Son peligrosos los fanatismos, pero el religioso, que parecería ser el más pacífico, es quizá el más violento. Lo confirman la Santa Inquisición y los innumerables conflictos religiosos, pasados y presentes.
Sin embargo, hay unos casos particulares que llaman la atención por macabros e irracionales: aquellos que conducen a suicidios colectivos promovidos por líderes religiosos, sujetos paranoicos pero carismáticos, capaces de convencer a sus seguidores de que habrán de obtener con rapidez la salvación y pasarán a un mundo mejor. Lavados de cerebro difíciles de entender.
La condición necesaria para pertenecer a El Templo del Pueblo era entregar todos los bienes al gran jefe espiritual James Warren Jones, paranoico pastor protestante. Ante la persecución del Gobierno norteamericano, decidieron trasladarse a Jamestown (Guyana), declarado paraíso terrenal de la secta.
En 1978, después de linchar a los inspectores enviados por el Gobierno norteamericano, y a sabiendas de que el crimen no quedaría impune, Jones propuso a sus ovejas que se suicidaran en un gran ritual de despedida, a fin de obtener un “reencuentro con la otra vida”. Los 914 seguidores obedecieron ciegamente a su jefe espiritual, para lo cual ingirieron cianuro.
En 1993, en Waco, Texas, al menos 80 miembros de los seguidores de David Korésh murieron incinerados, siguiendo los mandatos de su jefe. Korésh era un predicador apocalíptico, que se sabía de memoria extensos pasajes de la Biblia y acostumbraba aterrorizar a su grey hablando de un final del mundo con terribles castigos para los que desobedecieran sus indicaciones.
Su enorme cuenta bancaria se sostenía con las donaciones voluntarias de sus seguidores.
En 1993, el reverendo Ramón Morales, obligó a sus fieles a rezar mientras llenaba un templo de México con gases tóxicos, provocando la muerte ritual de 30 personas. Dos años después, La Verdad Suprema, secta japonesa, alcanzó fama mundial por su brutal atentado en el metro de Tokio con gas sarín, en el que 12 personas perdieron la vida.
En Suiza, ese mismo año se hallaron los cadáveres de 48 miembros del Templo Solar. En la carta de despedida, el homeópata Luc Juret, líder de la secta, menciona las enseñanzas de La Gran Logia Blanca de la estrella Sirio, supuestamente trasmitida a la secta por los extraterrestres.
En 1997, Marshall Applewhite, jefe supremo de la secta Puerta del Cielo, llevó al suicidio colectivo a 38 de sus seguidores, envenenados con fenobarbital y pudín de manzana al vodka. Según el gran maestro, esa era la mejor manera de abandonar el cuerpo físico, vestimenta provisional e imperfecta para la vida terrestre, y así aligerar el equipaje con el fin de abordar la nave espacial extraterrestre que, supuestamente, seguía de cerca al cometa Hale-Bopp, mensajero estelar de otros mundos más espirituales y mejores.
En el 2000, en una iglesia cerca de Kampala, 600 miembros de Los DiezMandamientos se prendieron fuego después de varias horas de entonar cánticos. El líder pidió que vendieran sus pertenencias y se prepararan para subir al cielo. Pues bien, convertidos en humo subieron a las nubes. Uno de los pocos sobrevivientes contó que sus compañeros creían en la inminencia del fin del mundo.
Los 19 asesinos suicidas que participaron el 11 de septiembre de 2001 en el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York eran fanáticos religiosos, creyentes hasta niveles irracionales. Fue quizá el acto de fe más sincero, pues entregaron su propia vida, tentados por las enormes recompensas, quizás excesivas, que recibirían en el paraíso que los esperaba: 72 vírgenes para cada mártir.
(Revista Semana)