Los negros se sublevan
Poca importancia han dado casi todos los historiadores a los brotes de rebeldía de los pueblos de la Colonia, distintos a la sublevación comunera de 1781, y a la gesta emancipadora que se inició el 20 de julio de 1810. Sin embargo, no podemos pasar por alto un episodio insignificante ocurrido en Cartagena de Indias, a partir de 1631, durante el mandato presidencial de don Sancho Girón.
Las condiciones de los esclavos negros tenían que ser infrahumanas, cuando fueron capaces de organizar un movimiento de subversión para librarse de su triste suerte. Ya lo habían intentado de épocas anteriores, pero sin más resultados que derrotas y patíbulos.
Ahora la intentona tuvo otro precio, pues contó con organizadores, cuyos nombres quedaron en los documentos del olvido, y se incubó en los llamados Palenques, pequeños caseríos o concentraciones de negros, conocidos con los nombres de Limón, Polinix y Sanaguare, ubicados en las cercanías de la mencionada ciudad.
Para esas oprimidas gentes de color, sometidas a las más tremendas condiciones de trabajo, no existía ninguna otra forma de gobierno que la monarquía. Así lo aprendieron de sus mayores, los que fueron atrapados en África por los mercaderes negreros, y así lo soportaron en el Nuevo Reino. Jamás se imaginaron que pudiera haber un régimen distinto a una corona y por eso, los que dirigieron la revuelta, no sólo proclamaron la independencia de España, sino que se dieron su propia soberana. La historia dice que su reina se llamaba Leonor.
Por razones estratégicas eligieron el Palenque de Menón como centro de la actividad bélica y política. Eran aproximadamente 2.000 hombres dispuestos a jugarse la vida por la libertad, y con palos y rústicas armas fabricadas por ellos mismos y algunas armas de fuego, iniciaron una serie de asaltos a las haciendas de los colonos. Las hordas negras llegaban allí y luego de pasar a cuchillo a sus antiguos amos, incendiaban sus propiedades.
En medio del pánico de las gentes de Cartagena y sus zonas cercanas, los sublevados llegaron hasta las propias goteras de la ciudad y asesinaron a los habitantes de Chambacú. El movimiento se fue extendiendo peligrosamente y se calcula en medio millar de españoles, lo mismo que numerosos indígenas, los que fueron muertos por los negros.
En estos episodios hay muchas sombras. No se sabe, por ejemplo, como reina, qué papel desempeñó la Negra Leonor; fuera del objetivo de obtener la libertad y de vivir independientes de la sumisión de España, no podían tener, en su absoluta ignorancia, ningún propósito político diferente.
Esta sangrienta sublevación, que hace evocar la del legendario Espartaco de la antigua Roma, tuvo un epílogo parecido: Las autoridades lograron organizar la defensa; se armó un pequeño ejército de 500 hombres, conocedores de la región y los minúsculos poblados, a donde se habían retirado los sediciosos.
DonFrancisco Murga, gobernador de Cartagena, logró recoger dinero y adquirir armas para reprimir el movimiento. Poco a poco las tropas fueron acorralando a los heroicos sublevados, mientras los ranchos y los míseros poblados iban cayendo uno tras otro.
Los últimos reductores tuvieron finalmente que rendirse; más de 300 fueron hechos prisioneros y llevados encadenados a Cartagena, donde, mediante un juicio sumario, 23 fueron condenados a la horca, otros fueron enviados a las galeras, otros lograron huir.
Así sucumbió este noble intento de libertad que sacude la historia colonial, como las primeras campanadas del pueblo que luchaba, en busca de ser dueño de sus propios destinos.
Cacería de brujas y parrillada de hechiceras
Ya se ha dicho que el siglo XVII fue el de las brujas. En realidad, la brujería tuvo un auge especial en esta etapa que señaló el asentamiento del dominio español. Su advenimiento y sus prácticas no provinieron de las tribus nativas del Nuevo Reino; vino con los negros esclavos traídos del África y con los mismos españoles, que hicieron su aporte con los restos de las viejas costumbres medioevales.
