Carmen Rosa Pinilla Díaz
Pensionada, Historiadora - Bucaramanga, Colombia
John Rowlands, (Denbigh, Gales, 28 de enero de 1841 - Londres, Reino Unido 10 de mayo de 1904. Fue un explorador y periodista galés nacionalizado estadounidense, famoso por sus expediciones a la entonces misteriosa África Central, en una de las cuales encontró al desaparecido David Livingstone.
Los años fueron convirtiendo en lejano recuerdo el nombre de DavidLivingstone, que hace unos siglos era la actualidad palpitante; no menos olvidado se halla el de Henry M. Stanley, el arriesgado explorador que se internó en el África central, hasta dar con el perdido Livingstone. Los viajes que este explorador llevó a cabo, lo colocan entre los descubridores que han ensanchado los límites del mundo conocido.
Este es un resumen de la autobiografía de John Rowlands:
“La muerte de mi padre, siendo yo un recién nacido, me dejó sin hogar; hasta los cuatro años, viví bajo el techo de parientes; en 1847, me enviaron al hospicio de St. Asaph, a sufrir maltratos inmisericordes, donde el afecto y la dicha del hogar faltaban por completo; allí aprendí a leer y a conocer a Dios; gran consuelo era para mí saber que tenía un Padre en los cielos ante quien podía sentirme igual al más poderoso de los hombres.
Por esa época contaba con11 años de edad; me hice gran amigo de un chico de mi edad, Wiilie Roberts; caí enfermo y cuando pude levantarme me impresionó mucho el saber que mi amigo había muerto; el cuerpo de nuestro compañero yacía en un féretro negro; uno de los muchachos retiró el lienzo que cubría el cuerpo y a la vista quedaron innumerables verdugones sobre el lívido cadáver; bastó una mirada para comprobar que Francis, el maestro del “penal” infantil era el culpable de la muerte de mi amigo.
Este suceso vino a determinar un profundo cambio en el curso de mi vida: me fui volviendo rebelde y decidido a no dejarme de nadie. En mayo de 1856 alguien, con una navaja, hizo un corte en una flamante mesa que se acababa de adquirir; Francis tomó la vara de abedul que servia para castigar y coléricamente exigió el nombre del “criminal”; nadie lo sabía o mejor, nadie estaba dispuesto a delatarlo.
- “Está bien–nos dijo entonces- voy a azotar a toda la clase: ¡todos se desvisten!”.- El hombre cumplió su amenaza, empezando por los más pequeños; una vez más presenciamos los gritos de los pobres niños que allí habían, como la sangre que empezaba a correr por el salón; cuando me llegó el turno, opuse una obstinada resistencia.
- ¡¿Cómo es eso?, ¿por qué usted no está listo?; ¡quítese la ropa de inmediato!
- ¡Basta ya!–grité asombrada por mi propia audacia, y al ver que el maestro venia hacia mí con el brazo levantado, retrocedió unos pasos, tropezó con una banca, tambaleó y fue a dar de espaldas al suelo; me le fui encima y con la misma vara empecé a golpearlo hasta que, notando que yacía inmóvil, caí en cuenta de lo que estaba haciendo.
No sabía qué partido tomar; la cólera que me dominaba se había desvanecido; ayudado por algunos compañeros llevé el maestro a su habitación; cuando cerramos la puerta, todos me preguntaron con voz apenas perceptible si Francis estaba muerto. El solo pensamiento me infundió pavor y decidí, con otro de mis amigos, Moisés, huir y sin perder un segundo, escalamos la tapia del orfanato y echamos a correr.
Rumbo a la ventura
Si alguna vez confié inocentemente en que, fuera del amurallado reciento “cárcel” de St. Asaph había de encontrar la alegría que brinda la amistad y el parentesco, esa confianza estaba a punto tornarse en desengaño; al acercarse la noche, descorazonados y acobardados por la oscuridad, nos metimos en una calera abandonado; al despuntar el día renovamos nuestra peregrinación, hambrientos y abatidos; aquella noche dormimos en una pesebrera.
Al día siguiente llegamos a Denbigh, en donde Moisés tenia parientes que con bondad nos recibieron; después de una noche reparadora, seguí solo en busca de mi abuelo, rico propietario de una extensa granja.
