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En busca de Bolívar

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El sorprendente Simón BolívarLa política intentó convertirlo en estatua, detenerlo en el marmol, pero su leyenda se fue extendiendo por la historia, por el arte y por la literatura; bibliotecas enteras se llenaron con sus hechos y con la reflexión sobre sus hechos; su vida y su obra merecieron todos los análisis, fueron sometidas como pocas al examen del tiempo, y todavía se debate sobre él como si estuviera vivo, como si estuviera a punto de tomar cada una de sus decisiones. 

Pero, ¿qué le dio ese prestigio, y ese aire de leyenda que roza lo sobrenatural, sino la sorpresa tardía de unas naciones descubriendo que aquel hombre casi siempre había tenido razón?

En este punto, el que estudia a Bolívar corre siempre el riesgo de idealizarlo: sus hechos fueron tantos y tan decisivos, sus determinaciones tan pródigas en consecuencias, y el escenario geográfico e histórico en que se cumplieron sus hazañas tan difícil, que no sólo es posible encontrar justificación para muchos de sus actos, sino que el conjunto nos enfrenta al cuadro excesivo  de una voluntad inelectuble y de una reserva de energía sorprendente. 

Para sus contemporáneos, presenciar el espectáculo de su vida era enfrentarse a una cadena de acontecimientos y decisiones a menudo inexplicables: era fácil, como siempre, interpretar erróneamente sus intenciones. Pero la mayor parte de los seres humanos no tenemos la historia como testigo y juez de nuestras acciones, el  jucio final se nos hace en privado y no tiene como testigo al mundo: Bolívar era un hombre arrebatado por el genio o el demonio de la historia, y sólo la historia podría dar el veredicto. ¡Qué vertigo de acontecimientos!

El joven que se niega a besar la cruz en la sandalia del Papa y que sonríe a la salida diciendo que, si "ese prelado lleva el signo de la fe en los zapatos, es porque seguramente no lo aprecia tanto"; el muchacho opulento que convoca a un banquete en París a una legión de personajes influyentes, politicos y militares,seguidores de Napoleón, para descargar sobre ellos un feroz discurso libertario contra el usurpador, y que pierde en un día la amistad de casi todos ellos; el hombre que avanza entre la multitud por aquel París de callejones jorobados de 1804 con el alma partida entre el odio por el emperador y la admiracion delirante por el héroe popular; el hombre que arroja a un cura de su tribuna en una plaza en ruinas, ante la desesperacion de la multitud, el día del terremoto de Caracas, porque no puede admitir que alguien esté atribuyendo a la revolución las catástrofes de la naturaleza, son menos desconcertantes que el Bolívar que sería después.

Hay que verlo haciendo cabriolas sobre un caballo ante un grupo de llaneros, y despertando con ello la indignación del experimentado Miranda, quien sentía que esas indisciplinas no permitirían formar nunca un ejército competente; hay que verlo apuntando en un amanecer con su pistola al rostro de ese precursor de la Independencia, que había sido además su gran amigo e inspirador, y hay qué verlo dejando a aquel padre en manos de los enemigos españoles que le darían el oprobio y la muerte: hay que verlo aceptando un pasaporte salvador de las mismas manos que han encarcelado a Miranda; hay que verlo en Barrancas, junto al Magdalena, después de la catástrofe y del exilio, desobedeciendo las órdenes de su jefe, el capitán Pierre Labatut y llevándose las tropas hacia Tenerife y Mompox, y después en Cúcuta darles la orden de avanzar hacia Venezuela, sin esperar la autorización de sus jefes neogranadinos;  hay que verlo exigiéndole a Mariño, quien había rescatado media Venezuela, que se sometiera a sus órdenes y renunciara  a gobernar su república oriental; hay que verlo amenazando a Santander con que lo condenaria a muerte, el mismo día en que se conocieron; hay que verlo en otra ocasión pensando en poner sitio a Cartagena, que estaba gobernada por los patriotas; hay que ver  centenares de acciones suyas, inexplicables para quienes las presenciaban, para pensar que aquel hombre, tal vez, estaba loco. 

Pero el que estudia corre el riestgo de sentir que había método en su locura, que hasta en los momentos en que parecía más delirante, la decisión que tomaba era la más acertada,entre lo posible, y la más conveniente, no para sí mismo, sino para su país.

Y si se medita que aquel país en el que pensaba no existía aún, que aquella gran nación por la que luchaba en realidad no existe aún, doscientos años después, uno justifica el vértigo. Uno a veces termina pensando que  Neruda acierta cuando dice que en este mundo Bolívar está en la tierra, en el agua y en el aire, que Bolívar es uno de los nombres del continente.

Los enigmas que su vida plantea no acaban de ser resueltos por sus biógrafos. Éstos han logrado rastrear los hechos con dedicación, a veces con admiración, con todo detalle. Y todos no escriben el mismo libro: se complementan bien, se ayudan unos a otros: Masur es más minucioso y académico; John Lych es más sintético y persuasivo; Masur nos dice que por atender asuntos personales, Bolívar llegó tarde a una batalla, como Marco Antonio;  pero es Indalecio Liévano quien nos cuenta cómo se llamaba ella.

Nos cuentan todo con tanta minucia, y desde perspecticas tan distintas que nos sentimos cerca de comprender la razón de las sinrazones de ese hombre asombroso.