Si hoy en día, en ciudades como Nueva York, Londres, París y Roma, entre las grandes urbes del mundo, la brujería sigue siendo un lucrativo negocio para quienes la ejercen, lo cual quiere decir que hay millares de gentes que buscan en ella las soluciones a sus problemas de sexo, de salud, amor y dinero, qué no sería en la época a que nos referimos, cuando la medicina estaba en pañales y la ignorancia reinaba en el 99% de los pueblos, supersticiosos y fanáticos al mismo tiempo, y que por consiguiente eran susceptibles a las influencias de lo sobrenatural y lo satánico.
Al igual que en la Europa del Medioevo, la brujería fue, en nuestro medio, una profesión ejercida casi en forma exclusiva, por las mujeres. Los brujos existieron, pero tenían un carácter sacerdotal entre los indios aborígenes, como lo tienen aún en las tribus africanas. El Tribunal de la Inquisición que había sido establecido en Cartagena durante el gobierno del presidenteBorja, tuvo que luchar repetidamente contra las brujas y sus actividades.
Y a pesar de que andaba en ascuas en su búsqueda, para juzgarlas y castigarlas, sólo se tiene noticia de que en la Colonia se hubiera asado a cinco hechiceras, en el lapso de 200 años. En cambio, en el viejo mundo, son incalculables los chicharrones humanos que la implacable hoguera inquisitorial doró en las plazas de muchas ciudades, como cuenta la historia. Nuestros jueces fueron más benignos y las penas no pasaron azotes, cárcel o el destierro, como ya se dijo anteriormente.
La brujería tuvo su florecimiento y una organización casi gremial en la Costa Atlántica y es curioso observar que las dirigentes de los primeros grupos de practicantes que se formaron en Cartagena y Tolú, eran mujeres españolas o hijas de españoles. En Cartagena hubo dos de estas cofradías, si así se pueden llamar: la que dirigía Paula de Equilux, de carácter elitista, pues no se aceptaba en su seno gentes de color, ni siquiera mestizos.
La otra, organizada y dirigida por Elena de Victoria, tenía un carácter más popular y no era segregacionista. En cuanto a la de Tolú, la bruja jefe del grupo, se llamaba Elena de la Cruz.
El mágico ceremonial, tenía un gran parecido con el de sus antecesores europeos. Sus reuniones se hacían los viernes en chozas clandestinas, o en sitios despoblados. En ellos, luego de una sesión de danzas lúbricas, en la que se trenzaban semidesnudos, entre alaridos y gritos inconexos, a la luz de candiles, se servía una cena de brebajes y platos sin sal, y cuando ya las velas agonizaban, los participantes remataban el ceremonial entregándose a las más aberrantes orgías.
El ritual para admitir un iniciado ofrecía características demoníacas. El neófito, totalmente desnudo, tenía que renegar de su fe y con la cola borrar una cruz que se trazaba en el suelo, soportando luego mordiscos y arañazos en los genitales, proporcionado por el jefe del grupo. Si era una mujer, tenía que pasar por las manos del oferente, quien la violentaba delante de los demás, mientras estos gritaban y danzaban.
En las ceremonias se quemaba azufre y las danzas se hacían alrededor de un maloliente chivo, que representaba a Satanás y al que los concurrentes tributaban el homenaje de besarle, reverentemente, la región glútea.
Se proporcionaban menjurgues y bebidas para enamorar, para matar y para hacerse inmune a las enfermedades y a los accidentes. El crimen hacia parte de estos oficios, pues fueron frecuentes los casos de envenenamiento. La profanación de cadáveres para los bebedizos inmundos y los robos sacrílegos para obtener talismanes, amuletos y fetiches, eran igualmente parte de las ocupaciones de estas cofradías.
Con la brujería vino después una campaña persecutoria contra los judíos que llegaban al Nuevo Reino. Las hermandades demoníacas respiraron un poco más tranquilas durante años, porque la Inquisición, influenciada por las clases pudientes y los funcionarios oficiales, se dedicó, con el pretexto de erradicar una infiltración religiosa que consideraban perniciosa y anticristiana, a sacar de las ciudades a esos inmigrantes, que generalmente eran comerciantes provenientes de Portugal.
Como se ve, ni siquiera en las oscuras épocas coloniales, los israelitas dejaron de ser víctimas, de lo que hoy se llama, el antisemitismo.
