Carmen Rosa Pinilla Díaz
Pensionada, Historiadora - Bucaramanga, Colombia
Corría el 14 de abril de 1865; hacia cinco días que el general Lee, jefe de los ejércitos del Sur, había capitulado; el general Grant quedaba triunfante en los Estados Unidos. Cuatro largos años había durado la encarnizada lucha civil que pasó a la historia con el hombre de la Guerra de Secesión; banderas y banderolas llenaban las calles proclamando el gozo de la ciudad de Washington.
El acto oficial más significativo del día, fue el de Charleston, en la Carolina del Sur; allí, con toda solemnidad, al tronar de las salvas volvió a izarse el pabellón nacional sobre el Fuerte de Sumter, cuatro años y un día después de haber sido arrancado de ese sitio por las balas del primer combate de la guerra.
Al general Grant, que acababa de llegar del frente, lo recibió Wáshington batiéndole palmas; al tratar de ir a pie, de su hotel al Ministerio de Guerra, le fue preciso apelar a la policía para que le abriera paso por entre la muchedumbre que lo vitoreaba.
En el teatro Ford presentaban esa noche un drama de tercer orden; el Presidente no tenía deseos de asistir, pero su esposa le insistió; por indicación de Lincoln, invito al General Grant y a su esposa; tanto a Lincoln, como a Grant, Stanton, el Secretario de Guerra, les había recomendado que se abstuvieran de concurrir a la función, pues, enterado por la policía secreta de las amenazas y conspiraciones que se cernían sobre ellos, juzgaba imprudente que aquellos dos eminentes ciudadanos se presentaran juntos ante una nutrida muchedumbre, en medio de la cual podrían esconderse “personas mal intencionadas”.
Al proceder así, Stanton no hacía más que seguir la política de precauciones adoptada años atrás, en desarrollo de la cual había rodeado al Presidente de tropas de caballería y guardaespaldas del servicio secreto, siempre que las circunstancias lo hacían aconsejable. Lo mismo que HillLamon, intimo amigo de Lincoln, no se cansaba de hacerle a menudo las advertencias pertinentes a su seguridad personal.
Pocos días antes, Lamon había ido a Richmond en desempeño de una comisión oficial; antes de partir, había rogado a Usher, Secretario del Interior, que procurase persuadir a Lincoln de que, en su ausencia, debía salir lo menos posible:
- “Usher –respondió Lincoln, dirigiéndose al Secretario – este chico se ha vuelto un monomaniático en lo que se refiere a mi seguridad.
- “Con todo, señor Lincoln- repuso el aludido- debemos hacerle caso a Lamon, ya que él está mejor informado de estas cosas que nosotros.
- “Bueno, está bien–asintió el Presidente - prometo hacer lo que pueda”; y estrechándole cordialmente la mano a Lamon, agregó: “¡Adiós Hill, que Dios te bendiga, y buena suerte!.
Con todo lo práctico y lógico que era Lincoln, sin embargo, creía en los sueños; él sostenía que todo sueño tiene su significado para que el que sepa interpretarlo por entre los absurdos extravíos de la mente humana. El sueño que tuvo en aquella madrugada de abril de 1865 fue, según el mismo Lincoln, “el incidente mas extraordinario que le haya ocurrido jamás”.
Una noche lo narró en la Casa Blanca en presencia de varias personas que se encontraban con él en una reunión oficial:
- “Hace unos días me acosté muy tarde y pronto comencé a soñar; parecía que me envolvía un mortal silencio, cuando alcancé a oír sollozos contenidos, como de varias personas que lloraban. Me levanté y bajé al primer piso; pasé por una y otra habitación, sin encontrar a nadie; todas las luces estaban encendidas; los objetos todos me eran familiares; pero, me preguntaba a mí mismo, ¿dónde están los que gimen con tanta tristeza? Seguí andando hasta que llegué al Salón del Este y allí me encontré con una sorpresa desconcertante: ante mí se levantaba un catafalco sobre el cual se encontraba un cadáver amortajado. En derredor, soldados del Ejército montaban guardia; había muchas personas, algunas de las cuales contemplaban sombríamente el cadáver, cuyo rostro se hallaba cubierto por la bandera americana; otros lloraban lastimosamente.
