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WERTHER O LAS CUITAS DE DON MANUEL

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 “Como una mujer coqueta que amante abriera los brazos,
la Habana, novia del mundo, brotó del mar por milagro.
El que no la vio la sueña, quien la vio no la ha olvidado
y el que tiene que dejarla, vuelve siempre a su lado.
Don Manuel, viejo Guajiro que a la Habana ha regresado,
se asombra viéndolo todo porque ya todo ha cambiado.”

(La Habana de ayer- Anónimo)

Autor: Moisés Pineda Salazar

Luis Carbonell, DeclamadorAsí empezaba una de esas poesías cubanas recitadas por Luis Carbonell, un declamador de aquella nacionalidad con las que Emisora Atlántico abría un espacio los domingos en su radioteatro, a las diez de la mañana.

Manuel de la RosaPero de la misma manera como aquel Carbonell nada tiene que ver con los godos, blancos, rubios, de ojos glaucos o cerúleos que por muchos caminos han regado su descendencia en Barranquilla y en el Departamento, este Manuel, el De La Rosa, ni es cubano, ni irá a la Habana mientras vivan los Castro, ni es guajiro y, más que asombrado, está emputado.

Además, a diferencia del personaje del poema una de cuyas estrofas nos sirve de epígrafe, De La Rosa habla muy bien el inglés.

Con Manuel De La Rosa Manotas, me unen decenas de años de encuentros y desencuentros.

En asuntos de licor –cuando él tomaba whisky yo le jalaba al “Ron Blanco Sello Azul” y cuando Manuel descubrió sus delicias y se aficionó a tomarlo mezclado con agua de coco, ya yo había cambiado de lealtades y le hacía honores al “Glenn Simon”.

Johann W. von GoetheCon la política nos ha pasado que cuando él andaba en las toldas del oficialismo liberal yo atravesaba el desierto de la disidencia galanista; cuando él entró en ella, yo me fui para el M19. Cuando él votaba en Barranquilla, yo lo hacía en Galapa con tal de no tener que sufragar por El Cura.

Solo, durante ocho años, coincidimos alrededor de candidatos comunes a la Presidencia de la República: Andrés Pastrana y Álvaro Uribe (EI Primero), para después él montar en el barco de la U con José Name Terán, en tanto que yo me malhayaba y me amparaba, temporal y convenientemente, bajo las toldas liberales de ogaño.

Hoy, mientras él se da contra las paredes desdiciendo del sistema y quejándose por el estado de la Ciudad, yo me ocupo en hacer lo que se pueda, porque algo hay que hacer. Cosa distinta nos ha pasado con algunas amistades y otros hábitos personales.

Durante cinco años compartimos un mismo cernícalo, nos aficionamos a madrugar para consumir decenas de cigarrillos, dos litros de tinto y disponer de quintales de información para conversar encerrados en una cabina de radio mientras la audiencia esperaba la dosis diaria de impertinencias del uno, de ignorancias del otro, mesura en aquel, chispa y humor en ella y de vez en cuando la liviandad y la banalización que rebotaba entre uno y otro micrófono en los que los oyentes se escuchaban representados como gremios o como usuarios, como sector privado o como gobierno; como militantes de derecha o de izquierda.

Yo creo que no éramos nada de aquello, sino que sin vergüenza, taquilla mental ni retenes, disfrutábamos del placer de poder conversar sin pensar en remuneración ni soldada.

Nunca perdimos la mala costumbre de “editorializar al preguntar”. Para indagar sobre algo describíamos una emoción, retrotraíamos algún hecho desde la memoria, alguna experiencia personal o ajena, seguida de un contexto material o de circunstancias de espacio y tiempo. A renglón corrido planteábamos una opinión que procedíamos a sustentar para, al final, formular la pregunta anunciada.

Mientras esto hacíamos, Henry Forero desplegaba el ejercicio inútil “de obligarnos a aterrizar”, pues siempre perdía 2X1.

Entonces, montaba en cólera, interrumpía, bufaba, tiraba papeles y, en mandando a cerrar micrófonos, mientras desplegaba la enorme vidriera de anuncios comerciales de su propiedad, nos declaraba enemigos de la celeridad, asesinos de la concreción y de la síntesis, espantadores de la pauta y nos motejaba de adormecedores de la audiencia que en la calle nos preguntaba cómo era posible que nos soportáramos al personaje.

Así que cuando Manuel no me aceptó la invitación para ir a ver la transmisión de “Werther” desde el Metropolitan Ópera House de Nueva York y en cambio convino en una “reunión virtual”, no pude menos que sentirme contento, y hasta halagado, aunque, no puedo negarlo, sigo sincera y profundamente frustrado.