Nunca olvidaré aquella entrevista con mi abuelo: mirándome fijamente me preguntó quién era yo y qué quería; le respondí que era su nieto paterno y en cuanto le expuse el motivo de mi presencia allí, quietándose la pipa de la boca y señalando la puerta, me respondió:
- “Muy bien, amiguito, salga por donde entró; no puedo hacer nada por usted”.
Visité entonces algunos parientes, con la misma desastrosa fortuna. Por algunos días, un primo, maestro de escuela, me mantuvo en su casa y se mostraba contento con mis progresos en el estudio; pero ocurrió que mis nuevos condiscípulos empezaron a echarme en rostro mi antigua condición de hospiciano; esto influyó en el ánimo de mi pariente y cuanto antes se deshizo de mí.
Por esos días estuvo en casa de mi primo otra pariente, procedente de Liverpool y después de darme una libra esterlina, con ella me despacharon, para la casa de mi tío Tom.
Mi tío era un hombre animado y muy propenso a las exageraciones; prometió hacer cosas maravillosas por mí; pero no ganaba más que una libra esterlina por semana y tenía que mantener una numerosa familia, y por consiguiente el echarse encima una nueva carga, no dejaba de ser una pesada obligación.
Como pasaron varios días sin que apareciera la “excelente colocación” que mi tío había prometido, la tía María me llamó aparte y me pidió “prestada” mi libra esterlina. “Tom lleva mas de tres semanas sin trabajo, está muy abatido y hay que levantarle el ánimo”, me explicó ella para dejarme sin un céntimo. El lunes de la semana siguiente, mi tía me pidió “prestado” mi traje dominguero, para empeñarlo; al otro lunes mi abrigo corrió la misma suerte.
Empecé a recorrer diariamente las calles en busca de cualquier clase de trabajo; un día conseguí mi primera colocación, en una fábrica de ropa, donde me pagaban cinco chelines por semana, trabajando de siete de la mañana hasta las 9 de noche.
De casa salía a las 6:30 de la mañana con un pan untado de mantequilla y un poco de carne fría en una lata, para sostenerme hasta las nueve de la noche. En un principio, como tenia vigor acumulado, pude cumplir con mis deberes con regularidad, pero a los dos meses acabó por derrumbarme el peso de mi trabajo y tuve que guardar cama, mientras mi patrono me reemplazaba por otro fornido muchacho.
Un día, en desempeño de un nuevo trabajo, me enviaron con una cesta de provisiones y una esquela al capitán del bote Windermere, coyuntura que selló mi suerte; mientras el hombre leí el mensaje, yo miraba el lujoso moblaje del camarote, pero pronto me di cuenta que el capitán me observaba.
- “Veo–me dijo- que te gusta mi cámara: te gustaría navegar en este barco?
- “Yo no sé nada de barcos y menos del mar, señor”
- ¡Bah!, ya aprenderás. Vamos, ¿quieres ser mi camarero?; te daré cinco dólares al mes y un bonito uniforme. Dentro de tres días partimos para Nueva Orleans”. Sin pensarlo mucho, respondí:
- “Me iré con usted, capitán, si cree que puedo serle útil.
En el mar
Los tres primeros días que pasé a bordo del Windermere permanecí acostado, sin poder valerme por mí mismo. En la mañana del cuarto día, bruscamente me sacó de mi abatimiento una voz áspera que gritaba por la escotilla:
- “Hola, tú, inglesito de mierda! ¡Sube acá, vagabundo! ¡Ven a fregar la cubierta si no quieres que baje y te desuelle vivo!.-
La imperativa aspereza de aquella voz era capaz de revivir un muerto; sobreponiéndome al mareo, subí dando tumbos a la cubierta, y así que me vio trabajando, enfiló los tiros de su furia a otro muchacho, a quien le dijo con mordaz ironía:
- Y tú, Harry, supongo que no querrás una caricia de mis botas, ¿verdad?; dale a la escoba, y pronto.
La disciplina en el Windermere era brutal. Así como Francis vapuleaba, pegaba y azotaba a los niños en St. Asaph, así también los desaforados contramaestres apremiaban, maldecían, golpeaban y pateaban a los desgraciados marineros, hombres ya hechos y derechos.