- “¿Quién ha muerto en la Casa Blanca?- pregunté a uno de los soldados-
- “¡El Presidente!-, me respondió: “!fue muerto por un asesino!”.
Entonces se alzó un lamento general de toda la muchedumbre, que me despertó de inmediato. Aquella noche no pude dormir más, y aunque sólo se trataba de un sueño, su memoria me ha mortificado desde entonces”.
Desde su acceso a la Presidencia, Lincoln había sido atacado a bala en dos ocasiones; el primer atentado ocurrió en el verano de 1863; por aquel tiempo tenía el Presidente la costumbre de recorrer diariamente a caballo la distancia que separaba la Casa Blanca de Soldiers´Home, donde habitaba la familia durante los calurosos meses estivales.
Una mañana, al desmontarse frente a la Casa Blanca, Lincoln encontró a Lamón y le solicitó que entraran a su despacho pues tenía algo urgente que hablarle; Lamon escribió más tarde el episodio:
- “Bien sabes, amigo, - le dijo Lincoln-, que siempre he creído que tus temores en cuanto a la amenaza de un peligro personal para mi, eran solo tonterías; pues bien, hoy no sé qué pensar: Anoche, como a las once, me fui solo, en mi caballo, a Soldiers; me aproximaba ya a la entrada de los terrenos de la cabaña, cuando de pronto un disparo de fusil me sacó de las cavilaciones en que iba absorto. Al parecer, lo habían hecho a menos de cuarenta metros. El caballo dio un bote y a carrera desenfrenada se echó a correr llevándome a un lugar seguro. Te afirmo que en la historia de las carreras no ha habido noticia de una velocidad igual a la que llevaba Abraham Lincoln y su caballo en aquélla ocasión.
- “Por mi parte –continuó el Presidente-, no puedo creer que el que disparó esa arma hubiera obrado con el propósito de matarme; mas, si he de serte sincero, confieso que la bala me pasó silbando a corta distancia sobre mi cabeza.
El otro atentado ocurrió a mediados de agosto de 1864; John W. Nichols, guarda de seguridad en los terrenos de Soldiers´Home, una noche, a eso de las once, oyó un tiro de fusil, y vio llegar en seguida alPresidente, sin sombrero, y en un caballo que a duras penas podía contener. “Por pocoacaba conmigo”, dijo Lincoln.-, “se desbocó y no había modo desujetarlo”. Posteriormente, Nichols encontró el sombrero y, al examinarlo, descubrió que tenia perforada la copa, de un balazo; cuando se le informó al Presidente de este hecho, “se limitó a comentarlo jocosamente y agregó que no quería que se dijera una palabra más sobre el asunto”.
Con ésta eran ya dos veces en que Lincoln había perdido el sombrero yendo a caballo; como las continuas amonestaciones de Lamon no eran atendidas, al fin, éste, desesperado, le envió una carta de renuncia del cargo de jefe de guardia presidencial, en la cual le decía:
- Este noche, como en muchas otras, volviste a salir solo; bien sabes, o debieras saberlo que hay personas que desean acabar contigo; te quitarán la vida, a menos que tú y tus amigos, tomemos las debidas precauciones, siempre y cuando sean atendidas y no como hasta ahora.
A Lincoln le gustaba mucho ir al teatro; decía que “necesito ir allí paradistraerme; río porque no debo llorar, eso es todo” A pesar de que muchas veces se le había advertido que se estaba convirtiendo en blanco muy fácil, siguió yendo solo al teatro. Aquélla tarde del 14 de abril, cuando iba en dirección a la Secretaria de la Guerra, elPresidente se refirió a la posibilidad de un atentado. Según la versión de W. H. Crook, guardia de la Casa Blanca que lo acompañaba, Lincoln le habló así:
- “Crook, ¿sabe usted que creo que hay quienes intentan quitarme la vida?; y como hablando consigo mismo, después de una pausa agregó, -“y estoyseguro que lo lograrán”. En silencio caminó unos pasos más, y luego volvió a decir:
- “Tengo total confianza en todos ustedes; estoy seguro de que no escaparía con vida quien lo intentara; pero si lo han de hacer, es imposible evitarlo”.-
De regreso a la Casa Blanca, el Presidente se despidió con un, “¡Adiós, Crook!”.-
En el coche al que subieron el Presidente y señora Lincoln para dirigirse al teatro esa noche, igual tomaron asiento el mayor Henry R. Rathbone; el guardaespaldas, a quien correspondía acompañar esa noche al Presidente se llamaba John F. Parker, y era uno de los cuatro agentes de la policía de Washington escogidos para proteger al Primer Magistrado; tenía 35 años de edad; en 1862 había sido llamado al orden por haberse mostrado insolente con un superior.
