Willard Price, autor del presente artículo, en sus repetidos viajes por el Lejano Oriente tuvo un gran conocimiento del Japón y de sus caudillos militares y políticos. En su campo de observación en el mundo entero, cuenta entre otros capítulos de su vida, director de una película filmada en el centro del África y agente de publicidad de universidades chinas y filipinas, y escritor, entre otros, de los libros “Hijos del Sol Naciente”, “Aventuras en el Pacífico” y “El bárbaro”.
Isoroku Yamamoto, Almirante Mayor de la Armada japonesa, es quizás, exceptuando a Hitler, el enemigo máximo de la Democracia. Es también el hombre que se consagró en cuerpo y alma al ideal de acabar con la supremacía de la raza blanca.
- “Cuando estalle la guerra entre el Japón y los EE.UU, no me daré por satisfecho con la mera captura de Guam, las Filipinas, Hawái y San Francisco de California; firmaré la paz con los EE.UU.., en el despacho presidencial de la Casa Blanca”,- le manifestó una vez a un amigo.
Conocí a Isoroku muchos años antes que su categoría de almirante mayor lo sublimase a esferas a donde no alcanzamos los simples mortales. Aún así, su carácter torvo y frio lo había hecho ya personaje poco o nada comunicativo. Lo conocí en 1915, con motivo de una fiesta dada en casa del Barón de Uriu, almirante japonés, cuando el anciano barón se empeñó en que platicara con su ceñudo y malcarado compañero de armas. – Estoy ya muy cerca del ocaso, y Yamamoto, en cambio, va camino del cenit”, me dijo entonces.
Empecé la conversación con varias preguntas que Yamamoto contestó sin titubear, y aquella misma noche anote en mi diario todo lo que me había dicho:
Desde la juventud había sentido animadversión por los EE.UU, cuando su padre le contaba historias de los “bárbaros de larga cabellera”, que llegaron en unos barcos de aspecto formidable y sombrío y echaron abajo las puertas que aislaban al Japón del reto del mundo. Algo mas hicieron los barbaros aquellos: ¡Llevaron su osadía al extremo increíble de amenazar al propio Emperador, al Hijo del Sol!.
Fuera de lo que acerca de ellos imaginaba, el joven Yamamoto no sabía lo que era un extranjero. Su hogar paterno quedaba en Nagaoka, en la desolada y yerma región del noreste; todos los inviernos, los hombres del lugar, mal vestidos y calzando zapatos de paja para andar por la nieve, salían a buscar madera o a pescar en las heladas aguas del Mar del Japón. Allí fue donde supo por vez primera lo que era la vida de la gente del mar.
El que fuera Almirante Mayor de la Armada japonesa hablaba, en aquella ocasión de los tifones y huracanes que azotaban su país, las tragedias que le había tocado presenciar de niño: una barca de pescadores que zozobró, sin que pudiese salvarse ni uno solo de sus tripulantes; me contó también que una vez, en pleno invierno, nadó hasta la cueva de un islote, donde le fue forzoso permanecer varios días hasta que el mar se apaciguara y le permitiera nadar de regreso a la orilla. Aquel día se manifestó su vocación: seria pescador o marino, pero de la Armada.
- ¿Y por qué de la Armada?,- le pregunté
- Para pagarle al Comodoro Perry la visita que nos hizo”,- me respondió, en tanto que le iluminaba su curtido rostro unas sonrisa glacial.
Era ornato principal de la casa solariega de los Yamamoto la más suntuosa de cuantas capillas budistas había en la población; allí se veía, colocada en sencillo camarín, la miniatura de un templo sintoísta.
Estimado que el sintoísmo podía serles de gran utilidad para el desarrollo de sus planes políticos, los altos jefes del Ejército japonés habían procurado revivir esta antigua religión nacional, aunque no sin modificarla, a fin de fomentar, mediante ella, el culto al Emperador y la fe en la misión divina del Japón, al cual correspondía “ser luz que disipase las tinieblas en que se hallaba sumido el resto del mundo”, según me comentaba.
