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Serendipia y Sincronicidad

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Iker Jiménez - Periodista, Investigador - Madrid, EspañaAutor: Iker Jiménez - Periodista, Investigador - Madrid, España

Cuando la casualidad se eleva sobre sí misma, cuando el azar juega con sus límites y las coincidencias se entrelazan de manera asombrosa e inexplicable, aparecen los fenómenos de Serendipia y Sincronicidad, dos términos extraños y "malditos" que comienzan a interesar a la propia Ciencia.

Conocerlos es una aventura apasionante y, en ocasiones, escalofriante. ¿Se atreve?

A. B. está comprando el pan en una barriada del extrarradio que queda algo lejos de su casa. Es muy pronto y apenas hay tráfico. Repentinamente aparece una pareja de jóvenes, hombre y mujer, que empujan un coche con gran esfuerzo. 

Nadie les ayuda y decide unirse a ellos para arrimar el automóvil a la acera. Cuando está en plena tarea, nota cómo se le hiela la sangre en las venas. La matrícula de aquel viejo Talbot que están movilizando... ¡es la de su propio coche!

Los mismos números y letras de uno mucho más moderno y que a esas horas estaba plácidamente encerrado en el garaje. Las placas, por lógica, debían haber sido robadas unas pocas horas antes. 

Con temple de acero el hombre no se inmuta, lo arrima en segunda fila hasta donde le indican y luego, discretamente, vuelve a entrar en la panadería para llamar por teléfono a la policía conteniendo su miedo. Diez minutos después los artificieros desactivan en el maletero un potente explosivo que iba a ser detonado esa misma mañana. Una casualidad imposible había evitado la tragedia. 

Veinte años después, una noche de julio de 1999, me encontraba sentado frente al ordenador releyendo esta historia. La quietud absoluta tras las ventanas y la luz del flexo, tenue e indirecta, creaban el ambiente propicio para escribir. Sobre la mesa, en una de las primeras hojas de un cuaderno con tapas duras, estaba escrito con rotulador rojo y desde hacía mucho un dato.

Serendipia y SincronicidadEra la pieza clave de una investigación que se paró a la fuerza meses atrás. Las primeras pesquisas me habían demostrado con creces que no había salida para aquel nombre y apellido demasiado común. Una pena. Eran los de un informático sevillano que sufrió fenómenos inexplicables en 1988 y que se convirtió, al menos para mí, en ilocalizable. Hacía mucho que ya había abandonado su pista. 

A las 0.44 horas hubo un apagón. la calle Misterios quedó en penumbra. Al reiniciar el ordenador, con las musas lejos ya de mi cabeza, me propuse navegar por Internet para distraerme un poco. Sin saber cómo -y esto lo comprenderán bien los internautas- me encontré buceando entre un marasmo de páginas dedicadas a la Astronomía.

¿Por qué Astronomía? Francamente, ni idea. Ni me lo había propuesto ni había ningún motivo. Simplemente me enredé en aquello "cliqueando" el ratón de modo cansino para visualizar imágenes de la NASA, de Marte, de Armstrong pisando la luna...

Entre las más de cincuenta que vi me topé con una que me llamó la atención por lo bien diseñada y su objetividad al exponer los últimos descubrimientos. Una página puramente científica que nunca anteriormente había visto. 

Acto seguido, como un autómata, envié a esa web un correo electrónico para felicitar al anónimo autor. Era algo que no hago habitualmente, dadas las pocas confianzas que me inspira la Red de redes. 

Lo cierto es que a las 0.59 horas un mensaje parpadeó en la bandeja de entrada de mi e-mail. ¿Quién me escribía a aquellas horas? Bajé el buzón y leí con suma atención: allí aparecían las amables palabras del autor de la página.

— "¡Qué rápido!', pensé. 

En uno de los renglones hubo algo, entre la cortesía y las buenas formas, que me sorprendió: 

— "Ha sido muy curioso. Una verdadera casualidad. Hace apenas unas horas que he dado de alta el servicio de esta página. Me he venido a vivir a Madrid desde Sevilla. ¡Si me llegas a escribir un solo día antes jamás nos hubiéramos conocido!'. 

Bajé el cursor y me topé con la rúbrica. El corazón me dio un vuelco. Abrí el cuaderno de campo de par en par, y nervioso clavé los ojos en la hoja y en la pantalla al mismo tiempo. No supe si reír o estremecerme. Era él. El esquivo testigo que había buscado durante más de dos años y que hasta aquel preciso instante parecía haber sido tragado por la mismísima Tierra.

