un artefacto en forma de cúpula invertida, elaborado con pequeñas tablillas, engastadas para lograr la forma semi-circular; se juntaban y acoplaban una a una con la ayuda de muchas manos, para que al final —en la parte superior— se pudiese colocar un anillo metálico que las sostuviera a todas.

En ocasiones eran horas y horas intentando el armado final, porque aunque se trataba de fabricar un objeto para un uso tan prosaico, conllevaba la paciencia y el talento de un joyero, con el agravante de que no se podía utilizar un solo clavo. Para ello era fundamental la disciplina y la concentración, so pena de tener que repetir todo el proceso si alguno fallaba.

A los quince años de edad, Juan Francisco Suárez Solano es enviado a trabajar como mensajero en la Droguería Andina de propiedad de Don Diego Rincón en Fundación (Magdalena). Como si estuviera sufriendo el castigo del destierro lejos de su natal Zapatoca, el joven Juan Francisco encuentra un clima caliente, costumbres muy diferentes, menor actividad religiosa, diferencias en el lenguaje, colores de piel nunca antes vistos, conductas a su parecer irrespetuosas en la forma de saludar, liviandad en el comportamiento entre sexos, verdaderas muchedumbres circulando por las calles, incomodidad extrema por falta de agua y de luz, jornadas extensas y agotadoras por su trabajo en bicicleta llevando y trayendo pedidos y documentos, manejo de direcciones por nomenclatura, etc.

Su día comenzaba barriendo el frente de la droguería a las cinco de la mañana y terminaba a las ocho de la noche después de recorrer las arenosas calles de Fundación en su labor de mensajero. Don Diego a veces les invitaba a "tomar fresco". La primera vez, esa invitación le llenó el alma al creer que iban a una refresquería a aliviar la agobiante sed.

Pero... "tomar fresco", en el lenguaje de su patrón —como buen Zapatoca— no era más que montarse en el platón de su camioneta para dar un paseo hasta Aracataca y regresar pasadas las 9 de la noche...con más sed.

En sus anhelos de adolescente, ese trabajo de mensajero no le satisfacía, por lo que esperaba que prontamente fuera ascendido a atender en el mostrador. Al preguntarle a un compañero de trabajo, éste le respondió:

— ¡Olvídate, llave! Aquí te tienes que chupar mínimo un año tirando pedal y aguantando sol, y si te portas bien de pronto te ponen a atender en el mostrador.

Fue una respuesta que le planteó un reto. Y sin el más mínimo asomo de temor le habló a su patrono:

— Don Diego: he sabido que, en toda la historia de su empresa, usted nunca ha ascendido a un mensajero si no ha cumplido -mínimo- un año en ese puesto. Yo le voy a demostrar que no soy como los demás. Y me voy a merecer ese ascenso antes de tiempo. Quiero saber si usted va a valorar mi esfuerzo.

La resuelta actitud del mozalbete fue recibida con agrado por el propietario de la droguería, quien le prometió que si le demostraba sus capacidades -tal vez- consideraría la posibilidad de ascenderlo.

Fue una lección magistral: como empleado debía conservar el cargo haciendo las cosas bien, aunque ser un excelente mensajero no era garantía de ascenso; para ascender debía aprender lo que correspondía al cargo que aspiraba.

Entonces, sin dudarlo un momento, Juan Francisco se puso recolectar todas las instrucciones que venían dentro de las cajitas de los medicamentos. Después de cada jornada, se dedicaba con avidez a la lectura y aprendizaje de memoria del nombre de los medicamentos, su composición química; contraindicaciones, posología, laboratorio fabricante, y cuanta información farmacéutica y médica caía en sus manos.

Habiendo estudiado sólo hasta quinto de primaria en Zapatoca, las calurosas noches en Fundación tenían el grato sabor de un aprendizaje auto-didáctico acelerado. Y cuatro meses después, los frutos se vieron. Una mañana cualquiera, en lugar de esperar en la bodega que lo enviaran a otra diligencia, se fue al mostrador a ayudar a los dependientes que no daban abasto.

Lo que él no sabía era qué Don Diego lo observaba desde el mezanine mientras despachaba acertadamente las recetas de algunos clientes. Inmediatamente fue llamado a la gerencia, y temiendo un regaño por su intrepidez, trató de disculparse, pero su patrón lo cortó abruptamente para decirle:

— Hoy es su último día como mensajero en esta droguería... -comenzó diciéndole Don Diego.

— Pero.. -atinó a decir Juan Francisco, sintiendo que el mundo se derrumbaba a sus pies.

— ¡Ningún pero! … o es que le tiene miedo a trabajar, en el mostrador.. -interrumpió Don Diego-. Váyase a almorzar, cámbiese de ropa y preséntese a su nuevo puesto a las dos de la tarde.

