El temple de tu ánimo tienes que forjártelo tú mismo; no es algo que se nos coloque en la cuna como un regalo de las hadas; tienes que ir haciéndotelo tú mismo, día tras día, pieza por pieza, como una armadura brillante y sólida.
De ti, solamente de ti depende que tu carácter sea flojo o recio, estéril o fecundo, fuente próvida de dichas y gozos o turbio manantial de aflicciones y congojas; de ti y de las ambiciones que alimentes, de los pensamientos que albergues, de los ideales que te propongas, de las emociones que te dominen.
La mayor, más alta y meritoria empresa del hombre es ese incansable trabajo del propio perfeccionamiento, ese viril aprendizaje de la ciencia suprema del bien vivir. Las memorables palabras del Evangelio: “…y seréis como recién nacidos”, son tan válidas a la luz de la moderna psicología como en los días de auge de la tradición teológica.
Todo cuenta y tiene su precio y su efecto en esa obra misteriosa y continua de la propia formación; la llama de odio que no apagó a tiempo, el resentimiento que se dejó crecer, la negligencia que fue invadiendo y paralizando poco a poco los resortes de nuestra actividad, la mentira que manchó el labio y encanalló el alma, y frente a esas causas manifiestas o latentes de envilecimiento, los agentes poderosos de autoeducación espiritual: todo acto heroico de dominio de sí mismo, toda prueba de fortaleza moral, toda confesión de la verdad, por penosa y difícil y humillante que sea.
Cuando asome su faz engañosa el monstruo pérfido que invita a la indolencia y formule su insidiosa pregunta: “¿Pará qué luchar?”, acude a las páginas confortadoras de la historia de una de esas almas de elección que ofrecieron al mundo el sublime ejemplo de sus luchas, aspiraciones y sacrificios.
Sólo quienes hayan cifrado su constante anhelo y su doloroso esfuerzo en sojuzgar las pasiones y someter el cuerpo rebelde al imperio purificador del espíritu, han estampado un nombre glorioso en los anales imperecederos de la humanidad.
Graba en tu memoria el consejo de Epicteto: “Recuerda que en toda fiesta hay dos convidados a quienes debes agasajar: el alma y el cuerpo; y que perderás cuanto des al cuerpo, mas conservarás por siempre lo que des al alma”.
Precisamente la vida de Epicteto es uno de los blasones de la estirpe humana: fue esclavo; padeció de una fea cojera; vivió en estrecha y extrema miseria, y, sin embargo, en medio de sus vicisitudes proclamó el señorío inmortal del alma sobre el cuerpo, conquistó para su espíritu una grandeza y una perfección rara vez igualadas y dio al mundo, como una lluvia de granos de oro purísimo, preciosas máximas que han servido para sostener, alentar y consolar a millones de hombres y mujeres, que en una larga cadena de siglos, han emprendido la ascensión difícil hacia las cumbres más altas que es dable alcanzar al espíritu purificado de la terrenal escoria.
También recuerda la carta que escribió Robert Louis Stevenson en una tregua de la larga guerra que sostuvo con la enfermedad: “Yo no quería morir; sentía y comprendía que aún no había dado término a una obra que justificase mi paso por la vida; que había contraído muchas obligaciones que no tenía derecho a esquivar; que morir en esas circunstancias equivalía a un acto de cobardía, a desertar en pleno combate”.
En esas palabras de Stevenson se escucha el eco de todas las grandes almas que han dejado huella perdurable en los caminos del tiempo. ¿Acaso no dijo Hellen Keller que “si bien es cierto que el mundo está lleno de sufrimientos, no es menos cierto que también está lleno de la belleza y la perfección de las almas que se afanan noblemente en remediarlos y superarlos?” La misma elevación que inspiró las palabras de Stevenson late en las de Keller.
Cuenta el amanuense de Walter Scott que éste, tenaceado por crueles dolores físicos, a veces interrumpía lo que dictaba con algún quejido ahogado; pero que se negaba a suspender el trabajo y sólo pedía que cerrase la puerta del despacho “para que su familia no se enterase de su tortura”. En su martirio, Walter encarnaba el principio que años después había de sentar Stevenson en una frase memorable: “La verdadera salud consiste en poder vivir sin ella”.
La clave segura de nuestra paz interior no está en los bienes externos, sino en la fortaleza de nuestro espíritu; si no hay claridad en nuestra alma, inútiles serán para iluminarla todos los fuegos fatuos que en torno suyo se enciendan en la materia perecedera y corruptible.
Y del estado de nuestro espíritu dependerá también, en no escasa medida, nuestro bienestar físico; pues el dominio de nosotros mismos, o sea, el hábito de dirigir por recto cursos nuestros pensamientos y deseos, tiene más importancia para la plenitud e integridad de la vida, que la salud corporal.
La fuerza emotiva que se esconde en nuestras ideas puede encauzarse y aprovecharse favorablemente o desbordarse en devastadora inundación. En tus manos está el someter su ímpetu y aplicarlo a un propósito noble y útil o dejarlo perderse y consumirse baldíamente en sensiblerías pueriles.
(Revista Selecciones, 1940)