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La disputa por amor entre dos Oidores

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En el desfile de mujeres interesantes vinculadas a la historia de Colombia las iremos encontrando de las más disímiles condiciones: hay brujas, hay heroínas, de vida borrascosa, esclavas, señoras de estirpe española y criollas humildes, mujeres de grandes virtudes, amantes fogosas, criminales increíbles; habrá de todo en este mosaico y de diversas variedades.

Vamos ahora con una linda muchachita, hija de conquistadores, de pura sangre peninsular y quien merced a su belleza y a las argucias de su habilidosa madre provocó la realización de la primera obra pública de verdadera importancia para la recién fundada Santafé, donde era posible que aún existieran las doce chozas pajizas que hiciera levantar don Gonzalo Jiménez de Quesada, para rendir veneración a los doce Apóstoles y tomar posesión de la recién conquistada e imponente sabana.

Fue una especie de conflicto romántico-político, durante el cual Cupido disparaba sus flechas a dos altos Dignatarios del Gobierno; un Encomendero, que fundaba unas de las primeras células de la oligarquía santafereña, y un par de galanes que competían para alcanzar ser los dueños de semejante prenda.

Ya más organizada la vida política y social de la humilde aldea, que hoy tiene más de cinco millones de habitantes, en comparación con esa época que no alcanzaba a mil quinientos, le fue otorgada el Encomienda de la amplia zona que comprende las tierras de Ontibón (Fontibón) Engativá y Techo, al capitán don Antón de Olalla, casado con doña Jerónima Orrego, padres de la inquietante Jerónima.

El encomendero se dedicó a fundar ganaderías, a cultivar y explotar inteligentemente esa región de tierras fértiles, con lo cual pronto se volvió un hombre potentado e influyente, con amplias vinculaciones con el recién establecido gobierno real.

Juan de Narváez y Francisco de Anuncibay, eran dos Oidores de la Real Audiencia, que coincidieron, no solamente en las actividades administrativas de la naciente colonia, sino en enamorarse simultáneamente de la joven Jerónima.

La otra Jerónima, o sea la mamá y encomendera, pudo explotar con bastante fortuna la situación, que le servía para ejercer cierto dominio en el ambiente político, porque lo que no conseguía de las autoridades de Narváez, lo lograba con Anuncibay.

El doble fogueo de los funcionarios se convirtió en problema político, pues según se conoció, se paralizó la administración pública y las autoridades miraban con preocupación el desarrollo de los acontecimientos, que amenazaban con formarse en conflicto.

Don Antón se encontraba en la hacienda El Novillo y sin pensarlo dos veces, decidió venirse a Santafé, procediendo de inmediato a hacerle maletas a la coqueta jovencita y llevársela para la finca. Las cosas no pararon ahí, pues el padre de Jerónima, tratando de cortar el romance, obtuvo que los Oidores fueran trasladados, pues supuso que con ello la paz retornaría a Santafé.

Pronto los hechos demostraron que no hubo propiamente paz, sino una tregua.

El único saldo positivo de esta situación, fue que Anuncibay, antes de dejar su cargo, ordenara la construcción de la vía, que de occidente va hacia Techo, con la cual Santafé dispuso de una fácil comunicación con zonas que ya tenían un notable desarrollo agrícola y ganadero, en donde, cuatro siglos después, ya no transitaban conquistadores a lomo de mula o caballos, sino que despegaban y llegaban aviones de todos los rincones del mundo.

De modo que, Jerónima, la codiciada muchachita y doña Jerónima, la intrigante encomendera, don Antón, el adusto encomendero y los dos galanes de Cupido, fueron la causa directa e indirecta de esta obra que tuvo gran importancia para la capital del Nuevo Reino de Granada.

La muchacha quedó sin Francisco y sin Juan, pero siguió siendo el mejor partido de Santafé, en razón a su belleza y a la holgada situación económica de la familia y su destacada condición política y social.

Así la vio claramente el Licenciado Visitador, don Juan Bautista Monzón, quien, al llegar a la Villa se dio cuenta del suculento y apetitoso bocado y se dedicó a las más serias intrigas, hasta que logró comprometer en matrimonio a Jerónima con su hijo Fernando de Monzón, en una puntada con doble hilo.

A raíz de estos episodios, nuevamente Santafé, como pequeño infierno, se convirtió en un hervidero de chismes: se formaron dos bandos opuestos en torno al enlace, con peleas y refriegas, no pocos tuvieron que ser encarcelados y hasta llegó a oídos del propio Arzobispo, quien se vio precisado a salir, en lomo de mula, a separar los enardecidos contrincantes.

