Carmen Rosa Pinilla Díaz
Pensionada, Historiadora - Bucaramanga, Colombia
CONTENIDO.- Año 1816, continúa el Régimen del Terror.- Las fuerzas reales retoman el país.- Disolución del Congreso de las Provincias Unidas.- El desaliento se apodera de la Nueva Granada.- La Nueva Granada pierde su independencia.- La Nueva Granada se desangra en manos de Morillo.- Tribunales militares para sentenciar a los granadinos: - Consejo Permanente de Guerra, Consejo de Purificación, Junta de Secuestros- .- Apertura de caminos.- El clero sufre el terror de Morillo.- Morillo abandona la Nueva Granada.
Año 1816.- Continúa el régimen del terror
Parece que un hado funesto perseguía no solamente a los defensores de Cartagena, sino también a todos los que pretendieron continuar la defensa de la malhadada ciudad. Los dos hermanos Carabaños, que volvían de Jamaica con tan hermosos propósitos, cayeron en manos de los españoles.
El valiente Coronel D¨Elhuyar, arrojado de Cartagena por la facción de Castillo y por su decisión a favor del General Bolívar, regresando a su país con el designio de ayudar a la defensa de la Nueva Granada, naufragó, perdiendo su Patria un joven de tantas esperanzas. Suerte menos desgraciada le cupo a Bolívar en aquellas circunstancias, pues después que se vio compelido a abandonar las playas granadinas, se estableció en Kingston de Jamaica.
Reducido a su vida privada, se ocupaba en escribir un corto manifestó, justificando su conducta frente a la guerra civil de Cartagena y promover en los países extranjeros la causa de la independencia de la América española, pero el crimen de un malvado compañero suyo estuvo a punto de terminar con su preciosa existencia.
Un español europeo se trasladó a Kingston con el designio de asesinar a Bolívar y libertar a los españoles de un enemigo tan formidable. Se introdujo con Páez, un oficial que había sido Edecán de Bolívar, para seducir a un esclavo del Libertador. Aprovechando la circunstancia de que el General pernotaba unos días en la casa de Páez, fijó la noche en que el esclavo debía asesinarle.
Felizmente aquel mismo día, Bolívar cambio de sitio de residencia y sin decir nada, se pasó a dormir a casa de una hermosa mulata que lo esperaba esa noche.- En casa de Páez lo esperaban hasta muy tarde, y viendo que no llegaba, un pobre hombre, llamado Amestoy, se acostó en la hamaca que servía de cama al Libertador. El asesino, que ignoraba esta circunstancia dio al infeliz, que inocentemente dormía, dos puñaladas que le quitaron la vida en el acto. El esclavo fue aprehendido y decapitado en el cadalso.
Por la falta de espionaje, que no era posible establecer por el terror que inspiraban los españoles en el afán por exterminar toda huella de libertad, la pérdida de Cartagena y los inminentes riesgos que por este motivo amenazaban a la Nueva Granada, tardaron algún tiempo en conocerse en las provincias internas. Incluso para los mismos españoles, no les era posible conocer las noticias de lo que sucedía en otros terrenos igualmente dominados por España, como sucedió con la ocupación de Pamplona, por las fuerzas expedicionarias, donde Calzada había permanecido todo el mes de diciembre, aguardando los auxilios de vestuario, municiones y algunos refuerzos que había pedido a Maracaibo y a Caracas.
El 2 de enero, las tropas de realistas de Calzada se movieron hacia el valle de Cácota, fijando su cuartel general en Suratá, y desde allí amenazaban a Girón, Piedecuesta, Bucaramanga y Socorro. El ejército republicano que debía enfrentársele, se disciplina en la villa de Piedecuesta. El General Urdaneta fue llamado a Santafé, mientras Rovira quedaba al mando.
El segundo y Mayor General era el Coronel Francisco de Paula Santander; ellos trabajaron activamente en su disciplina y armamento, pero tuvieron que moverse hacia Cácota, para satisfacer los deseos del Gobierno General a fin de impedir que Calzada recibiera los auxilios que venían de Venezuela.
Cuando Calzada supo de los movimientos de las tropas republicanas, emprendió su retirada hacia Ocaña, por el páramo de Cachiri. Desde Cácota había destacado Rovira una columna con dirección a Pamplona y valles de Cúcuta, al mando del Teniente Coronel José María Mantilla, quien salió en persecución de Calzada, atacando en el valle de Cachiri.
Las tropas de la Unión solo contaban con mil fusileros disponibles y ochenta jinetes, que se mantenían lejos del cuerpo principal por falta de forraje. Los independientes pusieron sus estancias en una colina del páramo, que el General creía capaz de ser defendida. Calzada resolvió atacar en aquella posición y contramarchó con todas sus tropas; el combate se empeñó a la una de la tarde, con mucha audacia, defendiendo el terreno los republicanos palmo a palmo hasta que la noche hizo cesar el fuego.
Al amanecer las guerrillas españolas reiniciaron el ataque; los realistas de los dos bandos consiguieron flanquear las trincheras, y sin embargo los cuerpos republicanos continuaban peleando con valor, situándose alternativamente por escalones, según el plan de Rovira. Más de una hora había durado el fuego, rechazando siempre al enemigo, cuando el Oficial que mandaba el cuerpo que defendía una de las trincheras recibió un balazo y la trinchera, que sufría dos fuegos cruzados, fue abandonada.
El batallón de Santafé se retiró e igual lo hizo el de Tunja; el tercero hizo lo mismo y el desorden se introdujo en todos los cuerpos. Los realistas se aprovecharon del terror y los carabineros montados, que comandaba don Antonio Gómez, completaron la derrota, dispersándose enteramente las fuerzas de la Unión, falleciendo cerca de 500 soldados, igual número de prisioneros, entre ellos algunos oficiales, perdiéndose también gran parte del armamento.
Las consecuencias de la pérdida de esta batalla no se hicieron esperar, fueron las más funestas para la Nueva Granada; esto, unido a la profunda impresión que hizo en todas las provincias de la pérdida de Cartagena llenó de consternación a los patriotas, que ya no columbraban esperanza alguna de resistir a los españoles, o salvarse de su vengativo enojo.
El enemigo ocupaba todas las costas y a excepción de Buenaventura, sobre el Pacífico, no quedaba a los republicanos ni un solo puerto. El mismo día en que se perdió la batalla de Cachirí, fue derrotada en Cúcuta la columna republicana que marchaba a Cácota, bajo la dirección de Mantilla, con el objeto de apoderarse del vestuario y demás artículos que se enviaban de Maracaibo para la división de Calzada.
