Autor: Teobaldo Coronado Hurtado
El respeto que la Bioética proclama por la vida humana como principio fundamental y la profesión médica acoge como deber no está circunscrito, solo, al cuidado y protección de la salud de los pacientes.
En igual medida, trasciende la protección y cuidado de la propia salud, de la vida misma del médico; expuesto a los riesgos propios de su diaria y estresante actividad sanitaria con las consiguientes consecuencias de enfermedades orgánicas y perturbaciones neuro psíquicas.
Las medidas de seguridad necesarias para garantizar la calidad del servicio de salud, que con tanto celo se exigen a los profesionales de la salud, deberían proyectarse, también, a estos servidores por las directivas hospitalarias para proteger su integridad física y personal.
Gran realidad del trabajador médico es que se encuentra desprotegido por las empresas prestadoras del servicio sanitario y por ende del mismo Estado.
Mientras la comunidad acude a los centros de salud haciendo valer sus derechos, con las benditas tutelas, demandas respetuosas si acuden a los jueces o con agresividad y violencia, cada vez más frecuente en aplicación de justicia por su propia cuenta; los médicos son tratados sin ninguna consideración cuando enferman o se accidentan.
Les toca, pacientes, suerte similar al común de la gente. Por su raigambre médica merecerían el beneficio de la solidaridad gremial e institucional para un trato preferencial. Y, no, la amarga realidad es que el médico enfermo tiene que soportar las mismas largas esperas para tratamientos y procedimientos, interminables y desesperantes filas para acceder a la consulta o ser atendido en la urgencia y tal vez lo peor, ser tratado muchas veces como un indigente por despiadados funcionarios de las EPS e IPS.
Impotente, es muy poco lo que puede hacer el medico asistencial que ante el malestar del colega enfermo quiere atenderlo con mayor diligencia y esmero en cumplimiento de un imperativo ético de la profesión. “La lealtad y la consideración mutuas constituyen el fundamento esencial de las relaciones entre los médicos” contempla el artículo 29 de la ley 23 de ética médica.
Ingrato trance padece, entonces, el profesional de la salud cuando se invierten los papeles y pasan de consagrado médico sanador a frágil e incomprendido enfermo; como otro cualquiera: incapacitado y minusválido.
No, como otro cualquiera no, porque este tiene escasa o ninguna idea de los intríngulis de su padecimiento y de alguna manera, contra viento y marea, acepta su condición de paciente, haciendo honor al sentido semántico de esta expresión. En cambio al médico se le agota la indispensable paciencia ante el escenario, que conoce bastante bien, de su dolencia con su fisiopatología, diagnóstico, tratamiento y pronóstico.
Cuando la patología que lo aflige es mental o adictiva, admitirla y acudir en busca de ayuda se convierte en problema mucho más grave por el rechazo social que trae consigo, aun en el mismo gremio, lo más delicado. Situación que desde el punto de vista laboral puede estar relacionada con el conocido Síndrome de Desgaste Profesional BURNOUT caracterizado por depresión, soledad, sentimiento de fracaso y pérdida de autoestima. La imagen que proyecta en esta circunstancia es la de una persona amargada, sin entusiasmo para cumplir con sus obligaciones y con su vocación y curiosidad científica perdidas.
Lo curioso, pretende, con la enfermedad a cuestas, seguir siendo médico de él mismo, en contravía muchas veces de los especialistas que lo atienden. Acostumbrado a enfrentar la enfermedad del otro, de sus pacientes, tiene dificultad en aceptar su propia enfermedad, reconocerse como enfermo, hasta el extremo de pretender seguir su actividad normal con el grave riesgo que esto implica para la salud de sus pacientes; además, del conflicto familiar y laboral que esta actitud genera. De allí que el medico es el más difícil de los enfermos por tratar para sus pares de profesión.
La virtuosa imperturbabilidad que mostraba antes en su diario accionar clínico se va a la porra. Llamado a comportarse con la altura y dignidad propias de su investidura galénica tiene que sacar fuerzas para mostrar mayor tolerancia, máxima comprensión y sobretodo humildad, mucha humildad.
Humano y mortal al fin no es nada fácil para el médico aceptarse como paciente que impedido cuestiona, entonces, los preceptos de su propia profesión, la atención del sistema de salud del cual forma parte, la veracidad del conocimiento y eficiencia de la tecnología médica.
La incredulidad en la profesión, en el sistema y en la ciencia vuelve al médico, antes descreído, al encuentro con lo divino, retorna a sus raíces religiosas marchitas, que de alguna manera resignan su dolor y sufrimiento. El tormento de la enfermedad le hace caer en cuenta la realidad de la muerte, que poca importancia le había dado por los avatares de una agitada carrera profesional que no daba tiempo para el contacto con el mundo de la fe.
Sin embargo, en actitud constructiva el médico en su condición de enfermo podría asumir por la experiencia vivida, como tal, el papel de verdadero auditor de la asistencia médica y hospitalaria recibida aportando valiosos conceptos que, tenidos en cuenta, contribuirían a mejorar la calidad del servicio de la institución que tuvo a bien albergarlo.
Tienen razón los que pregonan que todo estudiante de medicina antes de graduarse debería hacer un curso de enfermo. Para que aprenda a comprender y tratar su padecer y sufrir. Luego en ejercicio de la profesión no hacer en sus pacientes lo que no le gustaría hicieran con él sí llegare a estar en esta condición, tal cual lo demanda el principio bioético de beneficencia “Del menor daño posible contra el mayor beneficio posible”, de claro origen aristotélico.
Tristeza no más invaden el alma adolorida y el cuerpo cansado del médico, posesionado por los pesares propios de la senescencia; cuando regresa enfermo al viejo y querido hospicio en donde fue diligente y eximio practicante de la medicina, al servicio incondicional de la gente, sin distingos. “Consagró su vida al servicio de la humanidad”. Tal cual lo demanda el juramento médico.
Y encuentra que todo ha cambiado. Ya nada queda de aquel amado hospital. Busca esperanzado una cara amiga entre el tumulto de los que presurosos, en sus tiempos de gloria, solo vestían de impecable blanco. Confundido ve pasar desconocidos que muestran desorbitantes uniformes de múltiples colores cual modelos en pasarela.
Rememora silencioso y nostálgico al encumbrado médico que antaño fue; al lado, ahora, de los que igual a él, en la incómoda banca de un pasillo rumian sus vicisitudes corporales, la desdicha de sus males. Lo triste es así. Los médicos también se enferman.