Por suerte para mi, en la primera semana de navegación descubrieron tres polizontes, que concitaron toda la saña de aquellos verdugos alejándola de mi cabeza, por lo que la travesía no me fue del todo intolerable.
Habían transcurrido 53 días desde que levamos anclas en Liverpool, hasta que la nave entró en Nueva Orleáns. Apenas nos dieron libertad, Harry y yo corrimos sobre los rompeolas, locos de contento. En el puerto los oficiales redoblaron su rigor disciplinario; me hostilizaban en todas las formas imaginables, para obligarme a abandonar el buque; la segunda noche de nuestra estancia en el puerto, no pudiendo soportar más aquella vida de esclavo, tomé y mi ropa y me eché a correr por el rompeolas y me senté, a esperar el nuevo día.
En el trabajo
Poco después de la salida del sol me dirigí hacia la calle de Tchapitoulas; a eso de las siete encontré a un caballero que, sentado en la puerta de una tienda, leía su periódico; lo tomé por el propietario del establecimiento; observé al caballero y alentado por lo suave de su rostro, me atreví a preguntarle:
- Señor, por casualidad necesita usted un muchacho como ayudante?
- “¿Un muchacho?- respondió mirándome fijamente-. “No, creo que no. ¿De dónde vienes?, tú no eres norteamericano, ¿verdad?
- He llegado de Liverpool –le respondí, y enseguida comencé a explicarle mi situación.
- ¡Vamos!–Exclamó-; “Eres un chico y sin amigos, en tierra extraña?, y deseas empezar a hacer fortuna; ¿Qué sabes hacer? ¿Sabes leer?..¿Qué libro es ese que llevas en el bolsillo?
- Es mi Biblia, regalo de nuestro obispo.. Oh ¡sí, señor, yo sé leer,- respondí con orgullo.
El señor abrió la Biblia y sonrió al leer la dedicatoria: “A John Rowlands, del Muy Reverendo Thomas Vowler Short, Doctor en Teología, Lord Obispo de St. Asaph, por su aplicación al estudio y buena conducta”. Me la devolvió y me señaló un artículo del periódico que tenía en la mano.
- “Lee aquí”- me dijo; le obedecí, leyendo “muy correctamente, aunque con acento extranjero”, según comentó él.
- ¿Sabes escribir bien?-, me pregunto en seguida.
- Sí señor, tengo buena letra y redonda, según me han dicho”.
- “Entonces, márcame ese saco de café, con la misma dirección que está en el otro lado; aquí tienes tinta y una brocha”.
En pocos segundos tracé sobre el saco: “Mamphis, Teen”
- “Muy bien, sigue marcando los demás”- me dijo; por todos había unos treinta, que en pocos minutos quedaron listos.
- “¡Excelente!, no se me perderá el café esta vez; el señor Speake vendrá a eso de las diez; mientras tanto ven a desayunar conmigo”.
Me previno que siendo tan importante la primera impresión que uno causa, lo mejor que podía hacer era asearme un poco. Cuando llegó el señor Speake, mi benefactor lo tomó del brazo y alejándose un poco, sostuvieron los dos una animada conversación, al cabo de los cuales el señor Speake me dijo sonriente:
- Bueno muchacho, estoy dispuesto a tomarte a prueba por una semana, con un sueldo de cinco dólares”..
Cuán alegre y orgulloso me sentí entonces. Acometí con avidez el trabajo que se me había encomendado. Cuando terminó la semana de prueba, me dieron empleo permanente con 30 dólares mensuales, de los cuales me quedaban libres 15, después de pagar alimentación y alojamiento. A mis ojos aquélla era entonces una verdadera fortuna.
A pocas semana de estar en EE. UU mi espíritu y mi temperamento habían cambiado por completo; el trato que recibiera en América dependería exclusivamente de mi propia conducta; adquirí el hábito de andar con la frente alta y a grandes pasos, feliz con mi nueva independencia; frisaba entonces los quince años de edad.
Por mi patrón supe que el individuo a quien acerté a dirigirme la mañana de mi llegada era un comisionista de Nueva Orleans; se llamaba Stanley, quien, al cabo de cuatro semanas regresó con nuevos pedidos de mercancía. Me felicitó por la mejora que observó en mi aspecto, me dio su tarjeta y me invitó a su casa el domingo siguiente.