Todo esto cuadraba muy bien con el modo de pensar y sentir de Yamamoto; si la imagen de oro del Buda le merecía solamente un culto en el que había más formalismo que fervor, en cambio, no se pasaba un solo día sin depositar en el camarín donde estaba la miniatura del templo sintoísta, las flores y el arroz de las ofrendas.
La historia patria que le enseñaron a Yamamoto era la que habían rehecho para acomodarla a lo que los militaristas deseaban que fuese; su principal contenido lo formaban aquellos mitos en que aparecía el pueblo japonés endiosado y convertido en “simiente del sol”.
- ¿No le hablaron a usted nunca de la teoría de la evolución?,- me aventuré a preguntarle.
- Sí, me hablaron; pero como de algo inventado por los occidentales, y que acaso está bien para ellos. A nosotros los japoneses, nos inculcan en la escuela otras ideas. Debemos entender claramente lo que somos como pueblo, y cuál es nuestra misión”
- ¿Qué era lo que más le interesaba en la escuela?
- “La instrucción militar,- me contestó; hacíamos largas marchas, lloviera o nevara; simulábamos ataques a fuertes imaginarios; aprendíamos a conducirnos en el terreno, cualquiera que fuese: montañas, llanuras, bosques. También nos enseñaban cómo debe atravesar la tropa los ríos que halle al paso, y de qué manera ha de efectuarse un desembarco en costas enemigas”
- ¿A qué edad empezó usted a recibir instrucción militar?
- “A los seis años, apenas entré en la escuela; el acontecimiento del año eran las maniobras en que tomaban parte diez mil muchachos. Los distribuían en dos ejércitos, uno atrincherado, y el otro que debía atacarlo. Éste se lanzaba al asalto una hora antes del amanecer. Todas las unidades, de pelotón para arriba, iban mandadas por los propios oficiales del Ejército. Por supuesto, disparábamos con cartuchos de foguco; pero las armas que manejábamos –fusiles, ametralladoras, cañones- sí eran de verdad”.
Al cumplir los diecisiete años, Yamamoto era un militarista, poseedor de fuerte instrucción militar. Ingresó en la Escuela Naval y a los tres años pasó al buque escuela; un año después era alférez de fragata. Con esta graduación y a bordo del buque almirante, tomó parte en la batalla en que Togo acabó con la escuadra rusa; allí perdió el alférez Yamamoto dos dedos de una mano; pero, aparte de haber visto de cerca lo que eran los métodos de combate de su Almirante adquirió la gozosa certidumbre de que los hombres de su raza eran capaces de derrotar a los blancos. Tal certidumbre, y el deseo de verla confirmada, parece que fue lo que siempre guio al Almirante Mayor de la Armada de su patria.
En la época en que lo conocí, Isoroku Yamamoto había llegado a una muy importante conclusión, de gran trascendencia para los planes que acariciaba. “En lo por venir, el barco más eficaz para la guerra será el que pueda llevar aeroplanos”, Esto me lo decía en 1915, cuando el aeroplano distaba mucho de ser lo que es hoy (1942), y el buque portaaviones no alcanzaba a ser, ni siquiera un proyecto.
Mi entrevista con auqel marino de tez amarilla y bruscos modales terminó con una nota áspera. Al preguntarle, -como era de rigor hacerlo-, qué opinaba de las futuras relaciones con los EE.UU y el Japón, me respondió sin titubear:-
- “No podrán ser buenas, sino cuando las reanudemos después de haberlas roto”.
Por aquel entonces, a Yamamoto nadie parecía concederle mayor importancia; así y todo, el Conde de Okuma, Presidente del Consejo de Ministros, me dijo que Isoroku era un hombre llamado a figurar algún día; procuré entonces, no perderlo de vista.
Así supe que lo habían nombrado Instructor Jefe de la Escuela Aeronáutica Naval de Kasumigaura; que, en 1925 pasaba a Wáshington como agregado naval. Su permanencia en la capital norteamericana le sirvió para dominar el inglés hasta hablarlo a la perfección, y para adquirir mayor habilidad en el póker. Cuando regresó a su patria le dieron el mando del acorazado Isuzu; y más adelante el del Akagi. El desarrollo de la aviación naval era su constante preocupación: nunca se cansaba de pedir aeroplanos y buqués portaaviones.