Perdida la opinión de los pueblos a favor de la causa de la Independencia, sin fuerzas que los protegieran y halagados con promesas y ofrecimientos seductores de los españoles, que decían a la multitud de que ellos nada tenían que sufrir. El 25 de marzo (1816) las columnas reales fueron recibidas en triunfo, aún en la Provincia del Socorro, que había sido tan entusiasta por la Independencia y en donde precisamente había comenzado la revolución.
Las personas mas comprometidas emigraron hacia Santafé y el Comandante español, Calzada, se hizo dueño del país hasta el río Sambenito, en las cercanías de Vélez, observando una moderación hipócrita para seducir mas a los pueblos, con el fin que no opusieran resistencia alguna, y así Morillo tuviera el camino libre para que pudiera desplegar toda la ferocidad española.
La pérdida de la batalla de Cachirí y de las Provincias de Pamplona y Socorro alarmó sobremanera a los patriotas residentes en Santafé. Muchos estaban persuadidos de que el doctor Camilo Torres, Presidente de las Provincias Unidas no era el hombre adecuado para dirigir el timón del Gobierno en circunstancias tan apuradas; echaban menos en él la energía y el atrevimiento necesarios para triunfar en los momentos más peligrosos de la revolución.
Sin embargo, la opinión de que el Poder Ejecutivo era débil por causa de la persona que le desempeñaba, se difundió bastante y llego a oídos del Presidente Torres, quien hizo de inmediato renuncia de la Primera Magistratura de la República, a fin de que poniéndose en manos mas diestras y seguras que las suyas, pudiera salvarse el Estado.
La dimisión fue admitida y el 14 de marzo (1816) el Congreso eligió en su lugar al doctor José Fernández Madrid; sus funciones debían durar por el tiempo que el Congreso le asignara, concediese facultades extraordinarias. Madrid, como buen conocedor de que las provincias del norte de la Nueva Granada estaban perdidas, que no existían recursos suficientes y que había desaparecido la poca opinión que los pueblos tuvieron antes a la favor de la Independencia, no quiso aceptar destino tan peligroso. Pero, cuando vio que no había otro arbitrio, hizo la siguiente protesta:
“No soy el hombre extraordinario que el Congreso busca con tanto afán para salvar la República; no me siento con las fuerzas necesarias para una empresa tan ardua, y, en mi humilde concepto, un imposible; en fin, acepto por la fuerza del destino que el Congreso me confía, pero no respondo de manera alguna, sobre los resultados”.
A pesar de una postura tan clara y enérgica, obligado presto el juramento y quedó inaugurado en la Presidencia; se creía que poniendo a Madrid al frente del Gobierno General adoptaría providencias vigorosas de defensa y sería capaz de revivir algún tiempo la confianza y el espíritu público de los pueblos.
En efecto, comenzó a trabajar activamente, reuniendo hombres dentro y fuera de Santafé, en disciplinarlos en componer las armas y en preparar cuantos recursos fueren necesarios, superando obstáculos que oponían por doquiera la apatía y mala voluntad de los pueblos. Para alistar gentes, nombra comisiones y excita por carteles fijados en las esquinas a que suscriban sus nombres los que se decidan ir a defender la patria.
Sin embargo de tales invitaciones no llegaron a seis los individuos que se alistaron, ¡ Tan profundo y general era el desaliento que había cundido por todas partes!. La mayoría del Congreso participaba también de los mismos sentimientos y desconfianza sobre la futura suerte de la República.
Las fuerzas reales retoman el país
Mientras ocurrían estos hechos en el interior de la Nueva Granada, el General Pablo Morillo, después de apoderarse de Cartagena, comenzó a manifestar cuál sería su conducta cuando fuera dueño absoluto de sus provincias y lo benéficas que eran las instrucciones de Fernando VII para la felicidad de esta parte de la América. Todas las cárceles se llenaron de aquellas personas que habían tenido algún compromiso o destino en la revolución, mientras se imponía a los pueblos de la Provincia fuertes contribuciones para sostener y equipar el ejército expedicionario que marchaba al interior.
Cuando Morillo y su segundo, don Pascual Enrile salieron de Cartagena, todas sus tropas habían marchado por divisiones, menos el regimiento español de León, el de infantería del Rey, el de Puerto Rico, el de Albuera y el de Granada; estos diferentes cuerpos, que ascendían a 4.650 soldados, quedaron en la plaza y Provincia de Cartagena, a las órdenes de Montalvo.
El resto del ejército se dividió en cuatro columnas para atacar a las vez las provincias internas: la fuerza principal, compuesta de los húsares de Fernando VII, comandada por el Coronel Miguel de Latorre, había salido hacia Ocaña, desde el mes de febrero, a fin de tomar Girón y el Socorro, para reunirse con las de Calzada, para seguir a ocupar la antigua capital del Virreinato.
Desde el mes de diciembre (1815) otra columna, a órdenes del Teniente Coronel, don Julián Bayer, compuesta de doscientos hombres y seis botes de guerra había partido de Cartagena para invadir la Provincia del Chocó; al entrar por las bocas de Atrato hizo prisioneros a 150 emigrados de Cartagena que habían naufragado en aquellos sitios y los mandó a las prisiones de Cartagena.
Otra columna, del ejército expedicionario, compuesta de 500 hombres, al mando del Coronel Francisco Warleta, se dirigía a Antioquia; en esta Provincia se encontraba de Gobernador el Brigadier don Dionisio Tejada, quien carecía del valor necesario para mandar en momentos tan críticos, aunque tenía tres batallones de infantería con la fuerza de 1.500 hombres, al mando del Coronel Linares.
El español Warleta, venciendo las mayores dificultades que le representaban los caminos, ocupó a Remedios, antigua ciudad incendiada por los patriotas. Después de varias escaramuzas, el 22 de marzo (1816), en La Ceja, atacó a Linares; éste fue abatido con gran pérdida, tantos de hombres, como de municiones y armas. Los realistas debieron la victoria a una compañía de 80 húsares de Fernando VII, que aterraron a las tropas republicanas, que nunca habían combatido con la caballería española.
En la misma oscuridad en que se había encontrado el Gobierno de Antioquia, respecto de las fuerzas invasores y de los planes de los expedicionarios, se hallaban el de la Unión y las demás provincias del interior de la Nueva Granada. Morillo se encontraba ya en marcha hacia Santafé y aún se ignoraba cuál era su fuerza y sus verdaderos puntos de ataque.
