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Costeños en la vieja Bogotá

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Autor: Desconocido

Doña Julita N.N. era una distinguida matrona bogotana que, como tantas otras, había sorteado las adversidades económicas de la viudez adaptando la amplia casa que constituía su única herencia como pensión para residencia de estudiantes provincianos de buena familia.

La especialidad de doña Julita eran los costeños y entre ellos principalmente los oriundos de Santa Marta, Ciénaga, Valledupar y demás municipios del Magdalena grande. Eran los años treintas; aquella época en que empezaron a llegar masivamente a Bogotá los estudiantes costeños con su alegría desbordante, sus atuendos blancos, sus diálogos desaforados en el centro de la capital de acera a acera y aquella impetuosa invasión musical cuya punta de lanza más efectiva fue La hora costeña, que transmitía los domingos desde su radioteatro la Emisora Nueva Granada.

Por supuesto, eran todos estos unos signos de identidad cultural que al principio chocaron con los propios de esta ciudad de gentes taciturnas y solemnes.

La pensión de doña Julita era un estrepitoso hervidero de costeños que habían hecho de ella su segundo hogar, hasta que comenzaron a percibirse las primeras señales alarmantes. En el momento menos esperado la buena señora contrajo el fatídico virus de la avaricia que, desde luego, empezó a hacerse notorio en el comedor, donde la sopa se hizo aguachenta, la carne escasa y de una dureza lítica, los tubérculos, negros por dentro y los postres, diminutos.

Vinieron entonces los cordiales reclamos de los huéspedes, las evasivas de doña Julita y el empeoramiento de la situación, que hizo metástasis a los baños, donde el papel higiénico fue haciéndose gradualmente más áspero y escaso.

Fue entonces cuando los exasperados estudiantes, a quienes las hambrunas ya habían arrebatado varios kilos de sus otrora potentes anatomías, optaron por la venganza. Visitaron a doña Julita y le manifestaron que una pensión que hacía años se había convertido en el albergue favorito de los caribeños, estaba en mora de distinguirse con un nombre con hondas raíces en el litoral colombiano.

La señora se mostró vivamente interesada y en ese instante el vocero del grupo pasó a proponerle que en lo sucesivo la casa ostentara el sonoro nombre de Pensión Mondá . A la obvia pregunta de doña Julita, el dicho vocero le respondió que la Mondá era entre los antiguos tayronas la diosa de la fecundidad y, por lo tanto, la madre del género humano.

La matrona quedó feliz y a los pocos días los estudiantes fijaban en el balcón de la casa que daba al Parque Santander una tabla gigantesca con letras rojas que proclamaban el nuevo nombre del albergue: Pensión Mondá.

Es claro que en aquellos tiempos de aislamiento, escasamente habría en Bogotá un centenar de habitantes que sabían el verdadero significado de Mondá. Un buen día, un alma caritativa informó a doña Julita sobre dicho significado.

La señora avarienta expulsó a los costeños en medio de anatemas e improperios y llamó a un sacerdote amigo para exorcizar la casa. La tabla fue incinerada en el patio trasero. La palabra que más tercamente resistió los embates de las llamas antes de quedar reducida a cenizas fue Mondá.

Y hablando del tema, ¿sabes dónde está ubicada ésta casa, que ahora están vendiendo...? Clic para verla...

 

 

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