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COSTUMBRES DEL AYER

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Blanca Inés Prada Márquez

 

 

Blanca Inés Prada Márquez

Filósofa, Historiadora - Bucaramanga, Colombia

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Autor: Jairo Cala Otero

Es natural que los estilos y las costumbres para desarrollar la vida humana cambien con el paso del tiempo. Entre más gente pueble este planeta, más y muy diversas serán las formas de comportarse el ser humano.

Jairo Cala Otero - ConferencistaMayor acentuación tendrá el fenómeno si, como ocurre hoy, de por medio está el interés mercantilista; esa fiebre ─no de sábado por la noche, sino de todos los días─ que arrolla, estruja, asalta y despoja a muchas personas inclusive de sus rasgos innatos hasta convertirlas en algo semejante a marionetas, que responden «eléctricamente» ante las subliminales «órdenes» que la publicidad arroja sobre ellas con el código cifrado «¡compren, compren, compren!».

Daría para escribir un largo ensayo la narración de aquel cuadro de costumbres que ─para no ir tan atrás en el tiempo─ nos tocó vivir a quienes «aterrizamos» en Colombia en la década de los años 50. Valgan nada más algunas referencias «al vuelo» para confrontarlas con la maraña de temas, asuntos, situaciones, productos y otras arandelas que hoy nos ha tocado testimoniar.

En unos casos producen suspiros por los tiempos idos, en otros, generan una «patología silenciosa» de tristeza por la cerrazón mental que hoy padecen las generaciones en levante.

Las cunas, donde pasamos buena parte de la primera infancia mientras papá trabajaba, y mamá hacía los quehaceres hogareños, eran de madera rústica, cuando no un simple guacal que el abuelo había pedido que le regalaran en el mercado o el almacén donde acababan de desempacar mercancías.

Otros chiquillos, los de papás dinerariamente acomodados, contaron con cunas de madera enlucidas con pintura a base de plomo. ¡Y no se murieron, pese a que pasaban largas horas con sus bocas pegadas a las barandas de esas cunas!

Cuando éramos niños había pocos automóviles. No tenían cinturones de seguridad, ni bolsas de aire para prevenir accidentes trágicos. Pasear a bordo de una camioneta de carrocería destapada, sin mecanismos de protección de ninguna clase, era todo un deleite. Y no había percances, porque quienes iban al volante de aquellos carros eran conductores de verdad, no endemoniados de la velocidad como los de hoy.

Quienes tuvieron la fortuna de que les compraran una bicicleta, no usaban cascos; tampoco coderas, ni rodilleras si los juguetes eran patines. Y a pesar de esa desprotección, cuando mucho se llegaba a casa con una rodilla «adornada» con un poquitín de sangre, como consecuencia de alguna caída; pero nadie se traumatizó, ni perdió valentía ni nada semejante.

Durante y después de los juegos, inocentes y entretenidos siempre (como «venados y cazadores») tomábamos agua directamente de alguna manguera que una señora sostenía, parada en el andén de su casa, mientras regaba las plantas, siempre florecidas. ¿Agua mineral en botella para garantizar la salud? ¡Nooooo, jamás, porque no existía! La del tubo era la mejor, nos cabía hasta que el ombligo se nos «templaba».

Les dedicamos horas, muchas horas hasta completar días y tal vez semanas, a la construcción de carros de madera con ruedas metálicas de balines («zorras» los llamábamos) para, después de clases (que eran con un único profesor), divertirnos en el pavimento recién estrenado en la cuadra.

Era más emocionante si la calle tenía un declive, porque aquel «vehículo» tomaba velocidades que hacían crecer la adrenalina a niveles inimaginables. A veces, una torpeza en aflojar el lazo que hacía el papel de timón, cuyos extremos iban directamente conectados al eje delantero, cambiaba el curso de la «zorra» y terminábamos chocados contra el sardinel, o contra una casa con pared de tapia pisada, al final de la calle empinada.

Nos levantábamos «toteados de la risa», y nos encaminábamos otra vez hasta la punta de la bajada para experimentar nuevas emociones. Nos entrábamos a casa con la sola presencia de mamá en la puerta haciendo jarras con sus manos sobre su cintura. Eso bastaba para saber que ya era hora de suspender el juego. Y para hacer las tareas. ¡Y ay de aquel que no obedecía enseguida!

