Autor: Moisés Pineda Salazar
Debo decir que Cuba es un país cargado de estatuaria monumental, de espacios públicos generosos por doquier que contribuyen, sin lugar a dudas, a formar, mantener y fomentar el orgullo nacional.
La estatua ecuestre del primer Alcalde de La Havana elegido popularmente, la columna trunca construida como memorial de un dirigente asesinado, que recuerda el escudo de armas de Soledad, y el Mausoleo de más de 16 metros de altura, el más alto del país, dedicado en “La Necrópolis de Colón” a los Bomberos muertos en el incendio del 17 de Mayo de 1890, son muestra de estas narraciones en mármol que están dotadas de espacios públicos, apropiados a la grandeza de la Ciudad y proporcionales a las metáforas mediante las cuales transmiten su historia de una generación a la otra.
Barranquilla, en tanto, carece de esa concepción del espacio público y, por lo mismo, “añuquir” viene a ser el vocablo que expresa de manera exacta nuestra tendencia sicológica a pretender decir, hacer y mostrarlo todo en unidades limitadas de tiempo y de espacios.
Palabras que sintetizan significados apocopando (Quilla, ñía, ñero…), gestos que resumen discursos con sobrentendidos ambiguos (vaina, cosa…), espacios en donde las dimensiones agobian, aplastan al sujeto sin posibilidades de poder trazar una línea de fuga en medio de espacios limitados pensados para otras cosas. Esa es la Ciudad que construimos tan parecida a nosotros.
La majestuosidad de los monumentos en la Habana expresa el orgullo nacional y no el tamaño de los egos, ni el poder, ni la soberbia de los herederos.
Por ello los grandes monumentos son producto de suscripciones públicas, de colectas de gremios, clubes y asociaciones.
Por acá, en Barranquilla, la razón es a la inversa, al punto que grandes hombres de ciencia y de espíritu, como Julio Enrique Blanco y Alberto Assa, no merecen ni siquiera una modesta placa en piedra, mucho menos un túmulo, el nombre de una Calle o que se renombre su obra para conservar su memoria.
Hay muchas cosas que aprender en lugares de la Habana Vieja y en otras ciudades cubanas en los que la escasez de los espacios no es óbice para dejar de decir cosas complejas sin coparlo todo.
Dado que "el hombre piensa según cómo vive", en reducidos lotes vecinales, de donde desaparecieron viviendas y edificios, se han desarrollados pequeños parquecitos, en los que al sumarse arte mural, elementos verdes- árboles, jardines, grama-, amoblamiento para la recreación pasiva y pequeñas canchas para el deporte, se aviva la actividad comunitaria.
Lo mismo en un barrio marginal, que en una zona histórica. Igual en Holguín, en Camagüey, en La Habana, en Barranquilla o en Santiago.
También se pueden encontrar espacios barriales en los que la obra de arte brinda a los Citadinos, a los usuarios de la ciudad, la oportunidad para discurrir, para moverse dentro del mismo monumento conmemorativo. Es el caso del que está dedicado en Santiago a la memoria de Ernesto Guevara.
En él la simplicidad de los elementos, rectángulos de piedra, dispuestos en diferentes formas y direcciones, invita a los niños a circular entre ellos, como por dentro de un dédalo para jugar a entrar y salir sin perderse, al tiempo que registran sobre la piedra las imágenes y mensajes que definen el legado que se quiere preservar para la identidad colectiva.
Minimalista, práctico, integrado a usos urbanos, sin incurrir en excesos, sin desperdiciar el espacio y sin expulsar al sujeto con el que se quiere comunicar el artista público.
Esta concepción en la que la obra de arte, integra, invita y atrapa al espectador, la observamos en “La Manada de Elefantes”, elaborados en Lámina y a tamaño natural, que han instalado en el Centro Internacional de Negocios que opera frente al Meliá Habana, en el barrio Miramar, después de recorrer durante años el territorio urbano desde la Décima Bienal de Arte.
Pero la relación entre arte y espacio público, no siempre está mediada por existencia de elementos que permiten honrar y mantener viva la memoria
También sirve para la escenificación de un momento de la Historia. Tal es el caso de las antiguas locomotoras, detenidas en el tiempo, que mantiene “congelada” parte de la memoria urbana.
Máquina, territorio, amoblamiento y nuevos usos urbanos, proveen los recursos que permiten traer al presente la tradición ferrocarrilera de la Ciudad.
En otras circunstancias el espacio público sirve para la escenificación de aspectos inmateriales que igualmente cuentan historias como el caso de las veinte niñas bailarinas que, con ocasión de sexagésimo aniversario de la toma de “El Cuartel Moncada”, utilizan el espacio peatonalizado de Centro Habana para contar sus propias historias, o por lo menos la versión que ellas tienen de la historia de la Independencia de Cuba y la de los países americanos.
Un espacio público que les han entrado a disputar los “cuentapropia”, los bares y los restaurantes que han hecho de esas mismas calles y plazoletas una extensión de sus negocios.
Otros, como el conjunto de la plaza de la Revolución en Santiago de Cuba, me recuerda la absurda discusión barranquillera en la que los actores públicos, por razones políticas, renunciamos a nuestro deber de orientar y educar a la comunidad y formamos un verdadero "arroz con mango" en el que parque, alameda y bosque eran una misma cosa.
En este espacio santiaguero, distinto del Parque de Céspedes que está frente a la Catedral, la ciudad desarrolló un "espacio duro", libre árboles, con más de trescientos metros por cada costado, abierto y sin obstáculos, para la congregación de masas movilizadas, que al mirar al frente tienen como punto de fuga el conjunto ecuestre del héroe, construido en material pétreo con más de veinte metros de altura.
A espaldas de La Plaza de la Revolución, se abre un espacio verde en el que desembocan senderos de más de trescientos metros de longitud bordeados de árboles frondosos que invitan a caminar y a descansar en las bancas dispuestas a lado y lado del camino empedrado.
A la derecha, según se le miré, sin más dirección que el alineamiento, en todos los sentidos de los árboles sembrados a cierta distancia, se encuentra el conjunto umbroso de un pequeño bosque dentro de la ciudad.
Todo ello en un conjunto urbano de más de cuatrocientos mil metros cuadrados en el que el eje de servicios y funciones institucionales lo forma el Centro Cultural Heredia que presta sus servicios de Biblioteca, Galería de Arte, Centro de Eventos y Teatro.
Pero, los barranquilleros, “añuquidores” que somos, los políticos los primeros dentrellos, queríamos armar un bosque/ plaza/parque/ catedral en menos de cuarenta mil metros cuadrados.
En eso nos seguimos pareciendo al Cura Revollo -cienaguero y cartagenerista- quien en 1932 propuso demoler la Iglesia de San Nicolás para construir una "verdadera plaza mayor que bastante falta le hace a la ciudad".
Menos mal que no le pararon bolas.