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El predicador tartamudo

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Ésta linda historia nos muestra hasta dónde el ser humano puede ser capaz de sobreponerse a las vicisitudes de la vida, escalando peldaño a peldaño en la ingratitud del mundo y llegar hasta dónde aspiró al comenzar el recorrido.

Éstos y otros bonitos temas irán conociendo a medida que el tiempo siga avanzando sobre mis canas; quiera Dios permitirme la oportunidad de compartir con usted, amigo-amiga, otras muchas lindas historias que he venido recopilando a través del tiempo y la distancia, tomados de los libros que vienen durmiendo el sueño de los justos arrumados en las estanterias mohosas de las biliotecas, sirviendo de comida a la polilla.

EL MÉDICO DE LENNOX

¿La persona más inolvidable que he conocido? No es ningún estadista o soldado o magnate famoso en quien tal pregunta me hace pensar, sino en un alma de Dios, en un pobrecillo que jamás ambicionó imperar sobre nada, ni sobre nadie, pues lo único que quería era salir adelante, a pesar de las circunstancias.., y de sí mismo.

Lo conocí cuando él era un chiquillo desmedrado, insignificante y muy pobre, que se adhería, digámoslo así, como la cenefa al muro, a la selecta pandilla aventurera que formábamos en la escocesa ciudad de Levenford otros muchachos y yo.

Si algo había en él que llamara la atención, eran los defectos: cojeaba de un modo bastante cómico a causa de lo excesivamente corto de una de las piernas, que le obligaba además a usar en el pie correspondiente a ella un calzado cuya suela no tendría menos de ocho dedos de grosor. Verle correr, encogida la pierna inútil, contraído y renqueante el enano cuerpecillo, bañado en sudor el rostro anheloso, resultaba –¡vaya! , el más chusco de los muchachos de la pandilla.

Chisholm, el hijo del pastor protestante, lo retrató muy bien al ponerle el apodo de “Punto y seguido, que mas adelante vino a quedar en “Punto”, a secas.

- ¡Miren! –gritaba alguno- ahí viene Punto! Vámonos antes de que nos pegue. –Y ahí de salir todos a escape hacia el remanso donde acostumbrábamos bañarnos o hacia el bosque, en tanto que Punto seguía a la zaga, cojea que cojea, sin nunca quejarse. Cualidad suya era ésta: siempre tímido, sonriente y de buen humor para todos. ¡Y qué burla le hacíamos por ello! Para nosotros, Punto era un ser estrafalario.

No obstante lo cuidadoso de los parches y zurcidos, su vestimenta resultaba fantástica. En cuanto a posición social, bien podría decirse que fuese él la segunda persona después de nadie. La mamá, una mujer alta, desgarbada, viuda de un borracho holgazán, atendía al propio sustento y al del muchacho haciendo la limpieza de varias tiendas. De ahí tomo asidero Chisholm para otro de sus clásicos chistes: “La mamá de Punto lava tiendas a domicilio”.

Para ayudar a sostener la casa, todas las madrugadas, a las cinco, Punto salía a repartir leche. Los largos recorridos que esto le obligaba a efectuar eran causa de que llegase a veces tarde a la escuela. Miro hacia el ayer y veo allá, en la lejanía de los años, aquel salón de clase del cual está en pie un muchachito cojo, todo sofocado y tembloroso. Oigo al maestro, un hombrote cruel, que provoca a risa a sus discípulos con tales salidas, hablarle de este modo:

- Vaya, vaya.., ¿sabes que has vuelto a llegar tarde?

- S, s.., sí, señor.

- ¿Y, dónde andaba su señoría?, ¿fue por ventura a desayunar con el director de la escuela?

- N-n-no, señor- responde el infeliz, del cual va apoderándose en ocasiones como ésta una tartamudez que es para él el peor de los martirios y que acaba por impedirle proferir una sílaba.

De haber sobresalido Punto en los estudios, acaso lo hubiera pasado bien. En Escocia se le perdona todo al que es “un muchacho que promete”. Pero, aunque se aprendía las lecciones regularmente, los exámenes orales eran su perdición. Esto acongojaba a su madre, ya que ella ansiaba verlo lucir, particularmente en cierto campo. Pobre, humilde, menospreciada, en su alma de mujer profundamente religiosa ardía una ambición abrasadora: quería ver a su hijo convertido en ministro de la Iglesia de Escocia.

Las inclinaciones del hijo tiraban más al campo que al oratorio. Él sentía que lo llamaban el bosque y la ciénaga y los seres que allí habitan libremente. No hallaba placer comparable al de curar a la bestia o al pajarillo que encontraba enfermos o heridos durante sus correrías; asombraba la natural disposición que mostraba para hacerlo, y para completar, los animales parecían sentirse bien en su presencia. De hecho, el sueño dorado de Punto era estudiar para médico.