Cuestión de probabilidades

En la soledad de mi propio despacho había ocurrido una casualidad asombrosa, demasiado extraña. Y puedo asegurar que la sensación con la que se queda el cuerpo es de lo más inquietante. 

Parecía una broma de "algo" que había decidido el momento de retomar aquel caso "maldito". Todavía consternado cogí papel y lápiz y me puse a hacer números.

En aquel momento existían un millón de páginas en la Red con algún contenido sobre Astronomía; tan solo una de las cincuenta visitadas esa noche llamó mi atención, aproximadamente a una de cada cien páginas es mi costumbre enviar un mensaje, y sólo en una de cada diez es habitual que el anónimo autor de la página se decida a responder esa misma noche poniendo su rúbrica.

Si elevamos esto a que el servidor hubiese sido reactivado justo un día antes y no otro, el resultado es que la probabilidad de que el "contacto' se produjera esa noche se elevaba a 1.82e+13. Traducido al cristiano: una entre dieciocho billones (1/18.200.000.000.000). ¿Puro azar? 

Para el escritor británico Horace Walpole, lo que mis ojos habían presenciado no era ni más ni menos que un complejo proceso de serendipia, palabra acuñada por él en 1754 tras leer la obra The Three princess of Serendip, una aventura ubicada en un reino persa en el que tres protagonistas "descubrían por accidente cosas que en ese preciso instante no estaban buscando".

Esa extraña facilidad que al parecer poseían los príncipes orientales le apasionó e investigó sobre ella. Y de esos primeros estudios, trufados como no podía ser de otro modo de fortuitos hallazgos, nació el término.

Una historia de las matemáticas bastante conocida de cómo se descubrió la Gravedad

Lo más curioso es que ese lugar no era ficticio, como en un inició pensó. Existía físicamente. Se trataba de Sri Lanka (Isla de Ceilán) y su nombre procedía del antiguo vocablo tomado del árabe serendib. 

Jamás lo supo Walpole, quien peleó denodadamente para homologar aquella nueva palabra. Su lucha fue en vano mientras vivió, ya que no fue hasta 1974 cuando la academia inglesa la aceptó definitivamente. Resulta curioso, desde ese mismo momento, la serendipia ha ido consolidándose como término de estudio científico y probabilístico.  

Desde hace una década ha sido resucitado como acepción técnica por la prestigiosa Scientific American como referencia a estas coincidencias difícilmente explicabas y que rompen las barreras de lo casual. Poco a poco, bajo esas letras se han ido agolpando fenómenos apasionantes, trágicos unos y felices otros, que no ha quedado más remedio que aceptar dada su rotunda veracidad.

Un dato del interés social que se desprende por estas ¿coincidencias? lo demuestra el hecho de que recientemente el prestigioso diccionario de Manuel Seco -Español actual- haya incluido la palabra, definiéndola como "facultad de hacer un hallazgo o descubrimiento afortunado de manera accidental".

¡Eureka!

El grito que pronunció Arquímedes significa "lo encontré". Aquella jornada, en los baños públicos, mantenía su cabeza trabajando a todo ritmo en una sede de problemas matemáticos por resolver. El cuerpo, por lo tanto, bien merecía un descanso. Nadie sabe exactamente qué ocurrió, pero ese día el sabio se fijó con detalle en cómo su anatomía, tras un tropezón, se volvía más liviana conforme se sumergía y hacía rebosar el agua por fuera.

Un sencillo cálculo le demostró que el proceso era proporciona¡ en cada una de las inmersiones, y con algarabía imaginable concluyó su inmortal principio nacido del accidente... o de la serendipia. Algo semejante y aún más espectacular ocurrió en la desvencijada cátedra de anatomía de Bolonia, en Italia. Corría el año de 1786 y el profesor Luigi Galvani diseccionaba cuidadosamente una rana para demostrar a sus alumnos uno de sus últimos avances en el arte de la incisión.

No se había puesto el Sol cuando fortuitamente un ayudante no demasiado atento al proceso produjo una chispa al apoyarse en una máquina electrostática. La punta del escalpelo de Galvani hizo de conductor y pasó al batracio que, ante el espanto de los presentes, comenzó a convulsionarse violentamente.

El profesor, impresionado, intentó reproducir el experimento varias veces, poniendo en peligro su propia vida, consciente de que algo clave para el conocimiento humano acababa de acontecer en aquella habitación.

Los estudiantes asistían al acto en completo silencio. "Cuando una de las personas tocó ligeramente los nervios de la rana con el bisturí -dijo el doctor en una carta oficial-, los músculos se contrajeron de nuevo impulsados por continuos calambres'. En la pequeña sala, concebida para una clase más de anatomía, se acababa de descubrir la "corriente eléctrica". Un nuevo universo inexplorado que en un principio Galvani bautizó como "electricidad animal'.