Al año siguiente se le formó consejo disciplinario por haberse quedado dormido en un tranvía, cuando debía estar prestando servicio y por haber observado conducta indigna de un agente de la policía durante cinco días que permaneció borracho y con uniforme en un prostíbulo; sin embargo, la Dirección no le impuso castigo alguno.
Lo que no está claro es por qué, ni cómo fue a parar Parker a la CasaBlanca; lo que sí se sabe es que, cuando lo reclutaron para el Ejercito, la señora de Lincoln le escribió al respectivo jefe militar “que John F. Parker ha sido destinado a prestar servicio en la Casa Presidencial, por orden de la señora Lincoln”.
Tal era el turbio vagabundo a quien el azar escogió para que en la memorable noche del 14 de abril, hiciera el papel de enigmática nulidad; habría de pasar a la historia con la poca honrosa distinción de haber sido el más inútil papanatas del mundo. Tuvo ojos, y no vio; tuvo oídos, y no oyó; en cambio, sí tuvo buenas recomendaciones.
La luna ensangrentada
Con un tiempo crudo y frio tenían que ábraselas quienes se aventuraron a salir en aquel anochecer del 14 de abril de XXX; el carruaje salió de la Casa Blanca con sus cuatro ocupantes; las riendas las empuñaba el cochero Francis Burns, acompañado por Charles Forbes.
A una voz de Burns los caballos arrancaron. No hubo demora alguna; el coche atravesó la puerta del parque. Desde la ventanilla, Abraham Lincoln contempló por última vez la Casa Blanca donde había residido durante 4 años y 41 días. Antes de doblar la esquina pudo divisar la cúpula del Capitolio envuelta en vaporosa luz.
En el escenario del Teatro Ford comenzaba ya la representación, cuando, a eso de las nueve de la noche, la comitiva presidencial hacia su entrada; un acomodador los condujo al palco preferencial. El mayor Rathbone ocupó su puesto; un poco más atrás la señora Lincoln, mientras el Presidente se acomodaba en el interior del palco, en una silla mecedora tapizada, protegido de las miradas del público por una cortina. Sólo lo podían ver sus acompañantes, los actores y las pocas personas que se hallaban a la izquierda del escenario.
Este aislamiento no era del todo completo; el palco tenía dos puertas, de las cuales una, a poca distancia de la espalda de Lincoln, no estaba cerrada con llave; en esa puerta había un hueco pequeño que alguien había practicado aquella tarde, como para servirle de atisbadero.
La puerta daba a un angosto pasadizo en cuya extremidad había otra puerta que, a su vez, se abría a la tertulia del teatro. Por esas dos puertas habría de pasar forzosamente el intruso hasta llegar al palco presidencial.
En la pared, cerca de la puerta que daba a la tertulia, aparece removido en una pequeña superficie de cinco centímetros; el intruso tenía la intención de apoyar, en ese agujero practicado de antemano, una barra de hierro con la cual quedaría eficazmente trancada la puerta, que impediría el acceso al pasadizo.
El guardaespaldas, John F. Parker debía vigilar constantemente esas dos puertas; un guardián celoso de sus deberes, habría advertido el agujero abierto en la puerta del palco y el de la pared, habría redoblado la vigilancia. Si Lincoln cree lo que dijo a Crook aquella tarde, “que tenía confianza en sus guardaespaldas” estaba convencido de que Parker estaba allí, vigilando las puertas.
En tal confianza, el Presidente se equivocó: según el relato que de ello daba después el leal Crook, el guardia ocupó su sitio detrás del palco, muy cerca de la entrada; tenía órdenes de permanecer allí y proteger al Presidente de cualquier azar.
