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El don de gentes se adquiere

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“Hubo un tiempo en que la personalidad, tomada en el sentido de sus manifestaciones, aquel don con que logramos despertar interés en nuestros semejantes, atraernos su voluntad y llegar a influir en ellos, se consideraba como ese algo indefinible, cualidad innata que adornaba a unos y ensombrecía a otros. Hoy sabemos que la personalidad, así entendida, es tan susceptible de cultivo y desarrollo como la inteligencia; que depende de hábitos que podemos adquirir con la práctica.

Al acrecentarse nuestra personalidad, paralelamente se acrecienta nuestra felicidad. La personalidad estriba en el momento de afectarnos las consecuencias de nuestra conducta. “La felicidad –decía Emerson-, es un perfume que no podemos verter sobre los demás, sin que nos alcancen algunas gotas”.

La felicidad es tan asequible y palpable como la personalidad. No es un don de la naturaleza, ni un accidente, es algo que nosotros mismos creamos. El índice de la una es también el de otra, ambas se acrecientan mediante el esfuerzo y la práctica, aunque con una condición: que las cosas que hagamos agraden y beneficien a los demás, “aun cuando hayamos de sacrificar en su realización nuestros propios intereses”.

Además, es preciso que el esfuerzo no se haga con la mirada puesta en una recompensa. Para asegurarnos la propia felicidad es necesario emplear nuestro talento y nuestras energías en buscar la ajena, sin esperanza de ningún premio.

Una bonita anécdota, contada por un capitán de las tropas norteamericanas en la pasada guerra de Francia, refleja lo dicho en el segmento anterior:

“Una noche llegué a París con licencia; estaba ávido de una sabrosa cena e impaciente por echar la primera ojeada a la ciudad. Del tren donde viajaba se bajó una anciana, pobremente vestida, que hacia vanos esfuerzos por arrastrar una pesada maleta. Como no había mozos de equipajes, me dispuse a ayudarla y la acompañé hasta dejarla en el tren subterráneo.

Iba a alejarme de ella, cuando caí en la cuenta que la pobre mujer no iba a poder arréglasela sola con aquella maleta. Así pues, monté en el tren y fui con ella hasta su casa, en un apartado barrio de los suburbios. Nunca había visto manifestaciones de gratitud tan espontaneas y expresivas como las que me tributó aquella buena mujer.

¡Y eso que me perdí lo mejor de ellas por mi ignorancia del francés! Insistió en que fuese con ella a un café de la vecindad, donde me invitó a tomar unas cervezas, y se empeñó en comentarle a todos los presentes el favor que el adinerado americano le había hecho. Y entre efusivos apretones de manos y entusiastas elogios, todos bebieron bridando por mi salud.

No me habrían rendido homenaje mas fervoroso, si le hubiese salvado la vida a la anciana mujer. Fue un incidente trivial, pero nunca he olvidado la satisfacción que me produjo”.

Muchos de nosotros nos abstenemos de prodigar atenciones espontáneas por temor a que se nos juzgue equivocadamente. En efecto, todos disponemos de un sinfín de pretextos para cohonestar nuestra conducta. La llave del desarrollo de nuestra personalidad y del auge de nuestra dicha está en la voluntad de adquirir nuevos hábitos y de ensanchar los horizontes de nuestra vida.

Claro que habremos de cometer errores y de sufrir desaires hasta que no hayamos adquirido el arte y el tacto indispensables. Pero, quien por mera pusilanimidad abandone todo intento de aumentar el número de sus relaciones, nunca llegará a mejorar su inteligencia de los demás, ni a cobrarles afición cariñosa y deleitable, y vera menguar su felicidad día a día.

