En esta bonita historia se refleja una vez más la veracidad o el significado de aquel refrán que dice “todo tiempo pasado fue mejor”; la responsabilidad de la educación, tanto en el alumno, como en el docente, era mas relevante a como lo es hoy; no estoy de acuerdo con ese otro refrán que decía “la letra con sangre entra”, pero si con el proverbio bíblico que reza, “educa a tu hijo, si lo quiere ver convertido en todo un hombre”.
La historia que hoy presento a la meditación de los amables lectores, tiene que ver con la disciplina, el valor y la autoridad ejercida entonces respecto a la educación de la juventud. Se imagina usted, amable lector, si esto pudiera suceder hoy en día en los colegios?. Al pobre docente le llegaba la Inquisición, no por cuenta de la Iglesia, sino de la Fiscalía. El profesor del que aquí hablo, para nada era amigo de lo bueno, sino de…?; juzgue usted amable lector.
“Por allá en la última década del siglo pasado, en una escuela superior de Detroit, enseñaba griego Henry Sherrard; no necesitaba trabajar, puesto que disponía de medios suficientes para vivir holgadamente, pero el oficio de enseñar le gustaba. En la apariencia como en el fondo, Henry era un hombre de caprichos, y ¡qué caprichos!. Tenía yo 16 añosa cuando caí en sus manos, y era por entonces un chico ansioso de saberlo todo. El hombre me machacó por dos años justos, tal como el herrero martilla sobre el yunque; Sherrard era el más raro de los hombres, un perfeccionista cuya devoción por lo perfecto era exagerada.
Siempre se mantenía importunando a la Junta de Educación y a los demás profesores; él no era hombre de términos medios, tenía sus ideales sobre didáctica y métodos especiales de realizarlos; había que obedecerle, sea como fuera, aunque llovieran rayos y centellas.
Sus métodos favoritos de enseñanza eran el desprecio, la intimidación, los pescozones y algún puntapié en los muslos; sin embargo, a estos recursos solo apelaba después de haberle dado a su víctima la oportunidad de aprender la lección como él lo exigía: ciento por ciento correctamente.
El primer día de clase nos miró atenta y solemnemente por largo rato; después dijo con extremada urbanidad:
- “Así que ustedes desean aprender griego, ¿no es así? Bien, esa es una ambición loable. Pero conviene que sepan contra qué tienen que enfrentarse; me explicaré: Yo soy en absoluto, enemigo de lo bueno”.
Un alumno pugnaba por refrenar una risa nerviosa. Sherrard lo miró de hito en hito y prosiguió:
- “No me estoy chanceando; no me gustan los buenos estudiantes, porque solamente me gustan los mejores. Porque, o se puede hacer una cosa, o no se puede hacer. Yo haré todo lo humanamente posible por enseñarles el griego, y ello me fuerza a obligarlos a hacer todo lo posible por aprenderlo. En cuanto al cómo, se trata de que día por día ustedes han de hacer una labor perfecta. Deben pronunciarlo perfectamente y traducir perfectamente.
Para ayudarles a alcanzar tal perfección, insistiré en hacerles escribir en el tablero diez veces la corrección de cada error. Si después de haber trabajado de este modo para enmendar un yerro, volvieren a incurrir en él, les hare escribir cien veces la frase correcta. Y ahora, vamos a empezar.
Así dieron comienzo dos años decisivos de mi vida. La partida que nos hacia jugar Sherrard me cautivaba: si uno puede alcanzar perfección en algo, por pequeño que sea, ¿no puede alcanzarla en otra cosa, y en otra más, después? Con el tiempo, uno puede llegar a ser perfecto en otras cosas, lo cual sería maravilloso. Otros muchachos iban a la clase temblando; yo me presentaba como si fuera a un concurso de gladiadores, a ver arrojar los cristianos al león.
Cuando el león se me venía encima, rugiendo, yo sonreía burlonamente; entonces la fiera parpadeaba, lo cual me hacía ver que yo había dado en el clavo.
Algunas veces, después de haber llenado el tablero de frases por vía de corrección de un acento mal pronunciado, borraba la tarea para hacerla de nuevo; esto paralizaba el león. ¿Cómo había de imaginar qué hubiera alguien que, obligado a escribir diez veces una cosa, la escribiera veinte? Si el león hubiera sabido que yo acostumbraba, una vez en casa, llenar hojas enteras de papel de envolver con frases griegas, sólo por el placer de hacer un juego lo que él imponía por castigo…?
Con su lápiz –que siempre era de color azul- tachaba el menor error que encontraba en las tareas que entregábamos diariamente. Escribía comentarios atroces –insultos, palabras soeces- a los errores graves; jamás se le pasaba una línea. Cómo se las componía, no puedo imaginarlo; pero lo hacía año tras año sin fallar.