Desde donde estaba situado no alcanzaba a ver a los actores, pero sí escuchaba el dialogo, en el que se interesó hasta el punto de “desertar calladamente de su puesto, y en la penumbra atravesar el corredor, bajar y sentarse cómodamente entre el público”.
Durante uno de los entreactos, Parker abandona su butaca, sale a la calle e invita al cochero y al lacayo del Presidente a tomar una copa; así favorecieron las circunstancias al intruso que estaba en acecho para descargar el golpe.
Entre las once y la doce del mediodía de ese Viernes Santo, el alocado e impulsivo actor John Wilkes Booth, llega al Teatro Ford a recibir su correspondencia, cuando oye decir que un empleado de la Casa Blanca ha reservado un palco para el Presidente en la función de esa noche.
Hace meses que Booth y sus cómplices han estado preparando un atentado contra la vida de Lincoln. De modo que ¡el momento ha llegado!; no solo espera acabar con un jefe de gobierno a quien en su imaginación calenturienta culpa de todos los males a su amada tierra del Sur.
Pone manos a la obra. A las cuatro de la tarde regresa al teatro, ve la mecedora en un rincón del palco presidencial. A la siete de la noche Booth sale por última vez de su pieza en el Hotel Nacional. Al pasar le pregunta a Paine, empleado de la portería si no piensa ir al Teatro Ford esa noche, a lo que él responde negativo.
“Habrá una excelente función”, le informa Booth y sale; como primera medida, Paine va a ser su cómplice; se ponen de acuerdo en cuanto al horario; a una misma hora y minutos, Paine debe dirigirse a la casa de Seward y asesinar al Secretario de Estado, mientras Booth da muerte alPresidente.
Un tercer cómplice, Atzerodt, queda encargado de quitar la vida al vicepresidente Johnson, pero Atzerodt se excusa, se marcha y no regresa a donde Booth. Es un vagabundo atormentado y estúpido, el único hombre que hubiera podido prevenir a la policía sobre las intenciones con que Booth iría esa noche al teatro.
En un establo cercano al Teatro y a eso de las diez de la noche, Paine y Booth se separan: éste para entrar al Ford y aquél para dirigirse a caballo a casa de Seward.
Cuando Booth entra al teatro, la función va más de la mitad; pasa frente al vigilante, diciéndole con una sonrisa: “Supongo que no va a exigirmeningún boleto, ¿verdad?; luego pregunta la hora y le señalan el reloj del vestíbulo: “Son las 10:10”;Booth abre una puerta que da a la platea y desde allí observa el palco presidencial; sube las escaleras que llevan a la tertulia del teatro, pasa entre las butacas de las últimas filas y llega a la puerta del pasadizo que comunica con el palco presidencial.
La última escena va a ser el estallido, el grito, la llamarada, el asombro ante uno de los más inconcebibles, funestos y desconcertantes sucesos que han pasmado y conmovido al pueblo americano y al mundo.
Ese momento culminante de la tragedia no lo presenció ninguno de los espectadores del teatro; solo lo vio un hombre, “El asesino Booth”; había entrado por la puerta exterior del angosto pasadizo, donde aseguró la fuerte barra apoyando una de sus extremidades en el hueco de cinco centímetros abierto de antemano en la pared, y la otra contra la puerta.
Suavemente había avanzado por el pasadizo hasta la puerta del palco para observar, a través del agujero practicado allí, al Presidente sentado en su mecedora. Sin hacer el más mínimo ruido había abierto la puerta y avanzado hacia su presa, sosteniendo en la mano derecha una pequeña pistola Dérringer, de un solo tiro, y en la izquierda un puñal.
Con toda serenidad y precisión calculó sus movimientos: levantó la pista, extendió el brazo derecho, apuntó directamente a la cabeza de su víctima, que estaba a menos de un metro de distancia… y apretó el gatillo. Una bala de plomo, como de un centímetro de diámetro penetró por el lado izquierdo de la cabeza del Presidente, siete y medio centímetros detrás de la oreja; para Abraham Lincoln, aquello fue el apagarse su luz para siempre; aunque la muerte tardaba un poco, el moribundo no volvió a recobrar el conocimiento.