También hablaba de la importancia del petróleo. En aquella época, los compatriotas de Yamamoto no se habían dado aun clara cuenta de que el petróleo estaba llamado a ser el combustible por excelencia, pero él sí lo sabia; en las guerras futuras, el petróleo seria elemento indispensable, y, ¡el Japón no lo tenía en suficiente cantidad!. ¿Qué hacer?: hacia el Sur quedaban las Indias Orientales, ricas en yacimientos del codiciado oro negro, y la escuadra japonesa bien podía llegar hasta allí.
Tentadora era en verdad la empresa; sin embargo, no podía ni pensar en intentarla mientras la escuadra del Japón estuviese en proporción de tres a cinco con respecto a la de Inglaterra o de los EE.UU; Yamamoto calificó de denigrante esa proporción, que era la que habían acordado las tres potencias interesadas. Lo resuelto de su actitud le valió que, al celebrarse la Conferencia Naval de Londres, en 1934, lo enviaran como delegado del Japón.
A su paso por los EE.UU, se negó rotundamente a dar declaraciones para la prensa. Un intérprete se encargaba de decirles a los reporteros que el Contraalmirante Isoroku Yamamoto, delegado del Japón a la Conferencia Naval de Londres, se excusaba de hablar con ellos, porque desconocía el inglés. Pero, al pisar Yamamoto las costas de Inglaterra, se le olvidó que no sabía y perfectamente el inglés, y dijo, apenas desembarcó:
- “Es tontería pensar que el Japón acepte la proporción naval que ahora rige. En cuanto a esto, no vamos a transigir”.
Lo cierto era que, aun cuando hubiese querido transigir, no habría podido hacerlo sin graves riesgos: los afiliados del Dragón Negro, sociedad secreta del Japón, estaban juramentados para asesinar al delegado japonés, y también a sus ayudantes, si volvían a la patria sin haber logrado que se pusiera fin a convenio que consagraba la inferioridad naval de los japoneses.
De nada valió que los delegados que representaban a Inglaterra en la Conferencia propusiesen que, ya que se descartaba la proporción vigente hasta entonces, se conviniera, por lo menos, en que cada una de las potencias se comprometiera a mantener a las otras al corriente de su respectivo programa de construcción naval.
- Lo siento mucho, -dijo Yamamoto,- pero eso no puede ser”, y cuando le observaron que al Japón le convendría saber lo que estaban haciendo los demás, dijo:
- “Lo sabremos sin necesidad de que nos lo digan; ustedes no podrán saber nunca lo que estemos haciendo nosotros”.
El pacto firmado en Wáshington en 1922, quedaba por fin desvirtuado en Londres, gracias a Isoroku Yamamoto. Cuando volvió al Japón, lo recibieron en triunfo. Me tocó ser testigo de ello, pues acertaba hallarme en Tokio; varios almirantes, muchos de ellos afiliados al Dragón Negro, acudieron a felicitarlo; el mismo el Emperador lo invitó a su palacio.
El mundo parecía abocado a una nueva guerra, y el Japón se felicitaba por ello. Desde entonces, los japoneses empezaron a aumentar sus fuerzas navales; lo hicieron con el mayor sigilo posible, hasta el extremo de que cualquier dato suministrado por ello acerca de todo esto debía tomarse solo como una versión más o menos distante de la verdad.
Antes de la guerra, Yamamoto abogaban sin descanso porque se aumentara el número de aeroplanos y buques portaaviones de que disponía la Armada japonesa; su insistencia en este punto le ocasionó algunas críticas en su propia patria.
- “¿Sostendrá usted que puede echarse a pique un acorazado con algo que no sea otro acorazado?”, -le dijeron una vez
- ¡Lo sostengo!, puede echarse a pique con aeroplanos torpederos!
El hundimiento del Arizona, del Repulse y del Prince of Wales demostraron que, el Almirante Mayor de la Armada japonesa estaba en lo cierto al hablar así.
(Selecciones, 1942)