Al tiempo que se perdía la Provincia de Antioquia, se hallaba Morillo en Mompós, de donde se trasladó a Ocaña para seguir hacia Santafé; aún, en medio de la marcha se ocupaba activamente de juzgar, por medio de Consejos Militares, a los patriotas que caían en sus manos, apagando así su ardiente sed de sangre americana: Fernando Carabaño, destinado al suplicio en Mompox, llegó ya muerto; cebóse Morillo en su frio cadáver haciéndolo despedazar y colocado sus miembros en escarpas a la entrada del poblado para “escarmiento” de todos los que siguieran con ideas de libertad. Su hermano Miguel fue pasado por las armas, en Ocaña y su cabeza puesta en una jaula de hierro, en la plaza mayor, hasta que el tiempo la consumiera.
Otros cuatro patriotas sufrieron la pena de la horca, como “reos de alta traición”. Sin embargo, Morillo, como hipócrita refinado, publicó en Ocaña un indulto, en que pedía a los Capitanes y demás subalternos que depusieran las armas y se entregaran cada uno con su tropa que mandaba. Dicho indulto también se dirigía a corromper la mente de los esclavos, a quienes ofrecía la libertad a cambio de que entregaran a sus amos.
La pérdida de la Provincia de Antioquia completó el desaliento general y puso término a las esperanzas de los patriotas; a todo a esto se añadía que una división de lanchas españolas subía el Magdalena trayendo 500 hombres de tropa, los que se habían apoderado de todas las poblaciones situadas sobre las márgenes del rio, hasta Angostura de Carare. En los días en que los oficiales Aguilar y Contreras, Comandantes de los patriotas en Angostura, huían para Honda, esta villa se perdió por una conmoción interna.
Los españoles, que algún tiempo andaban fugitivos en los bosques, sedujeron a los negros esclavos de la hacienda La Egipciaca, situada a la margen izquierda del río Magdalena, para que se levantaran contra el Gobierno republicano; ellos los armaron y atacaron el cuartel de los patriotas en la noche del 30 de abril; se apoderaron de la persona del General de Brigada, don Antonio Villavicencio, Gobernador de la Provincia, a quien el Presidente de la Unión había encargado de la defensa.
Los revolucionarios se pusieron en contacto con el Comandante español Santacruz, y éste ocupó a Honda, tomando prisioneros a Contreras y Aguilar.
A tiempo que todo esto ocurría, otros sucesos importantes se presentaban en Santafé y en las provincias vecinas. Después de haber perdido el General Rovira la funesta batalla de Cachirí, el Presidente de la Unión resolvió nombrar otro General en jefe para que organizara el nuevo ejército que iba a formarse en Tunja y eligió al Coronel Manuel de Serviez. A sus conocimientos bastante extensos unía éste mucha actividad, vigor y energías, pero su genio era inclinado al mando absoluto, vengativo en extremo y poco sumiso a la autoridad del Gobierno.
Cuando Serviez tomó posesión del mando, concibió el proyecto de echar por tierra al Gobierno General, y de retirarse a los Llanos de Casanare, en donde había una fuerza regular y triunfante, regida por el coronel venezolano Miguel Valdés. Así, para ganarse partido, envío desde Chiquinquirá algunos oficiales venezolanos, para que prepararan a su favor el ánimo de aquellas tropas.
Sin embargo, decía al Gobierno que la retirada debía ser a la Provincia de Popayán, para concentrar allí todas las fuerzas de la Nueva Granada y hacer una fuerte reacción a los enemigos. Con esta conducta falaz parece que en la retirada que Serviez juzgaba necesaria, quería no tener el freno del Gobierno para obrar a sus anchas con absoluta independencia.
Estando el ejército en Chiquinquirá, supieron sus jefes la derrota y dispersión de las tropas de Antioquia, perdiéndose esta importante Provincia, siendo muy grande el desaliento que se había apoderado de los pueblos de la Cordillera, no hacían ningún esfuerzo por defenderse, ni daban la menor señal de vida política. Un escuadrón de la caballería de la parroquia de Chocontá, que iba para el cuartel general, se amotinó en Ubaté desertando todos los solados, a excepción de su jefe Antonio Morales.
Disolución del Congreso de las Provincias Unidas
Entre tanto, las columnas españolas avanzaban sobre la Provincia de Tunja. El Coronel, Miguel de Latorre ocupó la ciudad de Tunja, mientras Calzada llegaba a Leiva, sin tener que disparar un solo tiro. Reunidos en dicha villa, Latorre tomó posesión del mando en Jefe. Viendo entonces Serviez que el ejército español podía marchar sobre Santafé por el camino principal de Tunja, sin tocar en Chiquinquirá, resolvió trasladarse a Chocontá.
Permaneció en ella pocos días y al acercarse el enemigo continuó su retirada apostándose en Zipaquirá. Entonces, el Congreso de las Provincias Unidas se disolvió el 21 de abril (1816), y sus miembros tomaron diferentes direcciones, algunos con el designio de emigrar a otros países y salvarse de la venganza española.
Después de haberse disuelto el Congreso y el Poder Ejecutivo de la Unión, pocas personas comprometidas siguieron a Serviez hacia Casanare. La mayor parte de los miembros del Congreso, algunos Oficiales Generales y Magistrados tomaron el camino de Popayán, creyendo que podrían escapar de la venganza española, pasando por Timaná el ramo oriental de los Andes, para embarcase en alguno de los ríos tributarios del Amazonas; otros pensaban trasladarse a la Costa del Pacífico y huir en las primeras embarcaciones que se les presentaran. Ambos proyectos eran muy difíciles de realizar, como amargamente se comprobó después.
El desaliento se apodera de la Nueva Granada
Desde Zipaquirá, el Comandante General del Ejército Español había publicado un indulto bien extenso, en que les manifestaba a “todos los empleados de Hacienda y demás cargos civiles que, deponiendo las armas, volvieran a los pueblos de sus dominios a ejercitarse en sus antiguas labores “.
Este indulto hizo mucha sensación en Santafé. Apoyados en estas frases de esperanza, muchas personas altamente comprometidas en la revolución, se quedaron en Santafé. –Varios fueron los motivos para adoptar una resolución tan arriesgada: unos creyeron ciegamente en el indulto; otros juzgaron imposible escapar de la venganza.
Por algunos días no tuvieron que arrepentirse, porque Latorre no faltó a su palabra. Los habitantes de Capital y de los pueblos vecinos sólo sufrían de excesivos gravámenes en víveres, dinero y caballerías para las tropas reales.