De todo lo que estaba sucediendo en ese momento, los espectadores no se habían dado cuenta; el mayor Rathbone salta de su asiento, mientras sobre él se abalanza, puñal en mano, una extraña figura humana, terriblemente viva, como un animal salvaje; tira a Rathbone una puñalada, rápida y vigorosa, directamente al corazón; el oficial logra parar el golpe con el brazo derecho, en el cual recibe una herida profunda; Rathbone retrocede, mientras Booth se sube al antepecho del palco; los espectadores no saben si es que ocurre algo extraño, o si todo aquello es parte de la comedia que se está representando.
Desde el palco, Booth salta hacia abajo -¡más de tres metros!; en el salto sufre un ligero percance con el que no había contado; cae al escenario y se fractura la tibia de la pierna izquierda. El público aun no sabe lo que ese hombre ha hecho; lo ven atravesar el escenario en veloz carrera y desaparecer.
Algunos alcanzan a oír a Rathbone que grita: “¡Deténgalo!”, pero ya ha huido por una puerta que da a un callejón; allí lo espera un veloz caballo, cuya brida la sostiene un chiquillo apodado Juan Cacahuete; Booth aparta al muchacho de una patada, monta y sale en estampida. Por todo, habrían transcurrido de 60 a 70 segundos desde el momento en que disparó el único tiro de su pistola.
El público se ha puesto en pie, reina el pánico; ¿qué sucede?, ¿qué ha ocurrido aquí?: un grito de mujer rasga el ámbito de la sala; es la señora de Lincoln: “¡Han matado al Presidente!”.Rathone pide a gritos un médico, y a pesar del dolor de la herida del brazo, trata de quitar la barra atravesada entre la pared y la puerta. El oficial detiene a la muchedumbre y deja pasar a Charles A. Leale, cirujano auxiliar de Voluntarios.
El cuerpo de Lincoln está en la silla mecedora; con la ayuda de los circunstantes, el doctor Leale lo levanta de la silla para colocarlo en el suelo; palpa un coágulo de sangre cerca del hombro izquierdo: le levanta los párpados y descubre indicios de una herida en el cerebro.
El doctor pide que lleven al Presidente a la casa más cercana, porque si lo trasladan a la Casa Blanca, “fallecería antes de llegar allí”. Cuatro soldados levantan el cuerpo, mientras el doctor sostiene la cabeza del herido; llegan a la puerta del palco; un capitán con sus soldados entra en acción. “A despejar”, manda el oficial, “¡a despejar!”, repiten los curiosos.
El pequeño grupo se mueve lentamente llevando su preciosa carga, cabeza adelante; en la primera puerta que encuentran abierta, marcada con el nuero 453 de la Calle Décima el doctor Leale alcanza a ver a un hombre que sostiene una vela encendida y le hace señales de entrar; allí, en la alcoba de William Clark, sobre una sencilla cama de madera, depositaron el cuerpo agonizante del Presidente; eran las 10:45 de la noche, media hora después que el criminal había accionado el gatillo de la pequeña Dérringer.
Y ahora, a esperar el final; es posible demorar un poco el desenlace quitando continuamente el coágulo sanguíneo que se forma en la abertura de la herida; fuera de esto, los cirujanos no pueden hacer otra cosa que contar el pulso y la respiración… y esperar impotentes ante circunstancias inexorables.
Llega Robert Lincoln, acompañado de John Hay, secretario particular del Presidente; uno a uno fueron llegando los miembros del Gabinete, hasta que todos estuvieron congregados en la casa, a excepción de Seward, el Secretario de Estado.
Aquella noche, hallándose en su casa, convaleciente de las heridas sufridas en un accidente, Seward había sido alcanzado por Paine, el cómplice de Booth, apuñalándolo hasta casi dejarlo muerto, antes que pudieran intervenir sus dos hijos y un soldado enfermero, que hicieron huir al criminal.
El Vicepresidente, Andrew Johnson, fue a visitarlo un momento; también él debería haber sido sacrificado aquella fatídica noche, según los planes asesinos de Booth, pero Atzerodt se negó.
Cuándo la aurora comenzó a brillar a través de los cristales de las ventanas, la vida del Presidente llegaba a su fin; su hijo Robert permanecía a la cabecera de su lecho, no de la Casa Blanca, sino en una humilde posada de una casa de vecindad.