Un alcalde fratricida
De todo hubo en el Nuevo Reino, durante las presidencias del inquieto don Sancho Girón, y del no menos inquieto, don Martín Saavedra y Guzmán. Líos con la jerarquía eclesiástica, holgazanería muy bien remunerada, peleas de sacristía, aventuras de alcoba, fraternidades satánicas y magia negra, etc.,, sin que tampoco estuvieran al margen los crímenes, entre los cuales sobresale uno, narrado y comentado en “El Carnero”, en el cual intervinieron, como actores, el alcalde de Santafé como victimario, y su propia hermana, como víctima.
Era el 3 de marzo de 1638: El alto funcionario, don Juan de Mayorga, debía a su hermana Jerónima, la suma de quinientos pesos que ella le había dado en préstamo. Cumplido el plazo determinado para su devolución, no cumplió el deudor con su palabra, y a partir de ese día, fueron frecuentes los reclamos de la acreedora, que necesitaba con suma urgencia, ese dinero, ya que acababa de dar a luz una niña; la señora había hecho nuevamente el cobro a su hermano, quien le anunció que en la noche iría a pagarle y llevarle un obsequio a su sobrina. No sospechaba la infeliz mujer cuál iba a ser la forma de la cancelación de la deuda.
Don Juan entró en la casa de su hermana y penetró en la alcoba, donde se hallaba con su hija recién nacida y una de sus otras hijas, de unos ocho años aproximado. Después de cerciorarse de que no había nadie más como testigo, se acercó al lecho y en la forma más inhumana, de tres puñaladas, asesinó a su hermana.
Presa del terror, la niña acompañante comenzó a llorar, pero don Juan la obligó a callar, amenazándola con el ensangrentado puñal, y diciéndole que si contaba lo ocurrido, correría la misma suerte.
Luego, con la mayor sangre fría, saqueó la habitación de donde se llevó las pocas joyas y el escaso dinero que la víctima mantenía en un pequeño cofre, emprendiendo rápidamente la fuga. La pequeña, cuando lo vio salir a la calle, se precipitó a la ventana y gritó pidiendo auxilio. Los vecinos se levantaron presurosos y la niña les relató, con el espanto pintado en angelical rostro, todo lo ocurrido.
El primero en acudir fue el presidente, don Martín, sucesor del Márquez de Sofraga; sin perder un minuto, personalmente asumió la investigación del horripilante crimen que, durante largo tiempo, conmovió la pequeña ciudad. El hecho y sus detalles fueron el tema de conversación de los friolentos santafereños, que colaboraron diligentemente con las autoridades para tratar de obtener la captura del alcalde criminal.
El esfuerzo de la justicia por localizar a Juan de Mayorga, fue totalmente inútil. Como si se lo hubiera tragado la tierra, desapareció misteriosamente sin dejar rastro. Ello dio margen a numerosas conjeturas y leyendas; puede pensarse que en su fuga, acosado por el temor de caer en manos de los soldados que lo perseguían, como perros de caza, y ante la perspectiva de morir ahorcado en la plaza pública, se quitó la vida en algún apartado lugar.
Escándalos coloniales
Don Martín de Saavedra y Guzmán había sucedido a don Sancho Girón en la Presidencia del Nuevo Reino. Su designación para el cargo tuvo como causa la denuncia de que fue objeto su antecesor, a raíz de unos líos de faldas con el Oidor Juan de Padilla, pues los dos rivalizaban por los favores de una dama, que debía ser muy encopetada y conocida, cuando el autor de “El Carnero”, no revela su nombre. La dama se mostraba gentil y cariñosa con ambos.
El nuevo mandatario era un trata hombre polifacético, dingo de un análisis sobe el sofá de cualquier aventajado discípulo de Freud. Alegre de temperamento, dicharachero, de carácter enérgico, como cualquier hombre de mar en su juventud, amigo de camorras, devoto del vino, dotado de una lengua bien afilada para los chistes procaces y los chismes atrevidos, aficionado a las aventuras donjuanescas y por si fuera poco, el señor Presidente, era sordo como un arcabuz.
Llegó a la Presidencia del Nuevo Reino por obra, nada menos, que de una mujer, doña Luisa de Guevara, dama de buena sangre por pertenecer a la alta clase social que revoloteaba en torno a la Corona española, cortejada por varios pretendientes; pero, a pesar de su sordera, prefirió a don Martín por las presiones de la familia que lo señalaba un buen partido, y a quien, S. M. el Rey, en gracia a algunos favores prestados como militar y marino, a manera de bonificación, había ofrecido una gobernación.