Luego que Latorre ocupara a Santafé, envío columnas ligeras a Ibagué, Neiva y Popayán, con el objeto de perseguir a los patriotas que huían o se encontraban ocultos en los campos. Al mismo tiempo obraba en el Chocó la columna española regida por Bayer, que reforzada en Cartagena había subido nuevamente al Atrato.
Desalentados los independientes que defendían aquella Provincia con la pérdida de Antioquia, abandonaron el fuerte de Remolino, dispersándose el 25 de mayo (1816). El Gobernador Miguel Buch, que había manifestado gran energía y patriotismo, casi todos los oficiales y soldados, bastante armamento y municiones cayeron en poder de Bayer, quien usó bien de la victoria.
Para completar la ruina de la independencia de la Nueva Granada, también fue invadida por el Sur: Don Toribio Montes, que tenia comunicación oficial permanente con Morillo y el Capitán Montalvo, supo, en el mes de febrero la ocupación de Cartagena, y que las provincias internas iban a sufrir una invasión poderosa; desde entonces no cesó de trabajar en la causa española y envió al Brigadier Sámano, Comandante de la división de Pasto, cuántos auxilios pudo conseguir. Los enemigos interiores que había en Popayán instruyeron a Sámano de la derrota de Cachirí y de los demás pasos que estaban dando las tropas realistas.
Desde el año anterior y para defender las Provincias del norte, el Gobierno General había sacado de Popayán gran material de intendencia y soldados del Batallón Socorro, que gobernaba el Coronel Pedro Monsalve; esto redujo considerablemente las tropas del Sur a muy poco fuerza; en tan criticas circunstancias, y viéndose pues en peligro su seguridad y su existencia, comenzaron a deliberar. José María Cabal, el General de Brigada, viendo la situación tan difícil, renunció al mando.
Formóse de inmediato una Junta de guerra, a la que asistió Madrid, el Presidente de la Unión y en ella se hizo la amenaza de que cualquiera que hablara de capitular, perecería. Los Jefes y Oficiales, resolvieron en aquella Junta que asumiese el mando de la división el Teniente Coronel Liborio Mejía, en reemplazo de Cabal.
Como el congreso se había disuelto, algunos de sus miembros que habían llegado a Popayán, los doctores José Gabriel Peña, Juan de Sotomayor, fray Diego Padilla, el Coronel Emigdio Troyano y José Antonio Bárcenas, fueron invitados para que adoptaran las provincias oportunas, a fin de que por los menos se pudiera prolongar un tiempo más la defensa. Se conformó un Congreso pequeño y por los deseos de las tropas y se nombró para Presidente al General Custodio García Rovira.
Para el 23 de junio (1816) se convocó una Junta de Guerra, en la que se manifestó que “Popayán era el único pueblo del Sur que se hallaba libre; por todas partes lo rodeaban tropas españolas y grandes peligros, pues el valle del Cauca, que había demostrado su amor a la independencia ahora se encontraba en capitulación con el Coronel Warleta y que el mismo Gobernador de la Provincia, doctor Antonio Arboleda, persuadía a la división para que entraran en una capitulación”.
Todos los Jefes y Oficiales de los batallones adujeron varios hechos para probar hasta la saciedad que la conducta de Morillo era atroz y sanguinaria, que ninguna consideración se podría esperar de ellos; el que capitulara, seria asesinado.
Por consiguiente fueron del sentir que “la división del Sur, que siempre ha adquirido laureles en el campo del honor, debe preferir el sacrificio en aras de la libertad, más bien que hacer una deshonrosa capitulación”. En forma unánime resolvieron atacar la división de Sámano, pues si conseguían derrotarla,”podrían seguir su marcha hacia Quito, fijando en ella un campo de esperanza para sostener la moribunda Independencia de de la Patria”.
Esta generosa resolución, se mando llevar a efecto por el Comandante Mejía, y, puestas en marcha las tropas el 29 de junio, las avanzadas españolas se fueron replegando hasta el campo fortificado de la Cuchilla y varios cuerpos realistas que empeñaron el combate, tuvieron que ceder. Entre ellos fue derrotada la caballería de Sámano, que no pudo sostener el choque violento de los republicanos.
Empero, todos sus esfuerzos fueron vanos y atacada al fin su espalda por una fuerte columna de patianos, que habían permanecido emboscada, la derrota fue completa: 350 quedaron tendidos en el campo y 400 más fueron hechos prisioneros, entre ellos muchos heridos.
Los restantes se dispersaron en el camino, que estaba perdido por haberse derrumbado los cerros a causa de un terremoto que hubo en aquellos días. Sámano ocupó de inmediato a Popayán. El Comandante Liborio Mejía, el Coronel Pedro Monsalve y otros varios oficiales, a los pocos días cayeron en manos de los españoles, a causa de no haberse podido mantener ocultos. Con esta acción quedaron enteramente perdidas todas las Provincias de la Nueva Granada, exceptuando a Casanare.
Tres columnas de tropas republicanas existían en los Llanos, todas independientes: la de Serviez, la de Casanare y otra, muy numerosa, que dirigía el Coronel Valdés, quien deseoso de terminar con esta anarquía, invitó a los Generales Urdaneta y Serviez, al Coronel Santander y a otros jefes, para que se reunieran en Arauca, último pueblo de la Nueva Granada, en los confines de Venezuela.
El objetivo de esta junta era convenir en el partido que debiera adoptarse en tan críticas circunstancias y en el estado anárquico en que se hallaban por haber desaparecido el Gobierno General. Todos se hallaban convencidos de la necesidad de establecer, así fuera un simulacro de gobierno y de nombrar un comandante en jefe de las fuerzas independientes.
La Junta se reunió el 16 de julio; Valdés abrió la sesión y expuso la absoluta necesidad que había de nombrar un jefe militar único, como igual un jefe político encargado del Gobierno Civil. Estas medidas se acordaron por unanimidad y fue elegido Presidente encargado del Gobierno al doctor Fernando Serrano, quien era Gobernador de la Provincia de Pamplona.
El mando del ejército se confirió por mayoría de votos al Coronel Francisco de Paula Santander, lo que produjo alguna sorpresa, porque ya existía el General Urdaneta, quien por su graduación, experiencia y conocimientos militares llaneros, era el más preferido. Ante esta situación, Santander quiso excusarse, pero los jefes que habían hecho el nombramiento se manifestaron satisfechos y no quisieron admitir su excusa. Santander tenía alguna razón para dimitir, pues no poseía las dotes corporales necesarias para mandar a hombres semibárbaros, como en aquella época eran los llaneros de Casanare; sólo era un buen oficial del Estado Mayor, instruido y civilizado, pero desconocía totalmente el manejo en la cultura de los Llanos, situación que se demostró mas tarde.