Esto no obstante, la docilidad inherente a carácter tan apacible como el suyo, lo llevó a seguir la carrera eclesiástica a que lo destinaban las ambiciones maternales. Sabe Dios cómo se las arreglaron madre e hijo para costear los estudios. Escatimó ella aquí, cortó por completo mas allá, fue volviéndose día a día mas flaca y desgalichada esa figura, hundiéndose más en sí misma, pero sin dejar de mostrarse entusiasta por la decisión tomada por Punto en seguir el sacerdocio. En cuanto a él, pese a que su inclinación no lo llamaba por tal camino, estudió con tesón, como un héroe.

De ese modo, en plazo más breve del que hubiera podido suponerse, era. Al cumplir los veinticuatro años, sacerdote de la iglesia de Escocia.

En Levenford despertó gran interés aquel prodigio por obra del cual llegaba a ministro del Señor el hijo de una infeliz lavapisos; y se propuso nombrar a Punto coadjutor de una parroquia en la cual predicaría su primer sermón. En llegando el día, no hubo feligrés que no acudiera a ver “qué tal resultaba el nuevo curita”. Él, que se había llevado semanas enteras ensayando su sermón, subió al púlpito muy dueño de sí mismo. Empezó con entonación fuerte y dominante, y por breves momentos estuvo bastante bien.

De pronto, empezó a reparar en esas filas y filas de bancos repletos de gente cuyos rostros se levantaban vueltos hacia él; vio a su madre, que vestida con los trajecitos de cristiana y sentada en la fila más inmediata al pulpito, le miraba arrobada. Un escalofrió de temor, corriéndole de pies a cabeza, le nubló el entendimiento. Vaciló, perdió el hilo, y empezó a tartamudear nuevamente, Ocurrirle esto último y quedar anulado, era todo uno. A pesar de ello, continuó todavía, esforzándose penosamente.

Más, en tanto que buscaba las palabras que se negaban a acudir, cayó en la cuenta de que sus oyentes empezaban a dar señales de impaciencia; advirtió algunas palabras soeces y burlonas, hasta alcanzó a oír el murmullo de una risa mal contendía. Entonces volvió a detener la mirada en el rostro de su madre.., y ya no pudo más. Después de larga y angustiosa pausa, balbuceo algo que significaba el final del sermón.

A la hora de haber ocurrido este penoso incidente, el malaventurado predicador quedó huérfano: cuando llegó a su casa, su madre cayó herida por una fulminante apoplejía que la sacó de este mundo. Después de los funerales, Punto desapareció de Levenford; nadie supo a dónde se había ido, ni a nadie le importaba tampoco. Era un hombre juzgado, condenado, marcado de por ida con el estigma del fracaso. Años mas adelante, cuando supe que era maestro de escuela en un mísero pueblo de una región minera, sentí una especie de compasión vergonzosa al considerar que se trataba de un hombre apocado; de uno de esos seres que nace predestinados a la infelicidad. Pero este sentimiento me duro poco, pues no tardé en olvidarme de él.

Estando yo en Edimburgo, donde me había establecido, cierta noche fue a visitarme Chisholm, que era por aquel entonces catedrático auxiliar de Anatomía.

- ¿A qué no adivinas a quién tengo en clase?, -me dijo-, ¡Nada menos que a nuestro insigne Punto y Seguido!

Así era, ¡Punto y Seguido! Estudiando Medicina; tratando, ya cerca de los treinta de empezar una carrera! Curiosa figura la que hacía, con su traje raido y su andar de cojo, entre la alegre turba de los estudiantes, sus compañeros; no tenía amigos. A fin de estirar sus mezquinos ahorros de maestro de escuela, guisaba él mismo su mísera comida en el cuartucho de barrio pobre donde vivía. Durante los dos años siguientes me tocó ser testigo de su lucha por sobrevivir; la edad, la facha, su tartamudez que no había podido mejorar, se conjuraban en contra suya. Pero él trabajaba con ahínco, sin flaquear, resistiéndose a darse por vencido.

El tiempo fue pasando, cinco años se fueron como las nubes cuando cubren el cielo; me hallaba en Londres. Hacía mucho que no había vuelto a saber nada de “Punto Seguido”; en cambio, con frecuencia me encontraba con Chisholm, el cual poco apoco iba triunfando en la política por su buena presencia y su facilidad de palabra; era ya miembro del Parlamento y formaba parte del Gabinete. En mayo de 1934, los dos fuimos a pasar unos días en Lennox, para respirar el aire de las montañas de Escocia. La comida de la posada donde nos hospedamos era espantosa; la dueña, una arpía esquelética.