Llegado el día y al detenerme frente a la casa, el propio señor Stanley me estaba esperando; me condujo a una amplia sala y me presentó a su esposa; era la primera señora a quien yo trataba en mi vida; me encontraba un poco angustiado pero la amabilidad con que ella me recibió disipó mi timidez, y a poco, sentado a su lado, conversaba con ella con sorprendente desembarazo. Cuando pasamos a la mesa, allí encontré unas doce personas, quienes me hicieron el honor de acogerme en su círculo; en suma, aquel fue un almuerzo memorable.
Seguí acudiendo todos los domingos en la mañana; en cada visita, la señora se mostraba más afectuosa y bondadosa y su esposo mas paternalmente cordial. Me llevaban a la iglesia, y en muchas otras formas me hacían objeto de su preferencia.
El verano de 1859 fue muy malsano en Nueva Orleans; una tarde, el señor Speake cayó muy enfermo y a los cuatro días falleció; la tienda se vendió en pública subasta y los nuevos dueños me dejaron sin empleo. Pasadas unas semanas, al hacer mi acostumbrada visita dominical a la familia Stanley, tuve la penosa sorpresa de enterarme que igual la señora había caído enferma y necesitaba de cuidados intensivos; por entonces el señor Stanley estaba de viaje de negocios fuera de la ciudad; viendo la fatiga y el cansancio de Margarita, la sirvienta que acompañaba a la señora, me ofrecí para reemplazarla a ratos para que ella pudiera tener sus horas de descanso; aquel día permanecí las 24 horas en guardia, mientras Margarita se recobraba suficientemente; me ofrecí para quedarme y reemplazarla periódicamente cuando ella lo necesitara.
La enferma empeoraba; el miércoles, hacia la medianoche Margarita me llamó urgente a la alcoba de la señora, quien se encontraba agonizante; cuando me sintió a su lado, abrió los ojos con dulce mirar y me habló con una voz que parecía venir de muy lejos:
— “Hijo, pórtate siempre bien.., que Dios te bendiga”, me dijo, mientras lentamente la vida se le iba; volví a mirar a Margarita y comprendí que la muerte se la había llevado.
Durante algún tiempo me sentí demasiado solo para preocuparme por nada; poco a poco fui despertándome a mi nueva realidad y me vi otra vez buscando empleo; no fue fácil, sin embargo, una vez más, la suerte estaba conmigo. Al mes me embarqué para San Luis, donde esperaba encontrar al señor Stanley. Al preguntar por él en el Planters Hotel, me informaron que hacía una semana había regresado a Nueva Orleáns. Para entonces, los fondos de que aun disponía se habían agotado, pero tuve la suerte de encontrar quien me diera el pasaje a cambio de un trabajo. Así regresé en una barcaza de transportar madera.
Encuentro un padre
En Nueva Orleans encontré al señor Stanley, quien me hizo un recibimiento tan cordial como si yo fuera su hijo pródigo; me hizo saber que no habiendo tenido hijos en su matrimonio, él y su esposa imploraban a menudo la bendición de un descendiente, hasta que perdieron toda esperanza; recordaba con frecuencia la impresión que le había causado la pregunta que le había hecho meses atrás:
— “Necesita usted unmuchacho, señor?”, le parecía que mis palabras hubieran dado voz al anhelo que toda la vida había alimentado; y entonces, mirándome fijamente a los ojos, dijo: “Prometo tomarte como un hijo, y prepararte para la carrera de los negocios; en adelante llevarás mi nombre, Henry Stanley”.
En aquel momento comenzó la época de oro de mi vida; las gentes con las que nos encontrábamos veían el fulgor y el brillo de mis ojos, la intensa alegría que me embargaba; todo ese día lo pasamos habilitándome para la nueva posición que debía ocupar; mi padre adoptivo me vistió con elegancia y me proveyó de cosas personales totalmente desconocidas para mí.
En los dos años que siguieron hicimos varios viajes en plan de negocios, que me proporcionaron más conocimientos de geografía que la mejor de las escuelas. Al propio tiempo, a mi padre le era de gran utilidad la memoria que yo tenía para recordar, no solo los nombres, sino hasta los más mininos detalles de las transacciones.
