Autor: Arnulfo López Ortíz
El canadiense, que conocía al «pelao» porque era caddy de golf en el Club Miramar y músico en la Banda del Centro Juvenil, lo llevó muy a las seis de la mañana de un día laboral cualquiera y se lo presentó a Mr. Walker el jefe del departamento de Contabilidad; éste medio le habló en su pésimo español y le puso un extremadamente elemental examen de aritmética y escritura; gustó el candidato y enseguida le dio la boleta de empleo para que se la presentara al Sr. Márquez, jefe de la oficina de Personal; ordenaba el inmediato enganche como «bell-boy» con el enorme salario diario de sesenta centavos, más noventa centavos de subsidio de alimentación.
Quince días demoró el examen médico el cual comprendía: purgante de sal, purgante de quenopodio, muestras de orina y de heces, sangre de la vena y del dedo, además de examen físico y de agudeza visual; por último, radiografía pulmonar en el Hospital de El Centro.
Pasado todo lo anterior le entregaban al nuevo trabajador un ficho de cobre con su número de control debajo de la palabra «TROCO» y una tarjeta para el cobro semanal de su paga.
Apenas había cumplido los catorce años de edad y uno treinta de estatura. Su oficio en la mencionada oficina le obligaba estar a las 5:30 de la mañana abriendo las veinte ventanas del local, prendiendo ventiladores de techo y de piso, limpiando escritorios, destapando las máquinas de escribir y de sumar y aquellas grandotas calculadoras mecánicas, para que los oficinistas pudieran iniciar las labores a las seis en punto.
Luego, habría de ponerse a sacarle punta a los numerosos lápices de cada uno de sus compañeros de trabajo o a envolver al revés las cintas de papel de las sumadoras para que el rollo prestara doble servicio ya que estando en plena segunda guerra mundial escaseaba todo lo que fuera importado; otro detalle de esa escasez: los residuos de los lápices, que por lo cortos ya no se podían empuñar, se unían por los cabos por medio de un tubito —que los mismos traían para taparlos y proteger sus puntas— de tal manera que rendían un poco más; y el papel carbón que se usaba en las máquinas de escribir o en los diferentes documentos que se preparaban a mano no se podía desechar sino cuando ya se veía, por la trasparencia, de un lado a otro.
Todo el mundo trabajaba al máximo porque con ello —así estimulaban los gringos— se contribuía al triunfo de los Aliados en la Guerra Mundial. Si el «bell-boy» no era ocupado por nadie, tenía que dedicarse en su pequeño escritorio a practicar con su máquina de escribir y la máquina de sumar —que era de palanca o manual— con el fin de irse preparando para ayudarle a sus compañeros.
Nadie charlaba a la hora de trabajo, ni siquiera silbaba, difícilmente se levantaba una vez al día para ir al water o inodoro por tiempo menor de cinco minutos; no era esclavitud... el gringo jefe desde su escritorio, en el rincón del inmenso salón que albergaba a unos cien empleados, de vez en cuando alzaba la mirada para observar el desarrollo y conducta de sus subalternos ... tomaba nota para posiblemente, el próximo Sábado en la tarde un poco antes de salida a las tres y media, entregarle a algunos la boleta de despido.
Pero realmente había inmensa motivación en los salarios, amable trato, oportunidades de ascenso, casa en los campamentos, en fin; muchos de aquellos lograron laborar no solo con la Troco, sino también con Intercol y ECOPETROL, y jubilarse después de treinta o cuarenta y pico años de servicio en la Refinería mas grande de Colombia y moderna de Latinoamérica.