Así es.

Yo tenía la esperanza de que el alma del Aristocrático, Nostálgico, Melancólico y Decimonónico Joven Werther que ha venido a reencarnarse en Don Manuel De la Rosa, pudiera verse retratada en la pantalla y que aquello sirviera como exorcismo para que abandonara el cuerpo de este héroe de casaca y sombrero que reclama el derecho de expresar sus sentimientos en público y que se ha comprado un lacrimal de cristal donde almacena los ríos de llanto que vierte por la Ciudad durante todo el día, todos los días a la semana.

Dice Don Manuel que “el llanto que no se derrama; se vierte en el corazón llenándolo hasta colmar su resistencia haciéndolo explotar”.

Barranquilla

Barranquilla

Barranquilla

Ciudad Ecléctica del Recuerdo

Ciudad Moderna

Ciudad desordenada

Este hombre, “que nació cuando su época ya había envejecido”, yo esperaba que encontrara en Charlote, en la joven amada encargada de criar hijos ajenos, los hijos de su madre que eran sus propios hermanos, una explicación del por qué Barranquilla se ha “corronchizado” cuando ha tratado parecerse a la madre de sus hijos postizos llegados desde todo su hinterland rural.

Don Manuel es impermeable a los requiebros de esa Barranquilla que se dedica a hacer “tanta maricada”, del mismo modo que el joven Werther no se da por enterado, ni se conmueve por las demostraciones de Sophie, la alegre joven que vive según el dictamen que vinimos al mundo para buscar y alcanzar la felicidad representada en las pequeñas cosas y en la risa “que es bendita, que es sonora, que es alegre”.

Charlotte, la madre protectora

Barranquilla protectora

Charlotte, La Madre

Protectora, Nutricia

Barranquilla La Madre Protectora, Nutricia

El hijo de Doña Carolina, solo ve una sociedad en la que “la bacanería, el vacile, la rumba, lo chévere, evitará que esta ciudad adquiera un verdadero desarrollo integral”.

Seguramente que, al igual de lo que pasó con Sophía, Manuel como el joven Werther preferirá “seguir haciéndole sombra” y sufriendo por el amor de una mujer que, como “la ciudad del recuerdo”, ya no le pertenece porque otro obtuvo de la madre de todos, la promesa de que se casaría con Albert.

Sophie, la que no se quiere parecer a la hermana mayor que se marchitó, se hizo mustia, y sin pasión, en el ejercicio de parecerse a la madre de sus hijos prestados, hubiera colmado su felicidad si Werther le hubiera dispensado tan solo una leve de demostración de interés por ella.

Pero no.

A ella le pasó lo que le pasa a mi Ciudad juvenil, adolescente y despreocupada con la dirigencia heredera de la antigua aristocracia barranquillera que, antes, fue samaria, antioqueña, panameña, ocañera, riohachera, cartagenera, momposina o extranjera.

Ellos, la saga de quienes llegaron a finales del Siglo XIX, en su melancólico enamoramiento de una “ciudad del recuerdo”, no quieren ver a esta Nueva Ciudad alegre y cantarina, que es de la misma sangre de la primera pero distinta a aquella.

A ellos, como a Werther le parece Sophie, Barranquilla les resulta insufrible por liviana, impertinente, frívola y “mentalmente retardada”.

Sophie

Barranquilla, Ciudad de las artes y del conocimiento

Sophie,

Sabiduría, Sensible, Juvenil, Ensoñadora

Barranquilla

Ciudad de las Artes y del Conocimiento

Y es que Sophie, la Nueva Ciudad, es distinta a la “ciudad del recuerdo” que levantaron unos inmigrantes cuyos gustos y estéticas, de haber sido vistos con los ojos norteamericanos y europeos, no pasaba de ser una copia -a veces mala- de Boston, Niza, Washington, Miami, Paris, Dublin, o de lo que se imaginaban, o de lo que veían en sus viajes, o de lo que recordaban de su tierra los inmigrantes que llegaron desde todas partes del mundo y que habían hecho el dinero, construido el aparato de poder y generado la capacidad institucional para levantar en Barranquilla una simulación de la tierra anhelada.

¿Por qué no aceptar que esa Ciudad del pasado, esa Barranquilla de los salones aristocráticos y del “frufrú”, la que llamaron “cosmopolita” porque en la mesa se servían gallina de patio, yuca maiz y chorizos con “servilletas de tela, finamente bordadas con el anagrama de la familia, cubertería de plata alemana y hermosas copas de cristal checo en las que se escanciaba, a solicitud del comensal, agua, cerveza o coñac ya que preferían mezclar aquel potage criollo con licor belga o francés, no fue nada distinto que un monumento a la melancolía de los inmigrantes?

