Carmen Rosa Pinilla Díaz
Pensionada, Historiadora - Bucaramanga, Colombia
Egipto es un valle de 880 kilómetros de longitud, comprendido al sur entre dos cadenas de montañas graníticas, que de vez en cuando no dejan sino algunos centenares de metros entre su pié y la orilla del río, pero que se separan y acaban por desaparecer avanzando hacia el norte.
A la derecha e izquierda de este largo valle se extienden áridas soledades, cubiertas de arenas movedizas que las tempestades agitan como si fuera el mar. En este océano del desierto también hay naufragios: levantadas por el viento y amontonadas contra los obstáculos que encuentran, las arenas han hecho desaparecer caravanas enteras y amenazan perpetuamente la existencia del Egipto.
EL NILO Y EL DELTA
El Egipto, dice Heródoto, es un don del Nilo. En efecto, parece que en otros tiempos, el mar penetró en este largo valle; pero el Nilo, trayendo con sus aguas un lodo espeso, levantó el suelo en que lo depositaba, de suerte que sus aluviones colmaron poco a poco el golfo que el Mediterráneo formaba en el sitio del actual Delta.
Se llama así la parte inferior del Egipto, que cerrada al norte por el mar y cubierta al este y al oeste por dos brazos del río, presenta la forma de una letra griega “Delta”, o, si se quiere, la de un triangulo, cuya base seria el Mediterráneo, y su vértice el punto en que el Nilo se bifurca.
Cada año, y casi en un mismo día, del 20 de junio al 1° de julio, este rio crece poco a poco durante 100 días; sale de madre en el medio Egipto y en el Delta, y se derrama por todo el país hasta fines de Septiembre, impregnando las tierras de una cantidad de agua que, con el abundante rocío nocturno, basta para nutrir las plantas lo restante del año.
Desde principios de octubre, el rio baja, se retira, y al fin vuelve a su lecho en el solsticio de invierno, dejando sobre las tierras que ha cubierto, un lodo espeso y ligero que sirve de abono; continúa bajando hasta fines de mayo.
Es preciso que la creciente sea de siete a siete metros y medio, para que la inundación cubra toda la tierra labrantía y la cosecha sea abundante. Si sube más de ocho metros, la creciente se vuelve perjudicial, porque las aguas se mantienen demasiado tiempo sobre la tierra, y excediendo de ahí, el terreno se vuelve cenagoso, el hambre es infalible, porque las siembras no pueden hacerse, y viene el peligro de las pestes
El Nilo, a su entrada en Egipto, pasa por entre unas rocas que en la bajada de las aguas dejan ver sus crestas sobre la superficie del rio, produciendo las CATARATAS DEL SIENA, tan celebres en la antigüedad. Sin embargo, esas rocas, a flor de agua, no son peligrosas para la navegación; la embarazan, produciendo corrientes rápidas, pero no la interceptan.
DIVERSOS ASPECTOS DE EGIPTO
Los campos del Delta ofrecen tres cuadros diferentes, según las tres estaciones el año egipcio. Desde mediados de la primavera, cogidas ya las cosechas, no dejan ver sino una tierra gris, cubierta de polvo y profundamente hendida, que apenas un humano se atreve a andar por ella.
En el equinoccio de otoño, es una inmensa extensión de agua roja y salobre, de cuyo seno salen palmeras, aldeas y diques angostos que sirven de comunicación. Después de la retirada de las aguas, ya no se percibe, hasta el fin de la estación, sino un suelo negro y fangoso.
Durante el invierno es cuando la naturaleza despliega toda su hermosura; entonces, la frescura, la fuerza de la nueva vegetación y la abundancia de las producciones que cubren la tierra, exceden a cuanto se admira en los países más ponderados. En esta feliz estación, Egipto es, de un extremo a otro, una magnífica pradera, un campo de flores de todos los colores, y un océano de espigas; fertilidad que hace resaltar el contraste de la aridez absoluta que la rodea.
SU HISTORIA
La primitiva historia de Egipto es casi desconocida; según el historiador Heródoto, los sacerdotes contaron que en el principio los dioses habían gobernado el Egipto durante cientos de miles de años. Pretendían que la estirpe sacerdotal había sido entonces los únicos dueños del país. Al cabo de algunas generaciones, los guerreros obligaron a los sacerdotes a dividir con ellos el poder. Menes, su jefe, fue el primero de los reyes o faraones egipcios, y quien echó los cimientos de Menfis; hasta ahora muy poco se sabe de los que le sucedieron.
El Egipto contaba ya una existencia muy larga como nación, y numerosas dinastías de reyes, cuando una horda de pastores nómadas, conocidos bajo el nombre de HICSOS, penetró en el valle del Nilo, por el istmo de Suez, e hizo la conquista del Delta y del Egipto medio, en el 2080 a.C.