Los pequeños accidentes no nos ocurrían en la calle, sino en la casa. Yo recuerdo uno ─ delicado por lo doloroso─ que sufrí cuando contaba siete años, en el inmenso solar que tenía la casa donde nací. Había una cabra con la que solía jugar. Me trepaba con el animal a un arrume de cascajo que mi papá tenía dispuesto para construir más habitaciones en el solar de la casa.

Estando en esas una tarde resbalé desde la cima de ese montículo y caí de bruces; mi brazo derecho se dislocó, mi cuerpo quedó encima de él, y yo, inmóvil, por el dolor tan espantoso.

Más padecimiento fue la «sobada» que don Agustín Serrano, el vecino sacristán del templo, me aplicó en varias sesiones para volver a juntar el radio y el húmero, que se habían «divorciado» con el guatazo. ¡Ni pensar en consultorios de especialistas! O no había muchos, o no había dinero para pagarles. Así de simple. ¡Pero aquí estoy con el brazo completo y sano!

En furtivas «visitas» a la alhacena de la cocina, donde mamá guardaba los alimentos, me apoderaba de trozos de panela que comía por cantidades ilimitadas. Nunca sufrí de sobrepeso, o de diabetes, ni nada parecido (tampoco ahora).

Otras veces sacaba sal, envuelta en un trozo de papel, y me trepaba a la copa del limonero que había en el solar de la casa. Allá me daba un «banquete» a base de limones con sal, hasta la saciedad. ¡Cero gripas, cero pestes, sangre sanísima…!

El «enemigo caro», el televisor, al que se invita a nuestra casa para que rompa el diálogo familiar cada noche, no existía masivamente como hoy. Muy pocas familias podían adqurirlo, y solo lo prendían por la noche durante un par de horas; porque la acostada era, a más tardar, a las diez de la noche.

Era tal la seguridad de la que se gozaba que nadie temía, ni remotamente, que algún violador pudiera hacernos daño. Por tal razón, podíamos caminar solitarios por las calles, sin que nada adverso nos ocurriera.

Los amigos eran asunto «silvestre», los había en todas partes; y la inocencia de la época se conservaba como la virginidad de las muchachas de aquel entonces. ¡Esos amigos eran reales, no virtuales!

Íbamos caminando ─solos, además─ desde la casa hasta la escuela, y viceversa. ¿Transporte pagado por mensualidades? ¡No se usaba! Caminar era la mejor opción si no había tanta distancia entre el plantel educativo y la casa; y viajar en bus urbano era la segunda, si la escuela quedaba lejos.

El sistema educativo contaba con maestros consagrados, que tenían clara la dimensión de su apostolado. No hacían paros porque les demoraran dos o cinco días el pago de sus salarios. Los estudiantes que no eran sobresalientes, cuando perdían un año académico lo repetían.

No se frustraban ni se traumatizaban. Nadie tenía que acudir al psicólogo, como tampoco nadie sufría dislexia ni problemas de atención, ni hiperactividad. Sobre el escritorio de todo profesor siempre permanecía «en guardia» una gruesa regla de madera; quien la fuera «solicitando» por su mal comportamiento en clase, o en el patio de recreo, ella pasaba a manos del profesor, que la descargaba con ganas sobre las palmas de las manos.

¡Nadie se traumatizó, ni nadie se atrevió a llamar ese modo de sancionar «violación de los derechos humanos»!

Jamás abusábamos de la libertad que nos confiaban nuestros padres. Teníamos claras las consecuencias en caso de que nos excediéramos. Ante todo, nuestros padres (generalmente, sin mucho estudio) eran sabios por naturaleza; sus consejos y advertencias eran una cátedra que no se refutaba ni se burlaba.

Los correazos que prodigaban cuando era estrictamente necesario, lejos de traumarnos ─como sostienen algunos─ nos formaron como ciudadanos rectos y respetuosos.

Eso y mucho más vivimos los pelados de aquellas generaciones. Al confrontar esas costumbres con las de hoy, nos entra nostalgia. Porque las de hoy ya las conocemos, y dan tanto desaliento moral que ni vale la pena hablar de ellas. Pero es ¡«el modernismo»!, como muchos llaman esta época de agitación y de ausencia de valores y buenos modales.

Los chicos contemporáneos podrían repasar este cuadro de costumbres. Quizás entendieran por qué, para estos aspectos, es válido decir que «todo tiempo pasado fue mejor».

 


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