La Nueva Granada pierde su independencia
¿Cuáles fueron las causas que influyeron, en la Nueva Granada, en la pérdida de su independencia y libertad?: La primera y más poderosa fue que las provincias de la Nueva Granada se hubieran decidido, desde 1810, por el sistema de gobierno federativo. De aquí provino que se perdieran dos años sin que hubiera un Gobierno General que diese impulso a las fuerzas y recursos del país, en el tiempo más preciso en que España sólo podía hacer débiles esfuerzos para subyugarnos.
También la falta de compra de armas y en preparar ejércitos disciplinados y provistos de lo necesario, gastándose los pocos recursos en pagar sueldos en empleados inútiles. Por otra parte, la animadversión que existían entre los gobiernos de Cundinamarca y Cartagena, situación que originó las guerras civiles, ese funesto azote de la libertad e independencia, que impidió la Unión, paralizó las fuerzas y recursos, y hondamente arraigó los odios, la división y la discordia, preparando así un camino fácil a las armas españolas.
También influyó poderosamente la falta de energía de los diversos jefes que manejaron las riendas del Gobierno; ninguno de ellos desplegó aquellos talentos y fuerza del alma que sólo son capaces de consumar las revoluciones. La falta de jefes que mandaran las tropas fue otra de las causas que aceleraron la pérdida de la Nueva Granada.
El único que hubiera podido hacer este milagro político, el General Bolívar, víctima de las pasiones de y de las discordias civiles, tuvo que abandonar el país y retirarse a lugares remotos, totalmente ajenos a nuestros problemas.
A todos estos motivos se agregó la falta de opinión de los pueblos en casi todas las provincias. Cansados de la guerra y creyendo que nada había que temer de los españoles, suspiraban por su venida para disfrutar de la tranquilidad sepulcral que precedió a la revolución. Así fue que los habitantes de la Nueva Granada hicieron muy pocos esfuerzos para defenderse: ellos negaron los recursos que tenían para hacer la guerra, y, los gobiernos republicanos, que carecieron de la energía necesaria para sacarlos por la fuerza, temiendo una conmoción general, los dejaron intactos para servir a los españoles.
Otra de las faltas capitales del Gobierno General fue no haber trazado de antemano y ejecutado con vigor el plan de una retirada a Casanare, que acaso hubiera sido preferible. Ya se conocía la importancia de los Llanos y la facilidad que había en ellos de prolongar la guerra y de hacerla con muchas ventajas.
Fuera de esto, después que los sucesos se han desarrollado, es más fácil pronunciar un juicio exacto sobre las medidas que debieron tomarse en 1816; entonces era difícil, porque se hallaban muy divididas las opiniones sobre la conveniencia de una retirada a las vastas llanuras que riegan el Meta, el Arauca y el Apure.
La Nueva Granada se desangra en manos de Morillo
El General Morillo y su segundo, el Mariscal de Campo, Pascual Enrile, se acercaban a la capital. Desde el camino, Morillo dirigió a Latorre órdenes muy severas para que aprehendiera y en estrechas prisiones asegurara a todos los que hubieran tenido parte o figurado en la revolución, especialmente a los principales, que denominaba con el apodo de cabecillas.
Esta inesperada providencia, difundió una alarma general: desde ese momento, ningún patriota creyó asegurada su libertad, ni su vida. La cuchilla española pendía sobre todas las gargantas y podía inferirse, con absoluta seguridad que se derramaría mucha sangre americana, pues ya se conocía el carácter sanguinario de Morillo y sus subalternos.
En tales circunstancias se hacían en Santafé grandes preparativos para recibir a los Generales españoles, pensando acaso los patriotas que de este modo dulcificarían algún tanto la acrimonia de estos jefes; pero Morillo entró en Santafé en la noche del 26 de mayo (1816), víspera del día en que se le aguardaba.
Esta circunstancia dio a conocer cuáles eran sus intenciones y que ninguna clemencia debía esperarse de este General, que se hizo tan famoso en la revolución de Venezuela y de la Nueva Granada, como el Duque de Alba en los Países Bajos. Bajo las órdenes e inspección de Morillo, las prisiones se multiplicaron, así en la capital como en las provincias.
Diariamente se ponía en los calabozos a miles de personas y por todas partes no se oían sino los lamentos del hijo que perdía a su padre, de la esposa que lloraba a su marido, o del anciano que perdía a edad muy temprana a sus nietos. En esta horrible situación llegó el 30 de mayo (1816), festividad de San Fernando, en que se celebraba la fiesta del monarca español.
En aquel día publicó Morillo otro indulto idéntico al de Ocaña, en que principalmente se dirigía a los oficiales patriotas que se pasaran con sus compañeros a las fuerzas reales. Contenía tantas excepciones que nadie era capaz de creer en ellas y confiar en él; era una burla hipócrita del General español, que pretendía aparentar benignidad para cubrir su nombre, y que no se dijera que sólo amaba el derramamiento de sangre.
Pasaba días enteros registrando los archivos del Gobierno General y de Cundinamarca, que por un lamentable descuido los jefes republicanos dejaron íntegros y por la menor expresión que se hallara en los diversos documentos, se ejecutaban nuevas prisiones. Tanto eran ya los supuestos reos, que hubo necesidad de tomar el Convento de la Orden Tercera de San Francisco y el Colegio del Rosario y convertirlos en cárceles, edificios que pronto estuvieron llenos.
Tribunales militares para sentenciar a los Granadinos
Consejo Permanente de Guerra
Presidido por el Gobernador de Santafé, Coronel Antonio María Casano, y compuesto de Oficiales del ejército expedicionario dependientes de Morillo. Éste, con su asesor, el doctor Faustino Martínez, debía confirmar las sentencias. En consecuencia, siete, cinco y aún tres Oficiales españoles, ignorantes de las leyes y enemigos implacables de los americanos, decidían de la vida, del honor y propiedades de los primeros hombres de la Nueva Granada, a quienes denominaban rebeldes y traidores.