Cuando salimos de Nueva Orleáns, hacia fines de 1859, llevábamos en el equipaje una maleta con libros escogidos por mi padre, pues quería que los estudiara con interés como si estuviera en uno de los mejores colegios. Durante dos años los dos leíamos juntos y fue tan grande mi progreso como si hubiera estado en la mejor de las universidades.
De nuevo a la deriva
En septiembre de 1860, a bordo de un barco que navegaba rumbo a Nueva Orleáns, conocimos al mayor Ingham, con quien trabamos una fuerte amistad y antes de llegar a nuestro destino nos invitó a pasar una temporada en sus plantaciones de Arkansas; cuando nos dirigíamos a su hacienda, mi padre recibió una nota de su hermano que lo llamaba con urgencia a La Habana; entonces resolvió que yo siguiera con el señor Ingham, mientras él se embarcaba para la Isla; ¡si hubiera podido adivinar lo que venía en camino, ambos lo habríamos evitado!, pero la vida es así; al comienzo recibí cartas de mi padre con cierta irregularidad, luego siguió un silencio absoluto por meses y meses.
Hasta mediados de 1861, yo abrigaba la esperanza de recibir sus noticias, pero el destino se había interpuesto entre los dos, pues mi padre murió de repente a comienzo de ese año, cosa que vine a saber mucho tiempo después.
Mientras tanto, en los EE. UU ocurrían hechos de gran trascendencia; varios de los estados del Sur habían desafiado abiertamente la autoridad del gobierno central de Washington, y casi todos los estados algodoneros se habían separado de la Unión; entonces, contagiado del espíritu guerrerista me alisté como soldado en las filas de la Confederación.
Hasta entonces yo no había cometido errores de importancia, pero ese alistamiento sí constituyó la más grave de mis equivocaciones, la primera entre muchas, en las actitudes más agresivas y feroces, con el revólver en una mano, el cuchillo carnicero en la otra y un terrible ceño amenazador.
Pocas semanas después desfilamos por las calles engalanadas de la capital de Arkansas, entre las aclamaciones delirantes de la multitud, mientras desfilábamos hacia el muelle; si aquellas damas que nos vitoreaban y nos despedían, hubieran podido presenciar nuestra llegada al campamento esa misma noche, nos habrían hecho avergonzar para toda la vida; a las dos semanas habían muerto ya cincuenta compañeros de tifo o paludismo, y a consecuencia de la pésima alimentación; a las tres semanas parecíamos zombis.
Empero, con el tiempo nos acostumbramos al rancho de tocino y frijoles y aprendimos a dormir sobre una piedra como almohada, y a medida que nos habituábamos a las dificultades, la campaña se fue tornando menos desagradable.
El 2 de abril de 1862 recibirnos orden de cocinar raciones para tres días; en el cuarto salimos para Corinto a tomar parte en una de las batallas mas sangrientas que se dieron en el oeste; toda la mañana la pasamos cargando, atacando y disparando nuestros anticuados fusiles de chispa, para encontrarnos en medio de una tempestad de balas enemigas, hasta que nuestros jefes dieron orden de buscar abrigo.
Cuando reanudamos el ataque, salí con una media docena de soldados detrás de un árbol caído donde nos habíamos agazapado; al punto sentí un golpe seco en la hebilla de mi cinturón, que me hizo caer por tierra; cuando logré incorporarme, me encontraba solo, eché a andar hacia el norte, rumbo hacia el cual había seguido el regimiento, a campo traviesa por entre cadáveres y los despojos de la guerra, en una masa total de horrores cuyo recuerdo llevaría siempre a mi memoria no permitiéndome olvidar la batalla de Shiloh.
Como eso de la una de la tarde logré integrarme de nuevo a mi compañía, a la que encontré empeñada en un furioso ataque, batalla que duró toda la tarde; después de haber desalojado al enemigo, se nos dio la orden de retirada; ya para entonces yo era un autómata, solo sentía deseos de una cosa: descansar.