Con estos aperitivos socio-económicos se casaron, y, en efecto, fue nombrado Presidente, a donde llego el 4 de octubre de 1637; don Martín no presentó una hoja de vida administrativa o política digna de mencionarse; en cambio, supo administrar ¡y en qué forma!, su afición al bello sexo, a las fiestas, el juego y el vino. Nunca dejó de asistir a jolgorios y no tenía inconveniente en alternar públicamente con mujerzuelas de baja calaña; era un cazador insaciable de mujeres de cualquier condición social, y quizás por su falta de oído, le sobraba olfato para tener éxito en sus conquistas.
Cuenta un alto dignatario de la Catedral santafereña, que fue testigo de que el señor Presidente, no tuvo reato alguno en perseguir a una pobre indiecita que llevaba sobre su espalda una botija con agua. El funcionario, luego de despojarla del cántaro con el agua, no tuvo empacho ninguno en abusar públicamente de la joven, en plena plaza pública. Y asegura el narrador de este bochornoso y sádico episodio, que tales aventuras las tenía con frecuencia, cuando salía a hacer rondas por la ciudad.
La carroza presidencial fue utilizada por el Gobernante para transportar en ellas campesinas, mestizas, negras e indias que reclutaba descaradamente en los ventorrillos del mercado, y a la vista de quien hubiera se permitía todas las libertades eróticas que se puede imaginar; era lo que comúnmente se llama, un sádico y violador empedernido. El amor, si así puede llamarse, ha andado sobre ruedas en todos los tiempos: ayer, bajo los pañolones; hoy, bajo el nylon y la seda.
Hace tres siglos, a bordo de un coche de dos caballos de tiro, y ahora, en carros de 120 caballos y seis cilindros en línea, Y hay quien dice que “todo tiempo pasado fue mejor”.
Todo lo anterior no calmaba los ímpetus donjuanescos del sádico funcionario, pues además de semejantes calaveradas, don Martín tenía una amante de cabecera, que se llamaba Catalina de Vargas, criolla cartagenera. La desfachatez del gobernante llegó a tal punto que, -cuentan las crónicas-, se atrevía a llegar a casas distinguidas, tratando de seducir jóvenes de las mejores familias, como igual, mujeres casadas.
Su alta posición lo defendió de venganzas explicables, pues otro cualquiera hubiera pagado tales atrevimientos con su propio pellejo. Los encopetados santafereños y los aristocráticos españoles preferían llevar a sus esposas a las haciendas, mientras no pocas muchachas tuvieron que resignarse a ser enclaustradas en conventos, para así defenderlas de las embestidas de semejante sádico.
Como es obvio, todo este inventario de locuras relajó su conducta de gobernante, y enterada la Corona por el Márquez de Miranda, el cual le sucedió en el mando, se le siguió un juicio de residencia por malos manejos, enriquecimiento ilícito y su proceder desordenado.
Finalmente fue destituido del alto cargo y, a su regreso a España, en 1646, fue a dar con sus huesos a la cárcel, de donde sólo pudo salir años más tarde, gracias a las intrigas e influencias de su esposa.
Para bien y para mal, las mujeres fueron su destino. Una le representó la presidencia, otras lo hicieron ir a prisión y nuevamente la primera le consiguió la libertad.
Llegamos así al año de 1699, una etapa de descrédito para el régimen colonial, durante la cual se relajaron las costumbres. Los Oidores, además de su incompetencia, se convirtieron en tahúres, transformando sus residencias en garitos.
Los jueces vendían allí sus sentencias, y hasta hubo presbíteros que pasaban del altar al garito y en sus casas, igualmente, tuvieron mesas para el naipe y los dados, donde se esquilmaba a la gente y se canjeaban influencias por dinero.
Podemos llegar así a la finalización de esta tenebrosa temporada, con los valores sociales y administrativos por el suelo, con los episodios que vamos a narrar.
Una madre proxeneta
Ocurrió que el Oidor Bernardino Ángel de Isunza se enamoró perdidamente de una hermosa jovencita llamada María Teresa de Orgaz, con quien inició una vida marital escandalosa, con el visto bueno y la asesoría, nada menos, que de la propia madre de la joven, doña Isabel de Orgaz. Lo que se cuenta es como para hacer santiguar a Lucifer. Los dos amantes paseaban juntos en el carruaje oficial.