El Prelado daba, en este caso, la impresión de nuevo Quijote, alanceando ovejas asustadas. Al fin fue la Real Audiencia la que intervino para tratar de apaciguar esta guerra doméstica. Lo primero que hizo fue meter en cintura a Juan Bautista Monzón y desterrar a Fernando a la encomienda de El Novillero, quien posteriormente murió consumido por la tristeza, como cualquier galán de novela rosa.

Al poco tiempo surgió el cuarto flechazo de Cupido en esta lidia amorosa. Fue don Francisco Maldonado de Mendoza, el personaje que logró al fin a hacerse dueño de la arisca palomita. En 1621 contrajeron matrimonio y sentaron sus reales, desde luego, en las extensas propiedades que la joven tenía en la sabana.

Posteriormente, Maldonado de Mendoza fue nombrado Teniente General por el Presidente, don Antonio González. A través de los documentos empolvados de viejos archivos de parroquias y notarías, o de documentos que se han podido salvar del silencio de los siglos, tanto en España como en Colombia, se sabe que, a partir de este momento, en razón de una serie de matrimonios, muchos de ellos consanguíneos y no pocos conflictivos, se fue consolidando la formación de núcleos sociales que aún subsisten y que se llaman Oligarquías, o sea, el gobierno de grupos poderosos, y plutocracias, resumido: el Poder Político, a través del dinero. Fue la hacienda El Novillero, con las famosas dehesas sabaneras, la incubadora de las que hoy se pueden llamar, “las familias privilegiadas de Santafé”.

Nace la oligarquía criolla

En 1722 llegó a la capital del Virreinato Jorge Miguel Lozano de Peralta, como Oidor; tenía un hijo de nombre José Antonio, muy bien parecido y adinerado; el joven, no bien se apeó de la cabalgadura, tuvo ocasión de conocer a doña María JosefitaCaicedo y Villacís, nacida en el nuevo reino, de modo que no era legítima española, pero sí única heredera de esas tierras.

Inmediatamente se enamoró “desinteresadamente” de ella. Se estaba pues creando un círculo poderoso, a través de los dos apellidos. Los Caicedo, de una parte, se sentían encantados con la posibilidad de un enlace con esta joven pareja, él de 25 años y ella de 19, por lo que eso representaba, ya que a su poder económico, añadía el político.

El pretendiente buscaba el mismo objetivo, pero al revés, o sea, reformando su influencia política a través de su padre, con un fuerte puntal monetario, garantizado por el envidiable matrimonio con Josefita. Desde luego que estas perspectivas también las veía, y muy claramente, don Jorge Miguel, quien, muy a su pesar, no podía aprobar un matrimonio que violaba normas legales, según las cuales estaba prohibido que un funcionario de ese rango o sus hijos, se casaran con criollas. La soberbia española, como puede verse, era discriminatoria.

Los enamorados, sin embargo, no se pararon en incisos, ni en códigos, ni en leyes, y se resolvieron a contraer “esponsales juramentados”. No obstante el anhelo de los jóvenes y el interés de por medio de ambas familias, el señor Oidor era estricto cumplidor de las disposiciones reales, y al enterarse de los planes, envió a su hijo a Honda, donde lo recluyó en el colegio de los Padres Jesuitas, mientras que a la niña Josefita la encerraron en un convento y la transformaron en Sor María Teresa de San Joaquín; un cambio bastante brusco, pero así eran las cosas en ese tiempo.

De todas maneras, no obstante el celo del Oidor, José Antonio estuvo listo y logró otorgar poder a su amigo Nicolás Dávila, para que se casara por poder, con María Josefita, mientras ésta pudo escapar del encierro conventual, gracias a audaces maniobras de su tío, Francisco Javier Beltrán de Caicedo.

El matrimonio logró concertarse, en medios de fuertes altercados, gritos y protestas que se registraron durante su protocolización. Pero el funcionario no quería admitir que el enlace fuera válido, por cuanto a su juicio, no se llenaron todos los requisitos, y nuevamente recetó a la pareja otro encierro. Ella volvió al convento y el novio fue a parar a la torre de la Catedral, que se le asignó temporalmente como cárcel.