Pero este fue apenas el comienzo de una rápida carrera de ascensos. Ya sabía que prepararse y esforzarse era la mejor manera de subir por la escalera del éxito.

Al siguiente peldaño subiría aprendiendo a aplicar inyecciones, a recetar y clasificar drogas, a hacer pedidos y recibir productos. Lo que no esperaba era que otros cuatro meses después de su primer ascenso fuera enviado a Santa Marta con la gran responsabilidad administrar la agencia principal de la droguería, ubicada en la congestionada avenida Campo Serrano. Eso sí que era un gran desafío para un joven de apenas diecisiete años.

Era tanta su sed de conocimientos que para llenar sus escasos espacios de ocio decide hacer en el Sena un curso sobre motores, algo que no tenía nada que ver con su actividad como droguista, pero que le permite elevar sus niveles de cultura general. Poco después se capacita en un campo más acorde con su incipiente profesión y logra terminar un curso de contaduría por correspondencia con la Hemphill School.

Con una mente siempre abierta a las oportunidades que le brinda la vida, recibe con agrado la invitación de su paisano Gustavo Serrano para montar en sociedad una droguería en Ciénaga. Invita a sus hermanos Pablo y Julio a compartir la experiencia como independiente.

Buscando la manera de destacarse frente a la competencia, implanta una moda hasta entonces desconocida en esa población: Servicio veinticuatro horas. Inicialmente fueron largas noches sin vender ni una sola pastilla, luego fue la burla de la competencia, pero el triunfo vino cuando las demás droguerías imitaron la nueva práctica comercial.

Faltaba otra bendición: Raquel Gómez Gómez se une a su vida como esposa "...siendo también mi bordón y mi paraguas..." [parodiando a Winston Churchill]. Desde entonces ella se convierte en pilar importante poniendo en práctica sus estudios universitarios de contaduría, notándose inmediatamente nuevos bríos en el desarrollo de la empresa familiar, que ya contaba con tres sucursales y el siguiente paso fue aprovechar las buenas relaciones y crédito comercial con los proveedores para convertirse en distribuidor mayorista.

Resuelve disolver la sociedad que tenía con sus hermanos y decide trasladarse a Barranquilla. Hoy disfruta con satisfacción haberle dado a sus hijos el nivel académico que él no tuvo: Juan Francisco Jr., estudia negocios internacionales; Lida Mayerly, inglés en Londres y Trina Juliana cursa el bachillerato.

Juan Francisco aún no siente culminada su carrera personal por cuanto ha descubierto que cada vez que se obtiene un logro, se adquiere un compromiso. El mayor, ahora, es responder a una comunidad de más de doscientas familias que en forma mancomunada comparten sus ideales de ser cada vez mejores.

Pero es un compromiso glorioso, satisfactorio, donde encuentra a Dios cada día en la alegría que se, siente al disfrutar lo que hace para bien de todos sus clientes, proveedores, familia, empleados y amigos.

Aunque en Barranquilla el mercado de los medicamentos se halla fundado en una lucha por amparar a los consumidores de la inextricable y abominable maldad de falsificadores de productos farmacéuticos — lucha compartida también por la competencia sana de otros distribuidores— le ha llevado a ocupar el primer lugar en el Departamento del Atlántico

De sus ideales gremiales compartidos han nacido asociaciones como la Unión de Comerciantes de Ciénaga, Acoci, y la de Droguistas Mayoristas de la Costa; y durante dos períodos fue miembro de la Junta Directiva de la Unión de Comerciantes -Undeco-.

La frase que más le motiva a seguir adelante y le genera los mejores momentos de producción imaginativa, resulta ser muy conocida. Pero cuando la pronuncia, tiene el poder de transformar sus inquietudes. Asegura que el aforismo de su predilección, a ponerlo en sus labios, en los instantes de preocupación por un problema, hace que se disparen —como por arte de magia— pensamientos creadores de soluciones y solo le queda escoger lo que más se le insinúe como viable.

La frase es la siguiente: "Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar". Es como si alguien se la gritara al oído retándolo, empujándolo a repetir "la construcción de la pipa de fermentar levadura". Y no le queda otra vía sino hacerlo. Desde el principio, si es necesario.

Al momento de despedimos de Juan Francisco nos hizo saber de un sueño personal, ahora que su padre se halla en Barranquilla para ser atendido quirúrgicamente por una enfermedad digestiva a sus 96 años; sus ojos se llenan de lágrimas al juntar en este instante los recuerdos de su padre como creador de arte y su proyecto personal de fundar la "CASA SANTANDEREANA" en donde confluyan esas expresiones de la cultura y la pujanza de una raza de hombres y mujeres dispuestos a dar todo de si en aras de un ideal de sanos propósitos.

 

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