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NOSTÁLGICOS OLORES DE MI INFANCIA BARRANQUILLERA

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Autor: Teobaldo Coronado Hurtado

Lo primero que se me ocurre decir es que huele a deliciosos dulces, a pirulí, bola de coco, “arrancamuelas” y fruna. Al almíbar de guanábana, melón, corozo o mango que endulzaba el “raspao” que vendía un señor medio cojo en la puerta de la escuela pública No 11 donde cursé mis años de primaria.

El raspao

Exquisito y saludable el perfume de la canela o el clavito, sazón del delicioso arroz con leche, el refresco de avena, y el “plátano pícaro” que mi mamá preparaba con sumo deleite.

Hay sensaciones olfatorias que quedan como sello indeleble de la niñez para toda la vida.

En semana santa: el humeante y tranquilizante incienso del viernes de pasión al mediodía que exorcizaba el silencioso vecindario. El de la chispeante cera derretida de los cirios de la iglesia parroquial en el Barrio San Felipe, donde oficiaba de monaguillo, en las tumultuosas ceremonias de la semana mayor.

Provocativo el vapor que brotaba de la enorme olla donde se cocinaban los “rajuñaos” en sus distintas formas de dulce de piña, guandú, ñame y papaya. Inolvidable la gran pesadilla que tuvimos en casa cuando en vez de azúcar fue sal lo que colocó mi madre a la infaltable mermelada de guayaba.

Mientras, por las emisoras, solo se escuchaba mucha clásica que oíamos dentro del mayor recogimiento. El bolero de Ravel era tal vez el disco mas difundido.

De la época navideña guardo todavía el exquisito aroma del pernil o del pastel bifásico (gallina y cerdo) envuelto en hoja de bijao que cocinábamos en el fogón de leña ubicado en el traspatio para la cena de Nochebuena. Ritual que congregaba a la familia, al son de las inolvidables canciones de Aníbal Velásquez, Guillermo Buitrago y la Billos Caracas Boys.

El gozoso olor a nuevo de los aguinaldos que nos traía el niño Dios con el penetrante efluvio a chocolate de los confites navideños que nunca faltaban, se torna imperecedero.

El rasguñao

La cartilla Alegría de Leer, la urbanidad de Carreño, el catecismo del padre Astete, los textos de Bruño, los lápices de colores, la azulosa tinta Parker para el estilógrafo marca Esterbrook, los cuadernos Titán que guardaba en un bolso de lona rayada, multicolor, de fabricación doméstica, en conjunto, emanaban tufo peculiar indicativo de la escolaridad. Incitaban al cumplimiento de las tareas, a las planas por realizar.

El hedor a corral, con el tufillo sui generis de la “moñinga e´ vaca” del potrero de Domingo Palma adyacente a la Escuela No 11, en el barrio Nueva Granada, más penetrante al atardecer, es gratamente perdurable en mi memoria.

Plátano pícaroEl clavelito rojo que llevo aquí en el pecho va pregonando amores, amores maternales”, son versos de una canción interiorana cuya evocación se confunde con la apacible fragancia de la obligada rosa roja sobre mi pecho el segundo domingo de mayo dedicado a las madres vestido todo de blanco y corbata negra, tal era el uniforme de actos especiales de la mayoría de colegios públicos, en aquellos tiempos.

En esta plácida añoranza es imprescindible el recuerdo a tierra mojada que convocaba a toda la muchachada alrededor de la bola e´ trapo ante el presentimiento de la refrescante lluvia. ¿Acaso puede existir algo con más sabrosura para un “pelao barranquillero” que un partido de futbol, a lo largo de la arenosa calle, bajo el amparo alcahueta de un chaparrón?

Y si el aguacero, además, se desparramaba entre las 4 y 6 de la tarde cuando el oliente pan fresco recién salido del horno saturaba el ambiente circunvecino la faena futbolera era algo más que embriagante.

No ha de faltar en este regreso a los olores que marcaron los días de la infancia las incomodas emanaciones de remedios caseros calmantes de nuestras dolencias: la mentolatina, numotizine, curarina, toronjil, el diente de ajo, el orégano y el aceite de hígado de bacalao o la emulsión de Scott. Los odiosos vermífugos Laferbe y de ricino que me hicieron aborrecer el agua de panela con limón suavizante de su desagradable sabor.

La viva remembranza de los olores de la primera infancia reconcilian gratamente el presente con los incontables bálsamos farmacéuticos que, ahora en la segunda infancia, espantan la inevitable vecindad con el más allá.

 

 

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