El método de los juicios de este Tribunal de sangre era muy singular: Un Oficial, con el título de Fiscal formaba el sumario con los testigos y documentos que le acomodaban. Después se tomaba la confesión al reo, a quien se careaba con los testigos y el Fiscal ponía su acusación; acto seguido, por medio de un Oficial, también español, a quien llamaban el defensor y quien muchas veces no era otra cosa que un verdadero acusador, el proceso se entregaba al acusado, por espacio de 24 horas, pero a quien no permitían buscar documentos ni pruebas para sincerar su conducta, porque, encerrados en prisiones estrechas se les privaba de toda comunicación; luego eran arrastrados al lugar del suplicio, llevando de antemano el terrible fallo de la muerte.
Tan cierto era esto, que Morillo tuvo la imprudencia de anunciar, en una proclama el primero (1º.) de junio (1816) a los habitantes de las Provincias de Popayán y del Chocó, que los señores Villavicencio, Valenzuela y Lozanos, morirían en un cadalso, haciendo tal anuncio cuando aún se les estaba siguiendo el proceso. ¡Bendita imparcialidad el dar por reos de muerte a los que aún no habían sido juzgados ¡ Desde entonces todo el mundo creyó que irían al cadalso cuántos quisiera el déspota de Morillo.
El Consejo de Guerra Permanente comenzó sus asesinatos por el General de Brigada Antonio Villavicencio, a quien condenó a morir fusilado por la espalda, sufriendo antes la degradación, por haber sido Teniente Coronel al servicio del Rey. Esta sentencia fue ejecutada el 8 de junio (1816). A partir de entonces no había una semana sin que hubiera en Santafé, o en las Provincias, tres, cuatro y aun más individuos pasados por las armas, como traidores y rebeldes.
La Nueva Granada ha deplorado y llorará por mucho tiempo, entre otras víctimas ilustres, la pérdida de los doctores Camilo Torres, Joaquín Camacho, José Gregorio y Frutos Gutiérrez, Miguel Pombo, Jorge Lozano y muchos otros que fueron honor y gloria para la nación.
Entre los militares, a José María Cabal, Antonio Baraya, Custodio García Rovira, Liborio Mejía y otros muchos subalternos de gran mérito. La muerte del ingeniero Francisco José de Caldas, célebre matemático y filósofo, fue la más bárbara crueldad de parte de Morillo. Las ciencias perdieron mucho con su temprana muerte y sobre todo la geografía de la Nueva Granada retrogradó con la perdida de los preciosos trabajos que tenía muy adelantados.
Para difundir el horror y el espanto en los ángulos más remotos de la Nueva Granada, Morillo y su tribunal de sangre inventaron el remitir desde Santafé a diferentes provincias, aún a más de setenta leguas de distancia, a los reos que habían condenado al suplicio, para que fueran a morir a los lugares de su nacimiento, prolongando también su martirio con el prolongado viaje, el conocimiento previo de su condenación y muerte y los malos tratos de los Oficiales y soldados que los acompañaban.
Después de arcabucearlos, sus cuerpos eran colgados en las horcas, suplicio tenido por infame. Las cabezas y miembros de algunos patriotas célebres, como la del abogado Camilo Torres, fueron expuestos en escarpias y jaulas de hierro por los caminos y lugares públicos, para dar testimonio, según decían los pacificadores, de la justicia española; empero, la posteridad dirá “que fue para manifestar la bárbara crueldad de los jefes que la Madre Patria enviaba a la América”.
Consejo de Purificación
Su destino era juzgar a los reos que no merecían pena capital. Ante él comparecían todos aquellos que solicitaban indulto, o tenían que “purificar su conducta” por cualquier empleo, militar o civil, que hubiesen obtenido en la revolución. El Tribunal condenaba a muchos a servir en la clase de soldados, e imponía graves multas pecuniarias para la subsistencia del ejército expedicionario, para sus jefes o para los mismos jueces.
Tal fue la voz común de que a Morillo y a Enrile les ingresó mucho dinero por estas crueles invenciones; igual muchos jueces se enriquecieron, ya fuera con los cohechos que admitieran, ya con lo que pudieron distraer para sí mismos de las cantidades que exigía el Tribunal de Purificación.
Junta de Secuestros
Fue la tercera invención de Morillo para oprimir y vejar a la Nueva Granada. Los bienes de todos los desgraciados patriotas que gemían en los calabozos fueron embargados con el mayor rigor y sus inocentes familias quedaron en la orfandad y en la miseria. En vano reclamaban a Morillo, de quien jamás oyeron otra cosa que insultos: “Vuestros padres, vuestros hijos, hermanos o esposos han sido traidores al Rey, y, por lo tanto, deben perder sus bienes y sus vidas”.
De este modo, Morillo y sus satélites escarnecían a los infelices granadinos, por el solo hecho de desear la libertad, sin que en medio de tantos males tuvieran esperanza alguna de que alguien detuviera tantos desmanes. Morillo era absoluto en la Nueva Granada, la única autoridad que disponía a su antojo de las vidas y haciendas de los granadinos. Fernando VII lo había revestido de un poder sin límites, y él se manejaba, aún, con mayor despotismo que el mismo Monarca.
Después de tantos ejemplos de la crueldad de Morillo y de Enrile, añadiremos otro que indica una calma feroz: las mujeres, las hijas o hermanas de los patriotas que habían muerto en los patíbulos o que gemían en los calabozos, se hallaban sumidas en la más espantosa miseria, sin apoyo alguno, secuestrados y confiscados sus bienes.
Morillo y Enrile, confinándolas a otros lugares, algunos remotos de Santafé, hacían salir, dentro de veinticuatro horas a damas delicadas, a pie, si no tenían caballerías. A cada juez y cura del lugar del destierro les dirigió un circular impresa y firmada por Casano, Gobernador militar de Santafé, en que las pintaban como irreligiosas y de mala conducta, con el fin de que no encontraran apoyo alguno, incluso de la religión.
Querían, con la refinada hipocresía presentarse como los defensores de la religión y la moral cristiana, para hacer odiosa la causa de la Independencia y la Libertad.
Apertura de caminos
Otro de los medios de que valieron los “pacificadores” para afligir y desolar a la Nueva Granada fue la apertura de nuevos caminos. A un mismo tiempo emprendieron el de Girón al Pedral, sobre el río Sogamoso; el de Zapatoca al Magdalena; el de Vélez a Carare; dos en la Provincia de Tunja, que debían conducir a los Llanos de Casanare, y el de Cáqueza a los de San Martin.
