El hombre siempre ha tratado de predecir el futuro; el temor a la muerte y a lo desconocido, y un deseo innato de hallar la felicidad lo impulsan a escudriñar el mañana. En este terco empeño, milenario e infructuoso, se ha valido de innumerables procedimientos: unos de carácter interno –subordinados a sensaciones, automatismos motores, o impresiones mentales- y otros, de tipo extraño –determinados por la inferencia de actos trascendentales, físicos, etc.
En algunos casos el espíritu del muerto debía proporcionar la información. En los restantes, el mago, el hechicero, sacerdote o profeta constituían la fuente del conocimiento. Se suponía que la divinidad manifestaba su voluntad y se comunicaba con las personas a través de éxtasis, sueños, oráculos, apariciones, etc.
En Caldea, Asiria, Palestina, Egipto, etc., la casta sacerdotal asumió fundamentalmente aquellas funciones. En Grecia, los oráculos transmitían los designios de los dioses; organizados en lugares estratégicos y cargados de tradición, solían distinguirse por el modo en que se evidenciaba el mandato divino (de palabras, por signos o utilizando a los muertos). El de Delfos, al pie del Monte Parnaso, adquirió fama e influencia.
Centro religioso de la antigüedad, llegó a considerarse el eje del mundo geográfico de entonces. En sus inicios, el dios Apolo vaticinaba, valiéndose de Pitia, una pitonisa doncella que –sentada en un trípode de madera, revestida de oro, sobre una grieta que despedía gases- profería frases incoherentes que los sacerdotes procuraban desentrañar.
Con el tiempo, una mujer de 50 años de edad, vestida como las vírgenes, sustituyó a la primitiva sacerdotisa. El oráculo cumplió en Grecia alta y noble misión: agrupó a los griegos en los momentos cruciales de su acaecer histórico, como cuando el país sufrió la invasión de los Jerjes(Segunda Guerra Médica).
En Roma, el Colegio de los Arúspices, fundado por Rómulo o Numa, revelaba los augurios examinando el vuelo de las aves y las entrañas de los animales. Reconocían a las víctimas y luego de sacrificarlas, vigilaban las llamas que se desprendían de las carnes quemadas, así como la flor de la harina, el incienso, el vino, el agua, etc. Si la muerte llegaba lenta y dolorosa, declaraban funesto el presagio. En el supuesto contrario, favorable. Un hígado doble, un corazón pequeño, un órgano defectuoso, etc., inspiraban juicios adversos. El día en que Cesar cayó asesinado, los Arúspices anunciaron no haber encontrado el corazón en los dos bueyes de la inmolación.
Entre los aztecas, el corazón de las víctimas ofrecidas, el humo del copal y de otras esencias, las estrellas, los fenómenos de la naturaleza, etc., servían a los sacerdotes para predecir.
Los chibchas formalizaban sus predicciones después de ofrendar los animales, abrasar maderas y hojas, observar los astros.
Los caribes, con sus feroces cacerías humanas creían aplacar a sus dioses y asegurar su propia y ulterior felicidad.
En el Imperio Incaico, la litación de las llamas sobre los altares pétreos, la incineración de hojas seleccionadas, el uso de la coca y de otras hierbas, el paso de los astros, la caída de un aerolito, el ruido de las aguas, el ulular del viento, la disminución o ausencia de las lluvias, etc., abastecían de datos y recursos a los sacerdotes, y enriquecieron la compleja liturgia del arte de profetizar. En la actualidad, en la selva peruana, los hechiceros o tropelistas beben ayahuasca y tras sumirse en hipnosis profunda están listos a vocear los agüeros a los atónitos indios de la tribu.
En la Edad Media, la vara mágica –aplicada aún en China, Corea y Japón- el texto bíblico y otras pruebas, y las ordalías (en las que los reos eran expuestos a un peligro extremo para que Dios significase su inocencia o culpabilidad) ampliaron sin duda los métodos originales de escrutar el destino. Aunque la Iglesia condenó como diabólicas tales prácticas, muchas de ellas florecieron hasta el siglo XVIII y no pocas subsisten en nuestros días, a pres del progreso científico.
(Almanaque Mundial, 1958)