Este hecho, hoy tan común y corriente, en esa época era un escándalo público, pero comparado con esta increíble historia, no pasa de ser un pecadillo venial sin importancia.
Don Ángel no era tan angelical, como su nombre lo indica. En una misma casa, y una misma alcoba, vivía con su concubina y la mamá de ésta; como en uno de los febriles cuentos de las “Mil y una Noches”, gustaban bañarse en físico pellejo, en una pequeña alberca perfumada con esencias, y era la propia madre de la muchacha la que se encargaba de enjuagarlos y perfumarlos.
Tales escándalos, que hubieran causado revuelo en los actuales tiempos de la liberación femenina y los estupefacientes, fueron enérgicamente censurados por los santafereños y duramente estigmatizados en los púlpitos de las Iglesias y Catedrales, y el Arzobispo Fray Ignacio de Urbina, tomaron determinaciones perentorias para cortar por lo sano, y decidieron poner a buen recaudo a la casquivana doña María Teresa, a la cual metieron a la brava al convento de Santa Clara.
El ingreso fue teatral, en medio de los chillidos de protesta y los gritos de madre e hija, así como las carcajadas del vecindario que presenció la escena. Se le puso un hábito y la “encarceló” en celda aislada. Unas monjas veteranas, ingenuamente, quisieron reconquistar esa alma descarriada e iniciaron la tarea de llevarla al arrepentimiento y volverla al redil del Pastor.
El Prelado, no menos ingenuo que las monjitas, hasta pensó que María Teresa podía tomar los hábitos y profesar, para lo cual trató de conseguirle una dote, como era la usanza en la época, lo que fue motivo de chistes irreverentes sobre la candidez del santo fraile.
Pero el diablo también trabajaba por su lado, y fue así como el Oidor logró planear cuidadosamente la fuga de la reclusa, burlando habilidosamente la vigilancia y preparando debidamente a su amante. Varios amigos fueron sus cómplices, y entre ellos, su principal asesor fue el artista más renombrado de los tiempos coloniales, el pintor Gregorio Vásquez Arce y Ceballos, el cual fue el único, que por esta causa, vino en dar con sus huesos a un calabozo; los cinco restantes resultaron bien librados, no se sabe claramente cuál fue la razón.
La noche del 21 de marzo de 1699, el convento estaba a oscuras, porque las monjas, después de oír la misa y terminado sus rezos, se habían encerrado en sus celdas. Una religiosa pasó revista de vigilancia y, al llegar al cuarto donde se encontraba la “novicia rebelde” y su sirvienta Isabel, tuvo una breve charla con las dos. Al marcharse, cerró la puerta, pero dejando la llave puesta en la cerradura.
De antemano, la reclusa sabía lo que debía hacer, disimuladamente se acostó con sus ropas puestas, y unas horas más tarde, las dos, muy sigilosamente, llevando una baranda de las que tenia la cama, para que les sirviera de escalera, abandonaron el convento.
Fueron recibidas por los cómplices, que desde bien temprano, apostados en un lote cercano las esperaban. Nadie se dio cuenta de nada. En la residencia del Oidor, éste y doña Isabel de Orgaz recibieron a la muchacha con grandes alharacas y demostraciones de alegría. Isunza convivió breve tiempo con María Teresa, hasta que tuvo que viajar a Cartagena como investigador de la rendición de la ciudad al Barón de Pointis, dentro del expediente seguido a Diego de los Ríos y Sancho Jimeno por este hecho. Poco después regresó a la Península, sin que nada más se volviera a saber de su vida.
Tampoco se volvió a saber de la suerte corrida por María Teresa e Isabel. Se ha especulado mucho sobre la intervención del eximio pintor en esta historia. Hay que tener en cuenta que, cuando ocurrieron tales hechos, Vásquez y Ceballos era un hombre de 62 años, y gozaba de especial aprecio en los círculos religiosos, en razón a su obra artística dedicada exclusivamente a la pintura de hermosos cuadros para las iglesias coloniales. Vásquez y Ceballos murió en 1711 y de él nos quedó su fecunda obra y el recuerdo de ese extraño acontecimiento de un fondo galante, pintoresco, extravagante y pecaminoso.