En Antioquia, el de Sonsón a Mariquita; el de San Luis a Cáceres, sobre el río Cauca, y el de Urrao al Atrato; el de Ibagué a Cartago, atravesando la montaña del Quindío, y el de Anchicayá a Buenaventura, en la Provincia de Popayán, y el de Santafé a Honda. Los granadinos estaban obligados a trabajar en estos caminos, sin más jornal que la ración diaria de alimentos suministrada por ellos mismos; los obligaban a abandonar por meses enteros sus hogares, trasladándolos a lugares remotos, desiertos y malsanos. Los caminos vinieron a ser unos verdaderos presidios, en que los españoles tenían ocupada en trabajos muy recios a la mayor parte de los habitantes de la Nueva Granada, en castigo a su amor a la Independencia, libertad e Igualdad.
A tantos excesos debe añadirse la corrupción de las costumbres y la inmoralidad que difundieron con su vida licenciosa los oficiales y la soldadesca española, apoyados por Morillo y Enrile. En aquella época desgraciada los padres no tenían seguras a sus hijas, ni los maridos a sus esposas, pues a cada momento podía asaltarlas un seductor o un violador, prevalido del terror que habían inspirado los pacificadores.
Cualquier Oficial español que pretendiera liberarse de la interferencia de un padre o de un marido celoso, o que deseaba apoderarse de sus bienes, les fraguaba un proceso como a insurgentes, y estaba seguro de que sus jefes aprobarían su conducta celosa por el servicio de su Rey.
Ningún caso en esta línea es tan escandaloso como lo sucedido en la Provincia de Casanare, mandando allí el Teniente Coronel Julián Bayer: el Capitán realista Pablo Maza y el Teniente Antonio Montaña solicitaban los favores, el primero de una sobrina de Miguel Daza, y el segundo de la mujer de Luciano Buitón, dos patriotas honrados, habitantes de los Llanos.
No pudiendo conseguir sus designios, pusieron presos a Buitón y a Daza; los tuvieron cuatro días colgados por las manos, atormentándolos e insultándolos, hasta que expiraron en medio de las angustias y de los tormentos, confiscándoles también sus bienes como a rebeldes y traidores; pero antes de morir, los “pacificadores” españoles tuvieron la desgraciada actitud de abusar de las dos mujeres delante de los sufridos presos.
Seis meses había reinado Morillo en la Nueva Granada en forma despótica y descarada; en su presencia callaron todas las demás autoridades, y por tanto en la Capital como en las Provincias sólo regía su voluntad soberana y la de los oficiales de su ejército, tiranos subalternos, aún más feroces que su implacable jefe.
Tanto éste como aquéllos habían ejercido el derecho formidable de vida y muerte, condenando al suplicio a cuántos se les antojaba. Una de las ocupaciones favoritas de Morillo en aquella época de triste recordación era registrar archivos para hallar culpables, mandarlos procesar y condenarlos a muerte. Parece que se complacía en sacrificar víctimas y en hacer a sus deudos seres desgraciados.
El clero sufre el terror de Morillo
El clero granadino también le tocó la suerte de las penas y tribulaciones. Desde los primeros días del mes de junio (1816) Morillo envió a Cartagena once eclesiásticos patriotas que había sacado de las provincias situadas al norte de la capital. El titulado Pacificador encargó al Virrey Montalvo que los remitiera confinados a España; mas cuando llegaron a Cartagena, ya el Virrey había recibido un oficio real, por el cual se revocaban las facultades amplias y extraordinarias concedidas antes a los Jefes de la Nueva Granada, y se prevenía que los juicios se siguieran con arreglo a las leyes españolas, dictando las sentencias los jueces naturales de los reos.
Por tanto, los once levitas quedaron a disposición de la Real Audiencia para su juzgamiento; ésta pidió los procesos, y como a ninguno se les halló causa justa, quedaron libres en la ciudad.
Grande fue el enojo de Morillo porque el Virrey y la Audiencia oponían trabas legales a su despótica autoridad; desde entonces vino el desacuerdo y Morillo no quiso remitir más clérigos a Cartagena, donde podían esperar la protección de la Ley. Entonces los mandó sumariar de una manera contraria a estas leyes y a los cánones de la Iglesia. Por disposición de Morillo, en sus juicios intervino el que se titulaba Vicario General del Ejército Revolucionario, Luis Villabrille.
A pesar de las fundadas reclamaciones del Arzobispo de Santafé, don Juan Bautista Sacristán, en que demostraba la falta de jurisdicción, la ineptitud de que adolecía dicho Vicario, nada pudo conseguir de Morillo, quien privó al Arzobispo del derecho que tenía por los cánones para hacer juzgar a los eclesiásticos de su Diócesis.
Disgustado Sacristán con este procedimiento, no quiso pasar de la villa de Guaduas, mientras que Morillo permaneció en Santafé. Villabrille era un ignorante que no tenía virtudes ni moralidad; él saqueó los bienes del clero y aún de las iglesias de la Nueva Granada, para disiparlos en el juego y otras liviandades.
Decidido Morillo a no remitir más eclesiásticos a Cartagena, el 11 de septiembre envió 44 a las provincias de Venezuela, para ser deportados a España. Fueron conducidos como si fueran criminales de la peor ralea, incluyendo a clérigos que durante le revolución habían seguido en el partido del Rey, y a hombres pacíficos o del todo nulos, que para nada se habían mesclado con ella.
En el mes de octubre, otra partida de 33 y otra de 17 en noviembre. En esta última se encontraba el doctor don Justiniano Gutiérrez, el cura de Guaduas, a quien Morillo había indultado individualmente, violando así su palabra empeñada.
Estos eclesiásticos, muchos de ellos ancianos respetables, tuvieron los mismos padecimientos y sufrieron iguales insultos que los ya mencionados ciudadanos criollos. Arrancados de sus curatos conforme a las órdenes de Morillo y la insolente arbitrariedad de su Vicario Villabrille, se les envió desde Santafé, por Tunja, Cúcuta, Maracaibo y Coro, hasta la Guaira.
El Capellán Melgarejo, español europeo, fue su conductor, acompañado por Oficiales y soldados, que con pocas excepciones fueron sus verdugos en el camino hacia Venezuela. Muchos sucumbieron por las penalidades del viaje, otros murieron en la Guaira y 27 fueron deportados a España. Entre éstos estaba el Vicario Rosillo y el Canónigo Penitenciario Caicedo, quien fuera después el primer Arzobispo de la Arquidiócesis de Santafé, nombrado por el Gobierno Republicano.
