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Excelente pago de un inquilino mala paga

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El señor Hyde llegó por primera vez a casa a preguntar por el cuarto que, según se anunciaba el “se alquila” que había en la ventana, espera el huésped. Mamá y yo lo acompañamos para que lo viera. A ella probablemente por ser ésta la primera vez que tomaba inquilinos, no se le ocurrió pedirle referencias, ni tampoco pago adelantado.

- “La habitación me satisface plenamente –dijo el señor Hyde, que siempre hablaba muy por lo fino-. Esa misma noche mandaré mi equipaje y mis libros”.

El huésped se hizo muy pronto a la casa; no parecía que trabajara en ninguna parte, o no tenia horas fijas para ello, entraba y salía en cualquier momento del día. Pero ¡se mostraba tan amable con mis hermanitos!, ¡saludaba tan cortésmente a mamá siempre que se encontraba con ella en el vestíbulo!. Mi padre, normalmente un poco huraño, simpatizó muy bien con él. Por haber estado en Noruega, el señor Hyde podía hablar, sin que se le agotase nunca el tema de aquel país y de lo maravilloso de la pesca.

A la única a quien no le había caído bien era a la tía Jenny. Ella, que tenia una casa de huéspedes, no hallaba que éste fuera muy deseable.

- “¿Cuándo pensará pagarte ese caballero? –le preguntaba a mi madre.

- “No sé –le contestaba ésta-, y seria penoso cobrarle, pero sé que pagará, es una persona decente”.-

Tía Jenny murmuraba “veremos”, le comentaba lo costoso que le había salido costando aprender a conocer a “ciertos personajes”, y le daba a entender que con éste nos llevaríamos un chasco grandísimo. Todo esto nos ponía nerviosos a mis hermanos y a mí.

Cuando llegaron las lluvias, mamá le observó a mi padre que la habitación del huésped era bastante fría, y ambos decidieron invitarlo a que pasase las veladas con nosotros, en la cocina; sentados en torno de la mesa sobre la cual derramaba su claridad una gran lámpara, Dagmar, Kristin, Nels y yo estudiábamos nuestras lecciones y hacíamos las tareas. Papá y el señor Hyde, al amor de la estufa, fumaban sus pipas, mientras mamá, diligente y callada, amasaba el pan o aderezaba la cuajada.

El señor Hyde se hallaba siempre dispuesto a explicarle a Nels, que cursaba la segunda enseñanza, algún punto difícil o a sacarlo de apuros en el latín. Gracias a esto, le cobró afición al estudio, mejoró las notas y dejó de fastidiar a papá con la cantaleta de que no quería seguir yendo al colegio, sino ponerse a trabajar.

Cuando nosotros terminábamos de estudiar y de hacer las tareas y mamá se acomodaba en su sillón con su costura, nuestro inquilino nos revisaba los cuadernos, nos preguntaba las lecciones, nos explicaba algunas cosas y después nos entretenía con relatos de sus viajes y aventuras. ¡Qué de cosas había visto y cuánto sabía! Oírlo era como si lo que habíamos leído en los libros de historia y de geografía, estuviera presente a nuestros ojos.

Cierta noche empezó a leernos una novela de Dickens; pronto se hizo costumbre que, terminando nosotros de estudiar, nos revisaba y nos preguntaba las lecciones y después nos leía algún libro que traía de su habitación. De este modo fuimos aprendiendo un mar de palabras que nunca habíamos oído, y que nos hacían pensar en mil cosas y al mismo tiempo aprendiendo las culturas de otros países. “Es como si lo fuesen asomando a uno a un mundo desconocido”, decían mama y papá. ¡Qué maravilla!.

Tan engolosinados nos traía que, al volver la primavera, no pedimos, como otros años, que nos dejasen salir a jugar en la calle. Esto, según creo, una bendición para mamá, quien nunca se sentía tranquila cuando andábamos por fuera. También, y fue lo mejor de todo, mi hermano Nels frecuentó cada vez menos las reuniones de la pandilla que él y otros muchachos de su edad formaban en una esquina. La noche en que por haberse metido en la tienda del Sr. Dillon y se vieron en líos con la policía, Nels no estaba con ellos; se había quedado en casa a oír leer el último capítulo de “David Copperfield”.

Una tarde, íbamos por la mitad de “Ivanhoe”, cuando el Sr. Hyde recibió una carta.

- “Tengo que marcharme-, le dijo a mamá-, dejaré aquí los libros, para que los niños puedan seguir gozando de ellos; aquí tiene usted un cheque por lo que le debo; y crea, señora, que nunca tendré con que pagarle sus atenciones, por las cuales le estaré siempre agradecido; me duele dejar el cariño de los niños a los cuales aprendí a quererlos como si fueran mis hijos”.

Aunque nos dio sentimiento el verlo marchar, pronto lo olvidamos con el entusiasmo de llevar los libros a la cocina: había una buena porción de ellos: “Historia de dos Ciudades, Nicolás Nickleby, Alicia en el país de las Hadas, Oliverio Twist, Sueño de una Noche de Verano… y otros cuantos.

Mamá iba desempolvándolos con cariñosa reverencia. ¿”Qué de cosas nos enseñarán!, decía al hacerlo. “Nels nos leerá cada noche un capitulo de uno de ellos, como lo hacia el Sr. Hyde, tiene también buena voz”.

En cuanto llegó tía Jenny, le enseñó el cheque; “Ya ves –recalcó satisfecha- tendré con qué comprarme el abrigo de pieles que tanto ansío”. Pero fue verdaderamente una pena que la tía estuviese en casa cuando llegó el señor Krupper, el dueño de la panadería y restaurante que quedaba en la esquina de la calle; el hombre venia echando chispas:

- “¡El tal Hyde es un ladrón!–bufó fuera de sí-, miren este cheque, no vale un comino!, y me han dicho en el Banco que les dio otros iguales a varios del barrio”.

Tía Jenny le lanzó una mirada a mamá que le decía muy claro: “¿No te lo dije?”. “Pues, por supuesto a ustedes les habrá quedado a deber también uno buen pico, ¿verdad? –preguntó el Sr., Krupper.

Mamá nos miró sucesivamente a todos; detuvo largamente la mirada sobre Nels, al cual le dijo con dulzura:

- “Anda hijo, busca a “Ivanhoe” para que nos leas algo”.

En seguida, yendo hacia la estufa, tiro el cheque a la candela sin decir palabra. Luego dirigiéndose a Krupper, como también a mi tía, dijo con la más completa sinceridad:

- “Pues no, si vieran ustedes que no nos quedó debiendo absolutamente nada”.

(Kathryn Forbes, Revista Selecciones)

 

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