Descuidamos fácilmente hasta las atenciones menudas; aquellos que no dejan pasar inadvertidos los cumpleaños de parientes y amigos, por ejemplo, tienden a mejorar su personalidad más que quienes los olvidan. Sin embargo, a la mayoría nos cuesta trabajo tener presente cumpleaños, aniversario de bodas y otros sucesos que para algunos de nuestros amigos tienen incalculable valor sentimental. Cumplir en esas fechas con el deber de amigo, es, al fin de cuentas, un habito que todos podemos adquirir con un poco de buena voluntad.

Según Dale Carnegie, no hay música más grata a los oídos de un mortal que el eco de su propio nombre. Sin embargo, ¡cuántas veces hablamos con el cartero, el empleado del ascensor, los vigilantes de nuestros conjuntos residenciales, sin tener el cuidado de llamarlos por sus nombres.

Uno de los factores más importantes del desarrollo de la personalidad es la retentiva para los nombres, que no es accidental, sino resultado de la práctica.

Cuando paseamos por el campo, nos llama la atención la cordialidad que caracteriza a sus moradores. Sin embargo, es frecuente que en las ciudades populosas veamos varias veces por semana, e incluso años, a unas mimas personas, sin que jamás lleguemos a saber nada de ellas. Tenemos un círculo limitado de amigos que tienen algún valor para nosotros, pero perdemos todo contacto con el “ser” humano, esto es, con el hombre en general.

Acudimos a la iglesia como creyentes en un Dios de Amor y nos llenamos la boca con el mandamiento que ordena “amar al prójimo como a nosotros mismos”, pero en nuestros corazones no existe ese amor.

Aun en la reducida esfera familiar, por rutina nos colocamos en una especie de actitud mecánica y estereotipada de los unos para con los otros. No es raro que cuando el padre regrese a casa después de día trajinado, la única muestra de amistad sea la del perro, que, como no puede hablar, le menea la cola en señal de amor y de amistad, no así la de sus propis hijos; en reciprocidad, nada tiene de extraño que el padre salude con más cariño al perro, que a los de su misma casa.

Son numerosas las personas estimables con quienes tenemos contacto a diario con razón de los servicios que nos prestan. Sin embargo, solo las conocemos de vista, y de sus familias no tenemos ni la más remota idea. Si el cartero se llega a enfermar, ni siquiera notamos su ausencia, apenas nos enteraríamos de su reemplazo, pero sin saber por qué.

A menudo prestamos nuestro apoyo a grandes proyectos para tratar con más justicia al común de las gentes, pero descuidamos al que se encuentra a unos pocos pasos de nosotros. Mientras nos abismamos en lecturas sobre el nuevo orden social en un mundo globalizado, lo de nuestras relaciones personales sigue siendo el mismo, la indiferencia.

Una señora, cuyo caso consideramos típico, se lamentaba de lo difícil que le resultaba hacer verdaderas amistades en el vasto círculo de sus relaciones; la dama era de encantadora presencia, y disponía de medios de fortuna. La dificultad en que tropezaba hacer amistades duraderas estribaba en el hecho, por cierto bastante frecuente, de cultivar el trato únicamente con personas de su misma condición social.

Es decir, que su interés por las gentes no era para bien “de ellas”, sino para el “suyo propio”. En lugar de sembrar felicidad generosamente en torno suyo, sólo derramaba algunas gotas en puntos cuidadosamente escogidos.

En cambio, muy diferente lo sucedido a un matrimonio joven que perdió a su única hija, una hermosa jovencita de 16 años; en lugar de resignarse a una vida de recuerdos dolorosos, adoptaron dos niños. La madre adoptiva no tardó en sentirse atraída a la tarea altruista de buscar casas adecuadas a los huerfanitos.

Su vida cobró nuevo sentido y tomó nuevo impulso. Quiso hacer partícipes a los demás de la facilidad que le había proporcionado la adopción de los dos niños.

Esta hermosa ley se cumple por igual en todos los casos, sea cual fuere la importancia del acto de consideración que realicemos, grande o pequeño.

(Henry C. Link, Selecciones 1942)

 

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