Razón tiene Alfredo De La Espriella cuando habla de “lo Romántico”.

Para Don Manuel y la saga supérstite de aquellos inmigrantes europeos del Siglo XIX, Barranquilla debe ser un gran “Museo a lo Romántico”, una Ciudad Melancólica en la que ellos puedan terminar de envejecer, nostálgicos, mientras sus hijos y nietos toman el sol en las playas de La Florida, se divierten en Paris, en Viena, en Frankfurt, en Barcelona, en Milán o en cualquier aldea de La Calabria validos del pasaporte europeo al que les da derecho el ser descendientes de los abuelos que aquí amasaron la fortuna y los caudales que muchos de ellos no supieron acrecentar, educados como fueron para gozar y no para trabajar.

Y como ni en política, ni en economía existen los vacíos, llegaron otros inmigrantes a reemplazarlos a hacer por ellos la tarea de producir, construir y gobernar.

Una nueva dirigencia campirana a la que describen como “absolutamente rural, yuquera, inculta y mentalmente enana”, construyó una Nueva Ciudad que hicieron para parecerse a sí mismos y no a su hermana mayor, sufrida, aherrojada por el matrimonio con un hombre a quien no ama pero a quien se ha uncido por “el deber- la obligación- y el honor”.

Ni Don Manuel, ni sus pares, antojadizos como están en pretender una Charlote que ya no les pertenece, quieren verla a Sophie.

No aceptan que hoy también son barranquilleros, otros, “sin apellidos, ni blasones”, tal como llegaron los primeros que aquí se asentaron y que luego fueron reemplazados por la aristocracia criolla caucana, antioqueña, ocañera, cartagenera, momposina, riohachera y samaria, desplazada por la guerra de la metralla y del comercio, que recaló aquí y, sin murallas ni cañones, construyó su propia e imaginaria corte y fijó sus líneas dinásticas para hacer invisible la historia de los cimarrones y arrochelados que habían encontrado a principios del Siglo XVII unas barranquillas, al norte de las de Moreno, en las que se podía vivir sin rey, ni ley ni gobierno.

Don Manuel no quiere descubrir que detrás de todos los cambios, detrás de aquella ciudad “frívola, hueca, sin principios, sin valores, donde reina un exhibicionismo estúpido y se rinde solo culto al dinero, así sea mal habido” está

El latido de un corazón puro y sano

Un corazón que se ríe, pues siente pudor del llanto;

Que nunca es irreverente cuando nos dice: mi hermano.

Un corazón ardoroso fogoso y apasionado

Y que también es capaz de un amor puro y romántico

Sereno como su cielo y hermoso como sus cantos.

Corazón tierno cual gracia, ardiente como el pecado.

Abierto siempre a la vida aunque se encuentre sangrando”

(La Habana de ayer- Anónimo)

Charlotte y Sophie

Charlotte y Sophie

Eso es lo que va del Manuel que sigue siendo Guajiro aún en medio de esa copia de las Ciudades Europeas que es la Habana, al Manuel heredero de una aristocracia de inmigrantes blancos, que en sus tierras eran de la “sociedad de mediopelo”, y que sobre un poblanchón de casas de bahareque y palma, construyeron una ciudad y una sociedad del tamaño y a la medida de sus nostalgias.

Su proceso, la manera como lo hicieron, nos enseña lo que va de lo real imaginado, pasando por lo real asible, rumbo al mundo de los sueños, el de las utopías que ayer fueron motor e impulso para avanzar y que hoy llaman un “espejismo”, incapaz de sacarnos de esta ciudad en la que “hay de todo, en todas partes, un mierdero total”.

Es lo que va de una saga que se resiste a que otras oleadas de inmigrantes nacionales, repitan en Barranquilla la gesta de sus antepasados criollos y que, ingenuamente cree que alguna vez fueron raizales que pervirtieron “a unos inmigrantes que posteriormente se ‘aclimataron’, tanto, que terminaron siendo tan retardados como nosotros, los ‘nativos’", a la estirpe del bardo que sabe que “las ciudades cambian de piel” y que, debajo de esa piel, están los huesos, la carne, el mismo corazón vibrante y las vísceras que le proveen sus ciudadanos en el transcurso de la historia.

La metáfora del último acto de las dos hermanas, Charlotte y Sophie, que conversan en las previas de la tragedia sobre la alegría y el deber, bien para ser abandonada por Albert, o para sucumbir al suicidio con Werther, debiera servirnos para entender acerca de la necesidad del diálogo entrambas ciudades y sus elites, entre Don Manuel y sus pares con la corronchera.

El futuro nos lo exige.

 

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