El último latido de su padre se registró a los 22 minutos y dos segundos de las siete de la mañana del sábado 15 de abril de 1865. El pálido jinete había llegado; a un río profundo, a un país muy lejano, se había marchado el hijo de Tom Lincoln y Nancy Hanks; Stanton pronunció aquellas palabras que se hicieron legendarias: “Abraham Lincoln, ya pertenece a los siglos”.
En su fuga hacia el Sur, en donde esperaba ser protegido por los confederados que lo alabarían y exaltarían, el fugitivo J. Wilkes Booth habría de sufrir un pronto desengaño: lejos de las alabanzas que esperaba por haber “quitado la vida al Presidente que quería dividir el Sur” oyó hablar y leyó en los diarios cómo el profundo y unánime sentimiento en aquel territorio, era que “el asesino había agraviado al Sur”.
En la mañana del 26 de abril, cazado como una bestia salvaje, acorralado como una rata, Booth encontró la muerte: cerca de Bowling Green, en el estado de Virginia, en medio de las llamas que consumían un establo incendiado desde afuera, una bala le atravesó las vertebras del cuello; lo sacaron arrastrado de entre las llamas y lo tendieron bajo un árbol.
Con un poco de agua que le dieron revivió, para balbucir: “Díganle a mi madreque… muero por la patria”; lo llevaron al corredor de una casa, y allí murmuró: “Creí haber hecho bien… ¡inútil, inútil!, fueron sus últimas palabras.
Duelo y dolor de un pueblo
El Norte, que acababa de consolidar la Unión de los Estados, está de duelo; adondequiera se dirija la vista, se observan señales de intenso dolor; al que intentara comentar la situación, fallaban las palabras, todos permanecían mudos; se imponía la elocuencia del silencio; “ El Presidente Lincoln ha muerto”, no había nada mas qué decir; silencio, dolor y decisiones intimas eran cuanto quedaba a aquéllos que admiraron y amaron y se sintieron tan cerca de ese ser que en vida fue uno de ellos, el “gran Amigo del Hombre”, como le decían.
En las ceremonias fúnebres, el cortejo empleó largo tiempo en recorrer todos los puntos señalados; a pesar de la ostentación de que en él se hizo derroche, el espectáculo proporcionó momentos inolvidables a millares de gentes que veneraban al desaparecido y grande hombre por amigo entrañable.
De la Casa Blanca, en Washington, de donde partió, el féretro fue conducido en larga peregrinación, día y noche, durante doce días; en las noches, centenares de hogueras y antorchas iluminaban la carrilera por donde lentamente pasaba el tren, con el féretro enlutado, que en cada sitio encontraba un catafalco lujosamente decorado: Baltimore, Harrisburg, Filadelfia, Nueva York, Albany, Utica, Syracuse, Cleveland, Columbus, Indianápolis, Chicago, hasta llegar al fin a Springfield, en el estado de Illinois, el viejo terruño, donde los amados despojos hallarían por fin su última morada.
En esta larga peregrinación hasta Springfield, el ataúd recorrió 2.400 kilómetros, siendo saludado y despedido al mismo tiempo por más de siete millones de personas; allí se encuentra el recuerdo de ese rostro venerable que han contemplado cientos de millones de norteamericanos.
El ataúd se depositó en el Capitolio del Estado, en el recinto de la Cámara baja, de la cual Lincoln había sido miembro y en donde había pronunciado su advertencia profética sobre la “Casa Dividida”. Todo el día y toda la noche se prologó el interminable desfile de la ciudad nativa que se despedía.
El 4 de mayo de 1865, el cortejo que acompañaba el féretro se dirigió del Capitolio al Cementerio de Oak Ridge. Allí, sobre la verde falda de una colina, millares de personas escucharon las oraciones y los discursos que despedían a uno de sus grandes amigos, “el Amigo del Hombre”.
El fondo de piedra de la bóveda quedó tapizado de siemprevivas. Sobre el féretro, metido dentro de otra caja de caoba negra, con amoroso cuidado sus paisanos colocaron muchas flores.
Envuelta en su manto de misterioso silencio y de flotantes sombras, llegó la noche, ¡se hizo la paz!.
(Carl Sandburg, Revista Selecciones, resumido)