Con fe y esperanza deseo compartir con usted este interesante artículo que encontré en una revista Selecciones del año 1940. Hace 70 años el mundo estaba convulsionado por las guerras mundiales y otras internas que hacían difícil la vida entre las naciones; el final de ese artículo, escrito en esa fecha, dice tambien mucho sobre lo que sucede ahora en el mundo, por consiguiente siempre es y será de actualidad.
La oración no es sólo un acto con el cual rendimos culto a Dios; asimismo es irradiación de la naturaleza del hombre; es la forma de energía más potente de cuantas alcanzamos a desarrollar. Su influencia en nuestro ser espiritual y material es tan demostrable como la de las glándulas secretorias.
Sus efectos pueden evaluarse, ya por el mayor grado de bienestar físico, de vigor intelectual y de fibra moral que proporciona; ya por el conocimiento más íntimo a que nos conduce de aquellas realidades cardinales que son el fundamento de las relaciones entre racionales.
Quien forma el hábito de la oración sincera, experimenta un cambio profundo en su vida. La oración imprime huella indeleble en nuestros actos y en nuestro porte. Un aire apacible, un semblante sereno, un continente reposado son manifestaciones exteriores de la paz que infunde la oración en aquellos cuya vida enriquece.
Ella enciende en el interior del alma luz iluminadora, que hace que el hombre se vea a sí mismo; advierte sus egoísmo, su vanidad, sus recelos, su codicia, sus yerros. Adquiere un sentido de responsabilidad moral, se hace intelectualmente humilde y de esta forma emprende la jornada que lleva a las almas hacia la gracia.
La plegaria es fuerza que actúa tan real en el ser humano, como la gravedad en la tierra. Durante mi carrera de médico, me ha tocado ver hombres y mujeres que, después de haber fallado en ellos la medicina, vencían la enfermedad y dominaban la melancolía, merced al sereno esfuerzo de la oración; es ésta la única fuerza del mundo que parece sobreponerse a las llamadas “leyes naturales”.
En los casos en que se manifiesta de modo súbito y dramático, la gente exclama: “¡Milagro!”. Empero, hay otro milagro, escondido, silencioso, constante: el que ocurre día a día, hora a hora, en el corazón de los que hallaron en la plegaria un manantial perenne de fortaleza.
Muchos son los que ven solamente en el acto de orar la repetición rutinaria de unas mismas palabras; según otros, la oración es refugio de los ánimos opacados, o súplica pueril, enderezada a implorar bienes materiales.
Pensar de esta forma es desestimar el poder de la oración; equivale a proceder como lo haría quien, al definir la lluvia, dijese que es agua que baja de las nubes para llenar los charcos donde se bañan los pajaritos.
Propiamente considerado, el acto de orar es actividad perfecta, e indispensable al completo desenvolvimiento de nuestra personalidad. Orar es llegar a la integración mas elevada de las facultades superiores del ser humano. Sólo mediante la oración consumamos esa armoniosa correspondencia entre el cuerpo, el alma y el pensamiento de la cual deriva nuestra flaca naturaleza.
“Pedid y se os dará”, es afirmación cuya verdad ha comprobado la experiencia humana. Cierto, podrá suceder que las preces no reanimen el cuerpecito inanimado del niño; que no alivien el padecimiento del enfermo; esto no obstante, la oración lleva siempre en sí, como el radio, manantial de luminosa e inmanente energía.
¿En qué forma se nos comunica, al orar, esa fuerza tan poderosa y tan dinámica?.
- Para responder a esta pregunta (cuyo contenido cae, por de contado fuera de los dominios de la ciencia) debe empezarse por poner de manifiesto que toda oración siempre revela un mismo e idéntico motivo.
En el hosanna triunfal de majestuoso oratorio, como en la súplica tosca del salvaje que pide a sus divinidades buena suerte en la cacería, hallamos manifiesta una verdad: el hombre trata de acrecer sus limitadas fuerzas implorando a la Fuente Infinita de toda energía.
Al orar nos unimos a la Fuerza Inextinguible que alienta en el universo y que lo rige: le pedimos que nos conceda una partícula de su poderío que sea proporcionada a nuestra necesidad. El solo acto de suplicar así conforta nuestra debilidad, nos hace sentirnos aliviados y fortalecidos.
