En la plaza denominada de la Gran Convención existe una pequeña iglesia que perteneció a los frailes franciscanos, cuyo convento se estaba reedificando para colegio provincial.
La iglesia, pequeña y pobre en su construcción no merecería un recuerdo especial, si no hubiera sido el lugar en que vinieron a desenlazarse los infaustos sucesos que desde 1826, y con motivo de la Constitución Boliviana, que Bolívar llamaba “su delirio legislativo”, empezaron a conmover el cuerpo colosal de Colombia con los síntomas de su próxima disolución.
Páez en Venezuela había promovido la formación de un Estado independiente, después de haber convidado al Libertador a que ciñera una corona que él rechazó; la Nueva Granada hervía en actas y pronunciamientos militares contra la vigente Constitución de 1821; Quito pedía unas veces la dictadura provisoria, otras la convocatoria de una convención colombiana, en lo que estaban de acuerdo la mayor parte de las municipalidades, y era la única salida de ese laberinto de contradicciones de y desaciertos.
Bolívar tenía una opinión decidida, formulada perentoriamente en la carta que dirigió a Páez desde Lima, el 8 de agosto:
“Yo desearía que con algunas ligeras modificaciones se acomodara el Código boliviano a Estados pequeños enclavados en una vasta Confederación, aplicando la parte que pertenece al ejecutivo, al gobierno general, y el poder electoral a los Estados particulares”.
El peso de esta opinión y el calor con que la sostuvo su autor, influyeron de una manera funesta en los posteriores sucesos de Ocaña.
Por fin el Congreso reunido el año de 1827 expedió la Ley de 3 de agosto convocando una Convención Constituyente, que debía instalarse en aquella ciudad el 2 de mayo de 1828, lo que se verificó el 9 de abril, en medio de mil borrascas y alteraciones, con la concurrencia de 64 diputados de los 108 que correspondían a la República y bajo la presidencia del íntegro patriota Francisco Soto, eligiendo para lugar de sus sesiones la pequeña iglesia de San Francisco.
La discordia se introdujo en aquella Corporación que debía salvar a Colombia, y de ella salió a sembrar animosidades por toda la república, cuya esperanza de salud quedó perdida; diecinueve diputados bolivianos desertaron en junio, huyendo de la Convención, so pretexto de que la mayoría los oprimía y no se hallaban dispuestos a sancionar con su presencia “la obra de las pasiones”, calificando así un proyecto de Constitución casí federal que se discutía con aplauso de los santanderistas.
Poco después abandonó el puesto otro diputado, permaneciendo solamente 54, número insuficiente para continuar las sesiones, pues siendo el total de diputados 108, se requería la presencia por los menos de 55, para formar asamblea.
Disolvióse la Convención…., adivino la dictadura…¿Cómo era posible que continuara la existencia de Colombia?.....// La yerba crecía en los escalones de la modesta iglesia, pisados veintidós años atrás por los acontecimientos de 1810.
El ruido de los ardientes debates en que pugnaban coléricas las ideas civiles y militares, había pasado semejante a una ráfaga de huracán al través de las selvas. Los hombres, las naciones, pasan como sombras delante de Dios, la religión sigue su curso imperturbable hora por hora, siglo por siglo, como un reloj que marca la duración del mundo.
(Recopilación del libro “Peregrinación de Alpa”, de Manuel Ancízar)