El cambio de paradigma en toda la Ciencia fue radical, imprevisto. los nervios ya no eran canales con fluidos como había sentenciado Descartes, sino transmisores de electricidad a través del cuerpo. Se acababan de sentar las bases de la neurología y la neurofisiología... y todo gracias a una rana muerta y a un misterioso golpe de azar. 

Veinticuatro años más tarde, los mismos calambrazos los sufrió Allessandro Volta cuando experimentaba las teorías de Galvani. Un accidente en el que se derramó cierto líquido sobre planchas de metal le condujeron al descubrimiento increíble de la pila eléctrica. Todo ocurrió tras una sede de percances que, entrelazados en una misma jornada, le llevaron a la conclusión -aceptada posteriormente en todo el mundo- de que la génesis de la electricidad se producía tras la conexión de dos metales dispares a través de una solución electrolítica. 

Prácticamente idéntico fue el proceso de otra sustancia que cambiaría parte de los hábitos de consumo a partir del siglo XIX. A la hora del almuerzo, los trabajadores del laboratorio Ira Remsen daban cuenta de su comida en una taberna cercana. Un joven científico apellidado Fahiberg notó repentinamente un sabor dulce en la sopa e increpó al orondo cocinero. Acto seguido comprobó que al pan le ocurría lo mismo.

Aquello era un desastre y a punto estuvo de marcharse enojado. Pero se detuvo en seco al descubrir que su mano estaba manchada con una sustancia blanca. La chupó y al instante comprobó que era la que producía el gusto. En el laboratorio logró aislar los elementos para saber que una sede de complejas reacciones habían surgido bajo su palma apoyada en una mesa incorrectamente higienizada para originar el desconocido elemento.

Aquel día los laboratorios celebraron por todo lo alto el descubrimiento. Eso a pesar de que llevaban meses dedicados exclusivamente al estudio de la extracción de colorantes. Por cierto, el polvo blanco fue patentado a la ñana siguiente bajo el nombre de sacarina. 

Números malditos

Si el correo electrónico, por mecanismos que ni están escritos ni se conocen, hubiera coincidido exactamente en el tiempo con otro que el informático sevillano me hubiese remitido -suponiendo que fuese aficionado a los misterios, que hubiese leído mis artículos y descubierto repentinamente mi correo electrónico en Internet del mismo modo que yo el suyo- y si además los mensajes tuviesen la misma cantidad de letras y, por ejemplo, idéntica hora de envío, saludo y despedida, nos encontraríamos ante una verdadera sincronicidad. Un salto mortal aún más difícil.

¿Imposible? Hay casos que demuestran que no. 

A lo largo de la Historia ha habido coincidencias que iban mucho más allá de lo que cualquier imaginación pueda elucubrar. En no pocas ocasiones los números concretos, el enigmático mundo de las cifras repetitivas, nos ha dejado algunos de estos fenómenos que son el límite de lo que podemos considerar casualidad.

Un ejemplo es lo que le ocurrió a la escritora de cierta fama en los setenta, Judy Wax. En mayo de 1979, con el fin de presentar su obraStarting in the míddle , tomó el vuelo 191 de American Airlines, un DC-10 lleno con despegue en Los Ángeles y aterrizaje en Chicago. Muy cerca de esta ciudad el avión se estrelló, muriendo todos los pasajeros en el acto.

Curiosamente en la página 191 de aquel su último libro comentaba su miedo cerval a volar. Sus lectores se quedaron horrorizados por la coincidencia, pero más aún cuando repararon que esa misma semana la gruesa revista Chicago, en los kioscos desde hacía una semana, reproducía una última entrevista a la escritora. Una entrevista normal en toda regla de no ser por su ubicación; la página 191.

En ella una fotografía la última de la escritora, espantados, los lectores comprobaron cómo si ésta se ponía al trasluz, se superponía perfectamente con un anuncio de la página siguiente. Un anuncio de la American Airlines anunciando su vuelo 191 a bordo del confortable DC-10. La fobia a algunos números sincrónicos debería estar permitida en casos como el del atormentado compositor alemán Richard Wagner, a quien se le debería haber diagnosticado tricadeicafobia en grado máximo (aversión al número 13). 

Su curiosa biografía, analizada punto por punto por el sagaz estudioso Gregorio Doval, nos muestra que la sombra de ese digito siempre le persiguió incansablemente. Wagner nació en 1813 -cifras que de por sí suman 13-, su nombre y apellido tenían 13 letras, sintió su primer impulso musical un 13 de octubre, sufrió un destierro de 13 años acosado por sus numerosos acreedores, compuso 13 óperas, estreno una, la más célebre, -Tanhauser- un 13 de abril.