No debemos acudir nunca a Dios en busca de la satisfacción de un antojo; la oración que más fortalece no es aquélla con la cual pedimos favores, sino la que implora de Dios la gracia de la unión con Él. En la oración hemos de ver el ejercicio que nos hace sentir en nosotros la presencia de Dios.
Sucedió una vez en cierto pueblo, cuando estaban a punto de cerrar la iglesia, en el último banco se hallaba un campesino, solo, ausente, como sin darse cuenta de nada.
-“¿Qué esperas?-, le preguntaron.
- “¡Estoy viendo a Dios, y Él me está viendo a mí!”, fue su respuesta.
El hombre, cuando reza, no lo hace únicamente para pedirle a Dios que se acuerde de él; reza porque siente que la criatura humana debe acordarse de su Creador, de su Dueño.
¿Cómo definir la oración? Es ella esfuerzo del mortal por elevarse hacia Dios; es anhelo de comunicación con ese Ser invisible, creador de todas las cosas, en el cual residen, en grado sumo y perfecto, el poder, la sabiduría, la verdad, el bien, la belleza; que es Padre y Redentor de todos los hombres.
Ese Ser, objeto y término de la plegaria, permanece siempre inaccesible a la inteligencia humana, que tanto ella, como la palabra, intentarían en vano conocer a Dios o explicarlo.
Con todo, sabemos que siempre que nos acercamos a Él en las alas de la súplica ferviente, experimentaremos, así en lo físico, como en lo moral, una favorable mudanza. Nunca podrá ocurrir que quien ore, así sea por unos instantes, deje de sacar algún fruto de ello. “Todo el que ora, aprende algo al orar”, dijo Emerson.
Ahora bien, podemos orar donde quiera, no importa el lugar: al caminar por la calle o al ir en el tren, en el avión o el autobús; en el taller, en la oficina, en la escuela; en medio de la multitud o en la soledad de nuestro aposento o en la iglesia; no hay lugar, ni circunstancia que no se preste para la oración.
Aunque el mejor sitio está dentro de nosotros mismos, no necesitamos ir a ningún lugar en especial: “Al que me ame, mi Padre lo amará, vendremos a él y haremos en él nuestra morada”, dijo Jesús hace veinte siglos.
“Piensa en Dios mas a menudo de lo que respiras”, aconseja Epicteto. Para que moldee nuestra personalidad, la oración ha de ser habitual: rezar al levantarnos y conducirnos luego en el resto del día como paganos, carece de sentido; plegaria ha de ser también la vida misma, y lo es, cuando es ordenada.
Las mejores plegarias se asemejan a las no estudiadas palabras de los amantes privilegiados: sustancialmente siempre dicen lo mismo, y nunca son enteramente iguales. No a todos nos será dado orar con la creativa facilidad de expresión de una Santa Teresa o de un San Bernardo, almas elegidas que volcaban su fervor en palabras de misteriosa belleza.
Afortunadamente, tampoco nos es indispensable poseer su elocuencia; Dios reconoce y acoge nuestro más leve movimiento de piedad, aun cuando seamos torpes al expresarnos; aunque nuestros labios se hallen manchados, ni una sola sílaba de las palabras que le dirijamos a Dios, dejará de serle acepta a Aquél que, al oírlas, derramará en nosotros los dones de su misericordia infinita.
Hoy como nunca la oración debe ser vínculo entre hombres y naciones. El no haberle concedido al sentimiento religioso la importancia debida, ha puesto al mundo al borde del colapso. Miserablemente hemos descuidado el manantial más profundo y rico de cuantos pueden darnos perfección y energía.
El alma humana, desconocida y olvidada, ha de afirmar de nuevo sus derechos. Porque, si la generalidad de las gentes vuelve a reconocer el poder que tiene la oración y a emplearlo; si el espíritu proclama sus aspiraciones con claridad y entereza, aún habrá esperanza de que la oración que elevemos a lo Alto, para implorar que haya en el mundo favorable mudanza, sea escuchada y atendida.
(Alexis Carrel, Revista “Selecciones”, 1940)