De ahí que sintiéramos cierta satisfacción cuando, a los dos días de nuestra llegada, se dio un batacazo del cual quedó con una rodilla dislocada. Por ser ella quien era, y porque no habíamos ido allí a ejercer, sino a descansar, le ofrecimos, por mero cumplimiento y sin mucho empeño, nuestros servicios profesionales, que por lo demás, rehusó en seguida; decía que el “único médico que le inspiraba confianza por buena gente”; fueron tantas las maravillas que habló del médico del pueblo, de su mucho saber y notables curaciones, que Chisholm no pudo menos de sonreírse, cambiando conmigo una significativa mirada.

Una hora después llegó el médico; lo vimos entrar, con el maletín en la mano, con el desembarazo del hombre que sabe cuál es su trabajo; yéndose derecho a la paciente, en menos de lo que se tarda en contarlo, acalló sus ayees con unas cuantas palabras de aliento y procedió, con consumada amabilidad, a reducir la dislocación de la rodilla. Fue sólo después de esto cuando miró hacia donde nosotros nos encontrábamos, y la sorpresa nos paralizó.

- ¡Caracoles! –dijo Chisholm por lo bajo-. ¡Si es Punto y Seguido!.

Sí, señor, era él; pero no aquel Punto y Seguido de otros tiempos; aquel joven tímido, mal trajeado, tartamudo, no; el que ahora nos encontrábamos frente a frente, tenía el sosegado aplomo del hombre que se siente seguro de sí mismo, establecido en su mundo. De manera inmediata nos reconoció, nos saludo con inefable emoción, nos instó a que fuéramos esa noche a su casa, a cenar. Fue el mejor momento de nuestras vidas, el encontrarnos con nuestro viejo y querido amigo, despreciado por casi todos.

En la disposición de ánimo en que nos hallábamos esa noche al entrar en la casa del “medico del pueblo” cabían partes iguales a la expectación del que presiente recibir grandes sorpresas y a la persistente duda del que aun no se convence de que pueda ser verdad algo que por muchos años le ha parecido imposible. ¡Qué asombro el nuestro al descubrir qué Punto había encontrado quien se casara con él! Con todo, había que creerlo.

Su esposa salió a recibirnos, lozana y bonita como los propios campos en que vivían. En vista de que el “Doctor” (así designaba a su marido, con cándido respeto) aun se hallaba ocupado con sus enfermos, nos invitó a que subiésemos a conocer los niños –dos mujercitas de mejillas que parecían manzanas y un chiquitín- a quienes vimos apaciblemente dormidos.

Al volver a la sala, encontramos a Punto y a otros dos invitados. Durante la comida, nos causó la impresión de un hombre sereno, reposado, que sabía hacer con sencilla dignidad su papel de anfitrión. Sus dos amigos, personas respetables, lo trataban con mucho admiración. Mas por ellos que por nada que él mismo nos dijera, fuimos enterándonos de todo: contaba con pacientes en muchas leguas a la redonda, siendo la gran mayoría campesinos, gentes de pocas palabras, desconfiada, con la cual no es fácil hacer amistad.

Así y todo, él había sabido captarse su confianza. Cuando pasaba por un pueblo, las mujeres iban a él, le llevaban los niños para que los recetara, lo hacía y nunca cobraba por ello. No le faltaban otros pacientes acomodados que le pagaban y muy bien por la bondad y seguridad que demostraba, sin contar que, con cada año nuevo no era poca la cantidad de regalos que la gente agradecida le daba, a él y a su familia.

Este médico era ahora una fuerza cuya influencia alcanzaba a toda la comarca: sabio, benévolo, al tratar de acendrar lo mejor que había aprendido en los libros y en la naturaleza; al no escatimar nunca el propio esfuerzo ni exigir jamás la propia recompensa, este hombre consagrado a la carrera a la cual lo había llamado su vocación, consciente del puesto que había conquistado en el afecto de sus semejantes, era el hombre que, habiéndose negado a darse por vencido, saboreaba al fin la satisfacción del triunfo.

Aquella noche, después de haber salido de la casa de este amigo ignorado, pero ahora hecho todo un personaje de la salud, Chisholm y yo fuimos por un buen trecho caminando por la oscuridad de los campos, sin decir palabra, puesto que no habían palabras para describir todo lo que habíamos visto y comprobado. Al cabo de un rato, Chisholm, como si le costara trabajo reconocerlo, me dijo:

- “Parece que nuestro pobre amigo halló al fin su acomodo”; su egoísmo protector me chocó tanto que no pude menos de responderle:

- “Con franqueza, hombre, qué preferirías: ¿Ser el doctor Chisholm o ser el médico de Lennox?”

- ¡Qué diablo!- contestó entre dientes-, ¿acaso no lo adivinas sin que yo te lo diga?.

(A. F. Cronin, Selecciones, 1940)

 

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