En el segundo año la lucha la emprendió con Homero: todos los días debíamos aprender de estricta memoria diez frases, o si no…? Todos los días nos levantábamos a recitar el primer libro desde la línea inicial hasta completar la cuota del día. Una pronunciación descuidada, y teníamos que volver a comenzar, lo que resultaba pesado cuando había que hacerlo empezando doscientas líneas atrás.
Los que no entraban por el sistema de la perfección, lo pasaban muy mal.
- ¿De manera, señor Jones –le decía amenazante a una de sus víctimas que intentó contradecirlo- que a usted parece importarle un comino que el adjetivo esté o no de acuerdo con el sustantivo? Si usted, señor Jones, se sale discretamente del salón, y no vuelve a mostrar la cara por aquí jamás, no tendré que echarlo. Consiga un trabajo descargando sandias en los muelles, porque las sandias no tienen que estar de acuerdo con nada. Ahora ¡largo de aquí, señor Jones, antes que le rompa la cabeza!
Pero, si un pobre estudiante hacia realmente todo lo posible, Sherrard era cortés hasta lo último. Sabía caer en la cuenta al tratarse de casos en que la voluntad pugnaba en vano con la inteligencia como tirantes arneses próximos a reventarse. Creía que los débiles debían ser tratados con humanidad, y despachaba a tales fracasados hacia el olvido, bondadosamente. Colocaba su mano sobre el hombro al joven, le sonreía, con dulzura le pedía que volviera de visita cuando estuviera cerca, y lo despachaba, con el argumento de que “la inteligencia no es para todos”.
Yo jugué el juego de la perfección y gané. Pero, ¿me dio Henry Sherrard golpecitos en la espalda?, ¿me dijo “muy bien joven”?, nada de eso. ¡Hacer una cosa a la perfección no era motivo para tantas alabanzas! Un día del mes de junio, caluroso y húmedo, leíamos la última línea de la Ilíada; Sherrard cerró el libro, puso sus ojos sobre los míos, miró por la ventana, pasó a la puerta y desapareció; jamás lo volví a ver.
Ahora, medio siglo después, todavía mido a la gente –maestros, alumnos y otros- con el mismo metro con que él lo hacía, de acuerdo con su regla: “Lo que merece ser hecho, merece ser hecho bien y, al merecer ser bien hecho, merece que uno lo haga perfectamente también”.
Resolví dedicarme a escribir, como me había dedicado a estudiar el griego; pronto era capaz de desarrollar en pocos minutos temas diarios para los cuales se nos daban varias horas. Luego me puse a escribir las composiciones a los atrasados, para matar el tiempo. Ensayé el método de la perfección para aprender el hebreo, el árabe y la sociología. Después de dos años de Sherrard, me era intolerable una clase común y corriente.
He hallado dos clases de hombres que no se satisfacen con nada, menos que la perfección –los sabios verdaderamente grandes que luchan por la exactitud hasta la quinta cifra decimal, y los oficiales del Estado Mayor alemán-. Cuando yo estudiaba en Alemania conocí a varios generales y a muchos oficiales jóvenes, que pensaban y vivían como Sherrard. Para consigo mismos eran tan crueles como lo eran para con sus subalternos y con sus familias. O se sabía una cosa, o no se la sabía. Si usted no sabe, o no puede, entonces, ¡fuera!.
Cuando los nazis invadieron Francia, me acordé de mi maestro. Todos debían caer, por lo menos una vez en la vida, bajo el hechizo de un perfeccionista. Sólo así puede el hombre llegar a comprender sus propias y sorprendentes posibilidades. Observar a un hombre dedicado por completo a alcanzar el ideal más alto posible, es más que una educación, es como una conversión religiosa. Ver en acción a un hombre que es el implacable enemigo de los buenos, porque solo ama a los mejores, es ver el mundo entero bajo una luz sorprendente. Hay algo que se enciende en nosotros cuando llegamos a entender que es posible detestar la sabiduría a medias, la habilidad a medias, los ideales que, desprovistos de entusiasmo, son ideales a medias.
“No se puede hacer a la gente perfecta, ni al mundo perfecto”, es lo que objetan. Pero los hombres, mediante un esfuerzo por perfeccionarse a sí mismos, por mejorar sus negocios y su gobierno, pueden hacer que todo ello sea diez veces mejor de lo que es. ¿No valdría la pena hacer el esfuerzo? Ya he olvidado casi todo el griego que me enseñó Henry Sherrard, pero jamás olvidaré la pasión de perfeccionamiento que habitaba en ese hombre de triste y desmirriada figura.Mil años después que yo haya muerto, esa extraña llama seguirá ardiendo en otras razas, en otros pueblos. El día que esa llama se extinga en el alma humana, la humanidad habrá desaparecido.
(Walter Pitkin, Rev. “Selecciones, 1940”)