Sus reyes se fijaron en Menfis, fortificaron la entrada del Delta, por el lado del desierto de Arabia, y con una guarnición de 240 mil hombres, defendieron la plaza de Avaris (Peluza), para impedir que otros pueblos errantes siguiesen sus huellas. Estos extranjeros paralizaron el desarrollo de la civilización egipcia, aunque no hubiesen hecho a los egipcios, ni a sus monumentos la guerra de exterminio de que se les acusa.
Parece que fue uno de sus reyes quien tomo para ministro a José, el hijo de Jacob.
Por más de dos siglos, los HICSOS dominaron en el bajo Egipto; habiéndose refugiado los faraones indígenas en el Egipto meridional, que llaman la Tebaida, por la gran ciudad de Tebas, organizaron la resistencia contra la dominación extranjera. Después de guerras duraderas, los HICSOS fueron vencidos y echados nuevamente al desierto.
Este hecho, -el más importante de que se tenga memoria de aquellos remotos tiempos,- puede fijarse hacia el año de 1800 antes de nuestra era. Los egipcios se recrearon en trazar sobre los monumentos sus diversos incidentes.
De la expulsión de los reyes pastores, viene para Egipto una prosperidad que duró más de mil años. El mas celebre de los reyes de esta época fue MERIS, que ensanchó el lago que lleva su nombre, depósito inmenso destinado a recoger las aguas del NILO, y a suplirlas cuando la inundación era demasiado pequeña.
Algunas generaciones después de Meris, reinó AMENÓLIS II, el rey de la estatua que habla (*).
A esta época pertenece también el rey OSIMANDIAS, cuyas fabulosas proezas y maravilloso sepulcro celebraba la antigüedad. Se decía que había construido un inmenso edificio, cuyas pinturas trazaban sus grandes hechos; y que a la vuelta de una de sus guerras, había formado una biblioteca, sobre cuya puerta estaban grabadas estas palabras: “Remedios para el alma”; y un sepulcro coronado con un círculo de oro de 365 codos.
Estas maravillas fueron muy problemáticas, pero no el hecho de que los príncipes guerreros de la decima octava dinastía, de los cuales varios llevaron el nombre de Rhamses, extendiesen lejos el poder de Egipto.
(*) La antigüedad creía que la estatua que representaba este faraón, daba sonidos cuando la herían los primeros rayos del sol naciente. En efecto, era de una piedra sobre la cual el calor de un suelo africano, sucediendo a noches relativamente frías y húmedas, con la separación súbita de algunos granos o placas de la superficie producía un estallido que se tomaba como la voz de la estatua.
El más célebre de estos príncipes y de todos los reyes egipcios, fue SESÓSTRIS o RHAMSES EL GRANDE. Según el sentir de un historiador antiguo, Sesóstris había sido educado para que fuera conquistador; desde su nacimiento, su padre dispuso que aprendiera el arte de la guerra por medio de rudos ejercicios, largas carreras y continuas luchas con los animales del desierto y con sus salvajes habitantes.
A la muerte de su progenitor, Sesóstris soñó con sus hazañas; escogió 700 mil infantes entre los hombres más valerosos y más robustos de todo el Egipto y reunió 25 mil jinetes y 27 mil carros de guerra. A la cabeza de tan formidable ejército puso a los compañeros de su infancia, cuyo valor y habilidad había podido apreciar.
Sometió a Etiopía, imponiendo un tributo en ébano, oro y colmillos de elefante; y mientras que una escuadra de 400 grandes navíos, equipados en el golfo Arábigo, subyugaba las riberas y las islas del mar Rojo y del océano Indico, rindió el Asia occidental y se adelantó hacia el Ganges; dejó una colonia en el istmo que separa el mar Negro del mar Caspio, y penetró por el Asia Menor en la Tracia, donde el hombre, el rigor del clima y las dificultades locales pusieron término a sus triunfos.
Al cabo de nueve años, Sesóstris volvió a sus Estados, trayendo inmensos despojos y una multitud de cautivos a quienes hizo trabajar en dar salubridad y belleza al Egipto. Edificó algunas ciudades e hizo calzadas para que los habitantes pudiesen comunicarse durante la inundación del Nilo.
Dividió el país en 36 distritos llamados “nomas”, para cada uno de los cuales nombró un monarca encargado de cobrar los impuestos y de otras funciones administrativas. Construyó numerosos monumentos; hizo el Ramesseum en Tebas, las magníficas construcciones que aun se ven en Karnak, el templo, los colosos y los obeliscos de Lupsor. Algunos escritos antiguos fijan, bajo este príncipe, la salida, en 1625 a.C, de los israelitas de Egipto.
(Del libro “Compendio de Historia Antigua, por V. Duruy, Francia)