Una hora después del amanecer desperté tras un sueño reparador y después de un buen desayuno, formé con mi compañía al alba; de inmediato se formaron los regimientos y empezamos a avanzar; el capitán Smith me ordenó marchar hacia adelante; al poco tiempo encontramos al enemigo que avanzaba resueltamente hacia nosotros, en la misma dirección; al amparo de los árboles disparábamos, volvíamos a cargar y corríamos a buscar refugio; de pronto me encontré en un claro cubierto de hierba, distinguí una hondonada a unos veinte pasos, corrí hacia ella y comencé a preparar el fusil; tan absorto estaba en ello, observando los uniformes del enemigo que tenía al frente, que no volví a acordarme de mis compañeros, ni me pasó por la mente la idea de una retirada.
De pronto me vi rodeado de las fuerzas enemigas, me encontraba solo pues, ¡mis compañeros habían huido! oí entonces que me ordenaban: “¡Abajo esa arma o te levanto la tapa de los sesos! ¡Suelta pronto ese fusil!”, mientras media docena de soldados me apuntaban con sus armas, no tuve más remedio que obedecer; quedé prisionero de los norteños, de los terribles yanquis.
Prisionero de guerra
El 8 de abril nos embarcaron para Camp Douglas, en las afueras de Chicago; en los helados edificios de la prisión pululaban toda clase de bichos que comenzaron a hacer estragos en los nuevos prisioneros; todas las mañanas los carros se llevaban unos cuantos cadáveres del hospital y del depósito. Cierto día, uno de los oficiales, el señor Shipman me propuso integrarme como soldado de la Unión, a cambio de mi libertad, cosa que rechacé; me habló entonces de la superioridad del Norte, de la segura derrota del Sur y que era una causa irremediablemente perdida quienes defendían la esclavitud.
De haber tenido yo más experiencia, y de haberme hallado en otras circunstancias, es casi seguro que los razonamientos del bien intencionado oficial, me hubieran convencido; pero yo no sabía nada de política, y además estaba dominado por sentimientos tan poderosos como el cariño y la gratitud que le debía a mi padre adoptivo; si él era del Sur, ¿qué otra causa podía yo abrazar, ni defender, sino la suya?; mi resolución estaba definitivamente tomada: ¡Seguiría prisionero!
Al proceder así me exponía a todas sus consecuencias; cada nueva semana fue trayendo nuevas y más terribles penalidades; al cabo de seis semanas, los padecimientos empezaron a lograr lo que no habían conseguido las reflexiones del señor Shipman: hacerme ver que era una locura obstinarme en continuar prisionero, y el sentir que los horrores de la prisión y el pensar que podría permanecer allí por muchos años, acabaron por doblegarme y con otros prisioneros, decidí ingresar en las filas del Ejercito de la Unión; me destinaron al arma de artillería, y el 4 de junio me vi fuera de la prisión.
Apenas llevaba tres días en las filas cuando los gérmenes morbosos que había recogido en la prisión se manifestaron con la mayor crudeza; al día siguiente de nuestra llegada a Harpers Ferry la disentería y la fiebre me redujeron al lecho, y, a causa de mi incapacidad física fui dado de baja.
Me hallaba en tal estado de desvanecimiento, como apenas se concibe en un ser humano fuera de una prisión; sin un céntimo en el bolsillo no sabía a dónde ir, no podía caminar trescientos metros sin sentir que me iba al piso; pasaba las noches tirado a la intemperie, como un perro, devorado por la fiebre y debilitado por la hemorragia interna, sin más esperanza y deseo que la muerte.
Tardé muchos días en divisar una hacienda, allí imploré que se me permitiera alojarme en la tolda de la corraliza; el granjero esparció un poco de paja por el suelo y allí me dejé caer desfallecido, perdido todo deseo de seguir viviendo.
Cuando varios días después, recobré el conocimiento, me encontré acostado en una buena cama, con una camisa limpia y compresas en la frente, auxiliado por la señora del bondadoso campesino; la bondadosa mujer me prodigó toda clase de atenciones y me sometió a una dieta de leche, que poco apoco me ayudó a recuperar las fuerzas.
Con estos buenos samaritanos estuve hasta mediados de agosto, muy bien cuidado. Cuando repuesto totalmente, me despedí, el granjero se empeñó en pagarme el viaje hasta Baltimore.
(Esta dolorosa, pero edificante historia continuará...)
(Tomado de Revista Selecciones)