Acabamos comprendiendo que en aquella mañana de los cuarteles, cuando Miranda se asomó y vio a un oficial saltando a lado y lado del caballo, haciendo cabriolas de jinete ante los rústicos llaneros, cuando se acercó a sancionarlo por su  indisciplina antes de descubrir indignado que era el propio Bolívar quien estaba ofreciendo ese espectáculo, no era Miranda quien tenía la razón.

El veterano oficial, héroe de tres revoluciones y jefe experimentado de grandes ejércitos, soñaba formar en América armadas de disciplina prusiana, regimientos que se arrojan al horno como figuras de cera a un solo golpe de voz, como los que a esa hora estaba fundiendo Napoleón en los braseros de Europa. Pero Bolívar sabía que con arcilla de esta América no se podían amasar ese tipo de ejércitos, que su primer deber era ser aceptado por esos rudos peones que lo sabían todo del caballo y la lanza, y que nunca respetarían a un jefe que no fuera capaz de hacer lo que ellos hacían.

Miranda había gastado su vida creyendo que la libertad de su América la harían los acuerdos políticos; Bolívar sentía ya que esa libertad sólo la alcanzaría la lucha de los pueblos, y que sus protagonistas no serían ministros y diplomáticos, sino esos mestizos y esos zambos del morichal y de la ciénaga que parecían apenas emerger de la tierra como criaturas adánicas, sin costumbres civiles, a los que les tocaría aprender en la lucha lo que merece un ser humano y sobre todo lo que merece un ciudadano.

Miranda soñaba con la libertad de América, pero tenía el alma para siempre en Europa. Y también acabamos descubriendo que, meses después, cuando, sin duda con las mejores intenciones, Mirando firmó el armisticio con los españoles, estaba de verdad abandonando una lucha que ya comprometía a millones de seres, y que, gracias a ese abandono, los dominadores no sólo perpetuarían su poder, sino que lo harían de un modo cada vez más humillante.

Sí, Bolívar habría podido permitirle que se embarcara y se fuera al exilio, pero para eso tendría que ser jefe de algo, y en ese momento no era más que un comandante derrotado que castigaba en el último instante lo que él  consideraba una traición.

Él mismo no tenía segura la cabeza y no tenía futuro alguno: allí sólo obraba su indignación, el sentimiento de que su maestro e inspirador se había mostrado capaz, en un arrebato de dignidad o de exasperación, de arrojar por la borda la lucha de todo un pueblo. Miranda había sido nombrado jefe, pero al parecer se creía dueño de la revolución; creyó que podía entregarla sin consultar siquiera con sus hombres.

Hay que decir más bien que en ese momento, uno de los mas terribles de su vida, hundido en la desesperación de haber perdido el fuerte  de Puerto Cabello y desgarrado por la urgencia de recuperar el terreno perdido, Bolívar, quien tiene fama de hombre impulsivo y a veces  colérico, pudo haber disparado a la cabeza del jefe que abandonaba la lucha, y más bien tuvo la contención de exigir que se le hiciera un juicio, esperando, eso sí, que fuera fusilado.

Los españoles no  le dieron tiempo de cumplir ese rito legal: en confusas circunstancias se apoderaron de Miranda , y, al reducirlo a prisión, demostraron cuán torpemente éste se había equivocado al confiar en ellos.

Dos semanas después, mientras Miranda comenzaba su cautiverio final, trágico y sombrío, Bolívar, por intercesión de su amigo, el español Iturbe, estaba a punto de recibir de Monteverde un pasaporte que le permitiría  salir del país y sobrevivir al naufragio de la Primera República, y fue en ese momento cuando el español dijo que el pasaporte se lo concedía por los servicios prestados al rey de España, al entregarle al jefe de la revolución.

Bolívar sintió un escalofrío, y aunque  era lo que menos le convenía, alzó su voz para decir: "Yo no arresté a Miranda para prestar un servicio al rey, sino para castigarle por haber traicionado a su país".. Todo estaba dicho. El funcionario, que ya le extendía el pasaporte, lo retuvo de  nuevo, pensando seguramente que a aquel hombre más bien había que llevarlo a acompañar al otro en la cárcel.

Entonces, la estrella que tantas veces salvaría a Bolívar a lo largo de una vida de peligros incesantes, la misma estrella que lo retuvo en Jamaica en una casa deshabitada mientras cerca de allí un proveedor de sus tropas era asesinado en su hamaca; la misma estrella que, en 1812 lo recibió en Cartagena cuando era un don nadie, como Ulises; la misma que lo alumbró en Mompox y en dos semanas lo llevó a duplicar su tropa;  la misma  estrella que le dio barcos y pertrechos en Haití cuando era un desterrado lleno únicamente de delirios;  la misma que le propuso locamente, ya con el llano libre, cruzar la cordillera impracticable y dar un golpe inesperado a los españoles en Boyacá; la misma que alumbró su diálogo a puerta cerrada con el jefe de los ejércitos del Sur en Guayaquil; la misma que arrojó a su paso una corona de flores o de hojas de laurel desde un balcón de Quito; la misma que con el rostro del amor le abrió la ventana al frío de septiembre para que escapara  a los puñales de sus amigos, en ese momento iluminó a Iturbe para decirle al general Monteverde: "No le haga caso a este calavera, y dele el pasaporte para que se vaya de una vez". .-  

(William Ospina, El Espectador)

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