En París -donde se presentó un 13 de marzo de 1845- fue censurada durante cincuenta años, justo hasta su reposición un 13 de mayo de 1895. Su primera actuación se produjo en Riga (Letonia) en un teatro inaugurado un 13 de septiembre, y gran parte de su existencia la pasó en Bayeuth, en una posada inaugurada un 13 de agosto y que abandonó arruinado el 13 de septiembre.

El también compositor, además de suegro y protector, Franz Liszt, le visitó por última vez el 13 de enero de 1833, observando en él una penosa enfermedad. Una dolencia terrible que, adivinen, lo alejó del mundo de los vivos exactamente un mes después, cuando el viejo calendario mostraba la hoja de un desapacible 13 de febrero.

Nombres y nombres sincronía

Hay personas, la mayoría de ellas anónimas, tan normales como cualquiera de nosotros, que han pasado a la particular y casi desconocida historia de la sincronía por méritos tan propios como difícilmente explicabas. 

Elegidos por el destino, por la suerte o por la más cruda fatalidad, sus grandezas y miserias se han convertido en objeto de estudio por los escasísimos investigadores de estas materias en las que el azar y el misterio se confunden en una sola cosa. 

Y es que, seamos objetivos, es difícil calificar de meramente accidental la historia del comandante galés Joseph Surfolk, alcanzado de pleno por un rayo en la campaña de noviembre de 1939. Excluido de las trincheras con parálisis en las extremidades inferiores fue ingresado en un hospital de Gales donde cayó otro rayo que le dejó un brazo y la mitad izquierda superior del cuerpo sin movimiento. En su apacible retiro inglés, en el jardín junto a su familia, fue alcanzado por otro en pleno día, sin apenas rastro de tormenta.

Era 1948 y quedó completamente inmóvil. Un año después una descarga proveniente del cielo penetraba en su alcoba y lo atravesaba de parte a parte matándolo en el acto. Lo más tenebroso es que sobre el panteón familiar, y afectando únicamente a su nicho, se precipitó otro rayo en 1960. Ni los sepultureros se atrevieron a acercarse hasta que llegó la policía. Todo el mundo conocía su triste historia. 

Y este caso no es único. Otro 'pararrayos humano' fue el guardabosque de Milwaukee, Roy Charles Sullivan, alcanzado siete veces por la furia de la Naturaleza. La primera vez (1942) sólo perdió la uña del dedo gordo del pie. Por fortuna, Sullivan estaba un paso más atrás de la muerte. La segunda y tercera (1969 y 1970) le carbonizó las cejas y el hombro izquierdo. En 1972, una chispa de rayo le abrasó todo el pelo y un año después la pierna derecha.

La penúltima etapa de su calvario se produjo en 1976, cuando se abrieron graves heridas en pecho y estómago a raíz de una nueva descarga que le sorprendió en un patio interior. Finalmente mudó en 1983, pero no por lo que todos hubiésemos imaginado. Según reza el periódico local se descerrajó un tiro en la sien, incapaz de proseguir con aquella terrorífica experiencia en la que se había convertido su vida. 

Es curioso comprobar cómo, sin embargo, otros se han escapado milagrosamente de las fauces de la muerte por un proceso semejante y, por fortuna, feliz en comparación con los dos casos anteriormente mencionados. En esta ocasión los dados de un inexplicable azar quisieron bendecir a una serie de personas sin ninguna relación entre sí. ¿Cómo explicar de otro modo el hundimiento de un barco el 15 de diciembre de 1664 en el estrecho de Menay, en la costa del norte de Gales, catástrofe -82 pasajeros muertos- de la que se salvó únicamente un hombre llamado Hugh Williams?

¿Acaso es imposible no relacionarlo con el posterior accidente naval del 5 de diciembre de 1785 que arrojo un balance de 60 personas ahogadas y un superviviente que respondía a la identidad de Hugh Williams? ¿Y cómo no hilarlo definitivamente en trilogía con el suceso recogido en los expedientes policiales escoceses sobre el embarrancamiento y naufragio el 5 de agosto de 1860 de un tercer barco con 26 pasajeros de los que se salvó tan sólo uno cuyo nombre era... ¡Hugh Williams! 

Pero esto no es todo. La historia de la serendipia, de las vidas paralelas y de las sincronías extremas aún va mucho más allá. Más lejos de lo que nadie pueda imaginar.

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