Vino por fin el dictamen del Arzobispo que aceptaba el matrimonio como válido, y don Jorge Miguel tuvo que agachar la cabeza, aunque en el fondo, debía estar contento, porque, aunque se había violado “legalmente” la norma real, se había convertido en el suegro de la muchacha mejor dotada de la belleza y el dinero del virreinato. José Antonio y Josefita fueron los padres del tan nombrado Márquez de San Jorge, un personaje como para una opereta de Lehar, quien nació el 13 de diciembre de 1731 y bautizado con el nombre de Jorge Miguel, como su abuelo.

El joven creció en medio de los halagos de una ostentosa riqueza, y tras intentar graduarse de algo en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, optó por un camino menos difícil para su felicidad, dándose en primeras nupcias con María Tadea González Manrique, hija de un ex presidente del Nuevo Reino. Fue cabildante, Alférez Real y Procurador de Santafé.

Que amable existencia la de este privilegiado de la fortuna, dueño de ricas tierras, poseedor de influencias y títulos aristocráticos; como inicialmente lo había hecho su abuelo, pero por cuestiones de realeza, él quiso impedir a toda costa el enlace de su hija Clemencia con Juan Esteban Ricaurte, al considerar al pretendiente con menos glóbulos azules. En medio de sus pujos aristocráticos, fue acusado por libelo, al hacer circular pasquines contra ciertos criollos de modesta condición que aspiraban a posiciones oficiales.

El 16 de septiembre de 1772, le fue dado el título de Marqués de San Jorge y nombrado alcalde de Santafé. En el mismo año se falló a su favor un pleito sobre aguas, de las que ese surtía entonces el caserío indígena de Funza, situación que emproblemó a los naturales.

El rumboso Marqués era avaro y poco amigo de pagar impuestos, cosa que la gran mayoría de las clases pudientes han seguido haciendo; debido a tal renuencia tuvo un sonado pleito con la Real Audiencia, que lo privó del marquesado, precisamente por su morosidad en pagar los tributos. Jugó con dobles cartas, en la sublevación de los Comuneros, como lo veremos posteriormente.

Su fin fue bastante melancólico y tiene como de partida el 22 de agosto de 1786, cuando, luego de comprobados malos manejos y de ataques a los gobernantes coloniales, consignados en memoriales a la Corona, el Arzobispo Virrey, siguiendo instrucciones reales, lo hizo detener y procedió enviarlo al castillo de Barajas, en Cartagena.

Se le siguió un juicio y cuando era citado a las audiencias, él se presentaba en harapos y calzando rústicas y gastadas alpargatas, para burlarse de los jueces. Al fin el Virrey Espeleta, sucesor de Caballero y Góngora, le dio libertada incondicional, pero ya, para ese entonces, el castillo pintoresco de su orgullo y sus pergaminos, se había derrumbado.

Se entregó por completo a la bebida, dando permanentes “loras” en tiendas y tabernas. La muerte lo sorprendió el 11 de agosto de 1793 en un cuartucho solitario, que habían puesto o su disposición los Padres Recoletos de San Diego, en la mencionada ciudad. Estas fueron las raíces genealógicas de la folklórica y pintoresca aristocracia de Santafé, de la cual quedan hoy, como herencia, su entrañable amor al dinero y a las intrigas.

Hay una comprobación sobre aquello de folklórico e intrigante de esos hidalgos criollos, de acuerdo a lo ocurrido entre 1794 y 1797: mencionábamos un pleito de aguas en jurisdicción de Funza, cuyo suministro estuvo en peligro de eliminarse, de no haber mediado los siguientes hechos: Doña María Tadea Lozano, sobrina del segundo Márquez, don José María Lozano, noveno poseedor del mayorazgo, era pretendida por su tío Jorge Tadeo Lozano. El matrimonio requería, por razones de parentesco, el requisito de las dispensas, que, según el Arzobispo Martínez Compañón, debía conceder el Sumo Pontífice.

Ante tal situación, don José María puso en acción todas sus influencias y su poder económico, para forzar el otorgamiento del permiso eclesiástico, y cedió por escritura pública el agua para la acequia de Funza, de lo cual se arrepentiría más tarde.

Toda la familia del marquesado se sumó a las presiones, y en la escritura del agua se añadían regalos en dinero a su Ilustrísima, el cual, temeroso de un nuevo conflicto, a los tres años, otorgó la codiciada licencia.

El 2 de junio de 1797, Jorge Tadeo Lozano y María Tadea Lozano, contrajeron matrimonio, enlace que el tradicional ingenio santafereño, señaló diciendo, que los contrayentes “habían sido pasados por agua”.

 

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