En un libro de Fernando González hay una observación, sutil como todas las suyas, que corrobora algo muy repetido sobre el donjuanismo de Bolívar.
“Se ha dicho que amaba a las mujeres, y no es cierto. Ellas se entregaban al Libertador y él las poseía. Pero, ni ellas, ni él ponían el corazón en eso. No tenía tiempo, ni en su alma había espacio para querer mujeres, amigos o parientes. ¡Esto es claro! Era un nervioso sensual. A un hombre, como él se le teme y se le admira, pero no se le ama. Nos juntamos por amor con nuestros iguales, que coinciden en nuestros deseos, debilidades y pasiones. ¿Bolívar, enamorado de una mujer? Es inverosímil, imposible psíquico. Las deseaba carnalmente”.
El donjuanismo es la ausencia del amor, y la observación de Fernando González corrobora la aridez del corazón de Bolívar; no es sino una leyenda. Bolívar amaba a las mujeres, no sólo carnal, sino espiritualmente.
El amor perfecto se hace de carne y espíritu, era un sensitivo, un hombre de todo corazón. Lo de su crueldad es una calumnia; el decreto de guerra a muerte se explica sicológicamente sin llegar a la crueldad. Podría pensarse que lo dictó por venganza. Pero no, lo dictó por rabia, y tres años después se arrepintió de él, y lo derogó. La muerte de Piar, fue una necesidad y lloró por ello; era generoso hasta la tontería.
Respecto al amor, pocos lo sintieron como él; Fernando González dice que Bolívar era incapaz de amar, es porque tenemos, para juzgarle, el criterio del amor llorón y humilde de estos tiempos. Bolívar tuvo amores recónditos, idilios sentimentales que refrescaron su corazón encendido por las pasiones de la política.
Hay un caso concreto en que amó intensamente a una mujer, sin llegar a poseerla. Quizá por esto mismo fue el más puro de sus amores. Fue un idilio sentimental, no referido todavía por los historiadores, aunque existen elementos para adivinarlo. Bolívar para esa mujer no fue el amante, no fue, como para tantas, “el querido”, fue, por muchos años, el enamorado.
Debió existir entre ellos una valla moral que impidió la conjunción física; sólo así se explica que, en seis años, el amor de ella siguiera calentándole como un suave rescoldo. Pero, ¿quién era ella? Era Carmencita Garaycoa, de Guayaquil. Bolívar la llamó, primero que a ninguna de las otras, “mi amable loca”, y también “la Gloriosa”.
Que la amó tiernamente, que en medio de sus luchas le dedicó más de un dulce recuerdo de amor, nos lo dicen sus cartas en que tímidamente se esboza una pasión. Pasión recóndita, que ha podido pasar como una de esas dulces amistades que tiemblan de que se les llame amores, pero que tienen conciencia de que lo son.
Siete son las cartas en que Bolívar nos deja adivinar ese ensueño. Quien leyera una de esas cartas sin saber que es de Bolívar, pensaría que la escribió un enamorado de veinte años. De esas siete cartas, las primeras son fervorosas, tiernas; la ausencia va poco a poco borrando esa ilusión, y la última es ya una carta de amigo, pero de amigo apasionado.
¿Quién era esta muchacha? Tenemos pocas noticias de ella. Presentimos vagamente que fue cuñada del Coronel Francisco Calderón quien muriera fusilado por Sámano, después del combate en San Antonio, en el Ecuador, en 1812.
El Coronel Calderón contrajo matrimonio en Guayaquil con doña Manuela Garaycoa, posible hermana de la enamorada de Bolívar; de este matrimonio nació Abdón Calderón, el héroe de Pichincha; lo cierto, es que Bolívar en el decreto de honores a raíz de la muerte de Calderón en Pichincha, ordena que a su madre, la Sra. Garaycoa se le de el sueldo de su hijo, de por vida.
Bolívar conoció a Carmencita en julio de 1822, cuando él llegó a Guayaquil, poco antes de su entrevista con San Martín. Al retirarse Bolívar a Cuenca, poco después de esta entrevista, quizá por motivos de salud, escribe la primera carta de este idilio.
Es curioso observar que nunca, con sólo una excepción, se dirige personalmente a Carmencita: lo hace casi siempre a la hermana mayor, la viuda de Calderón, como un intento por ocultar este amor. Lo más interesante de esta primera carta, es una nota que trae al pie de puño y letra de Bolívar, que dice: “A la gloriosa loca, que soy el más ingrato de sus enamorados”.
Viene un silencio de un año que posiblemente no existió entre ellos, aunque lo revela la ausencia de cartas en ese período. Bolívar se ha trasladado a Babahoyo, parece que a una hacienda de las mismas Garaycoas, según se trasluce del texto de la segunda carta, dirigida igual a la señora de Calderón, aunque toda ella encaminada a encantar el corazón de su amable “loca gloriosa”.
Esta carta es de las más bellas que se conocen del Libertador, por su estilo correcto, delicado y gentil. Aquí se trasparenta la finura del alma de Bolívar para hablar a las mujeres. Con razón, pocas resistieron su influjo de enamorado. La carta es del 16 de junio de 1823, es decir, poco antes de partir para el Perú.
Luego vino la ausencia que aviva el amor; Bolívar siguió al Perú, y desde Lima les escribe de nuevo el primero de junio de 1826, en plena efervescencia de la gloria, con este recuerdo gentil: “A mi gloriosa Carmencita, mil recuerdos tan agradables como ella”.
En nueva carta, desde Bogotá, el 16 de noviembre de 1827, dice para la Amable Loca “loor eterno a mi amable gloriosa loca”, y nuevamente les escribe, desde Venezuela, el 6 de diciembre del mismo año.
Nuevamente y en una de las últimas cartas, el 16 de noviembre de 1829, empieza Bolívar a manifestar su estado de ánimo alterado por las envidias y las traiciones de sus copartidarios, en donde dice “mi alma está sedienta de amor en estas horas en que parece que al corazón le faltara el aire por tantas desavenencias que a mi lado se encuentran”.
Poco después las cartas se silenciaron porque no fue posible encontrar, después de esta última otra que evidenciara la situación de Bolívar, tanto en el amor, como en su situación personal.
(De la revista Rumbos, de Efraín Orejarena Rueda)