Si Morillo, en lugar de cebarse en la sangre americana, hubiera usado de la plenitud de sus facultades y enviado a la Península a los jefes de la revolución que cayeron en sus manos, habría hecho una herida muy profunda a la futura independencia de la América del Sur. Los pueblos de la Nueva Granada estaban cansados de la guerra, y anhelaban por disfrutar de su antigua quietud bajo el Gobierno español.
Hubiérasela restituido Morillo, según los exigían la humanidad y la política, y los mismos pueblos habrían permanecido tranquilos por muchos años. Pero, en lugar de quietud se arrastra a la población en masa a abrir nuevos caminos en climas insalubres o mortíferos.
Mil familias, por lo menos, de un gran influjo en el país, ven por todas partes objetos de horror que innecesariamente las llaman a la venganza. Unas han perdido a sus padres en un suplicio tenido por infame; otras han visto colgados de una horca los cadáveres de sus deudos más cercanos; aquéllas, por un refinamiento de la barbarie propia de los pacificadores, fijadas en los caminos y en jaulas de hierro las cabezas y los miembros despedazados de sus padres, hijos, de sus parientes y amigos.
Parecía que tamaños agravios pedían venganza sobre los crueles españoles, que eran otros tantos elementos que preparaban un voraz incendio.
En premios de tan relevantes “méritos” contraídos en la desolación de la Nueva Granada, Morillo y Enrile fueron condecorados con la Gran Cruz de Isabel, la Católica, nueva orden instituida por Fernando VII para premiar a los jefes que más se distinguieran en la pacificación de las Américas; es decir, en degollar, violar y asesinar sin piedad a sus habitantes.
Algunos subalternos obtuvieron la Cruz de San Hermenegildo, y otros el busto del Rey Fernando, hecho de oro, plata o cobre; los soldados fueron premiados con cintas de los colores del pabellón español. Todos estos eran alicientes para que los esclavos de Fernando VII procuraran distinguirse en la horrible carrera de la muerte y la matanza.
Morillo abandona la Nueva Granada
Cuando Morillo acabó de sujetar las provincias de la Nueva Granada, tenía las ideas más quijotescas sobre la extensión de sus empresas militares: pensaba ir al Perú con su ejército y destruir la República de Buenos Aires, pacificando a su manera toda la América del Sur y aun a Méjico, si era necesario. Así lo participó en un oficio dirigido el 31 de julio al Brigadier Sámano, previniéndole que se trasladara de Popayán a Santafé, a fin de que, en su ausencia, se encargara del Gobierno.
Pero, muy pronto se disiparon como el humo sus formadas quimeras: supo que en Venezuela no se había extinguido el sagrado fuego de la libertad y que era necesaria su presencia allí. Resolvió entonces marchar a la Costa Firme por los llanos de Casanare y Barinas. Cuatro mil hombres, entre reclutas y veteranos, en diferentes columnas, penetraron por los valles de Cúcuta y Casanare.
Pocos días antes que Morillo saliera para Venezuela, siguió Enrile a Cartagena, para regresar a España. Según el comentario general que se conocía, Enrile fue el principal instigador de Morillo para todos los asesinatos jurídicos que realizó en la Nueva Granada, animados ambos por el pensamiento criminal de no dejar vivo a ningún americano de luces o que se distinguiera por su acendrado amor a la independencia y libertad.
El 16 de noviembre (1816), Morillo salió de Santafé dejando en la capital, como Gobernador Militar, al Brigadier Juan Sámano<. El Virrey y Capitán General del Nuevo Reino de Granada aún residía en Cartagena; él extendió un poco su autoridad con la partida de Morillo. Hasta entonces había sido enteramente nula, y los Oficiales del Ejército Pacificador, que por nombramiento del General en jefe gobernaban las provincias del Virreinato, se burlaban de sus órdenes. Montalvo era un militar de antigua escuela, que había hecho su carrera en la isla de Cuba; era pues despreciado por los Jefes Pacificadores, que continuaron aun por algún tiempo obrando a su antojo, completando el saqueo de las provincias de la Nueva Granada.
El 15 de noviembre, y después que Morillo y sus satélites hicieron morir en los cadalsos a los hombres de mayor prestancia, de mas luces y virtudes de la Nueva Granada, tuvo la desfachatez de dirigir una proclama de despedida, en que ensalzaba hasta las nubes, todas sus providencias. Aseguraba que desde su llegada a la Capital no había cesado de ocuparse de su conveniencia y bienestar.
Con este objeto dijo haber llevado al suplicio a sus pérfidos mandones, cuya sangre era impura y debía verterse; que mandó abrir multitud de caminos, construir puentes y calzadas, a fin de que renacieran el comercio, la industria y la agricultura.
Les aconsejaba a los granadinos que olvidaran sus rencillas y que los buenos se sometieran a su Majestad, conservando intacta la fidelidad al Soberano, porque
“circunstancias dichosa para vosotros, y que no acaecen todos los días, siendo lo más común, una vez desenvainada la espada, quemar los pueblos, degollar sus habitantes, destruir el país, no respetar sexo ni edad; y, en fin, ocupar el puesto del pacífico labrador, y hallar, en lugar de sus dulces costumbres, un feroz guerrero, ministro de la venganza de un soberano irritado”.
Tal fue el General Pablo Morillo.
Éste partió de Sogamoso para Venezuela el 5 de diciembre (1816), cuando ya estuvieron transitables las llanuras de Casanare, del Arauca y del Apure. Desde Chita, donde pasó por las armas a dos patriotas labradores pacíficos, escribió a Sámano que no le remitiera más procesos, y que en lo civil y criminal se dirigiese al Virrey Montalvo, pues con el General en Jefe sólo se debía entender en los negocios militares.
El Virrey Montalvo, que no tenía un corazón tan duro, como el de Morillo, cuando se vio libre en el ejercicio de su autoridad, comenzó a aliviar un tanto el sufrimiento de los granadinos. Movido por las quejas y suplicas de los pueblos, mandó suspender la apertura de los caminos y demás trabajos que emprendieran Morillo y Enrile, que habían sido unos verdaderos presidios.
Dispuso también que la Real Audiencia, compuesta por los Oidores Juan Jurado y Francisco Cabrera, se instalara en Cartagena. Así comenzaron las leyes a recuperar su imperio, y a respirar los habitantes de la Nueva Granada de la opresión y tiranía en que estuvieron sumidos mientras duró el feroz imperio del Pacificador Morillo.
(Compilación, por Carmen Pinilla Díaz, del libro “Historia de la Revolución en Colombia, del historiador José Manuel Restrepo)