Autor: Teobaldo Coronado Hurtado - Médico especialista en Anestesiología y Reanimación - Magíster en Filosofía - Barranquilla, Colombia ... Ver más publicaciones......►
La familia doméstica está integrada por el padre, la madre y los hijos. En una conjunción de afectos e intereses mutuos. Núcleo de la sociedad. Estos afectos e intereses demandan sincera lealtad de sus integrantes que ningún sujeto ajeno al grupo puede maltratar, sin que alguno de sus integrantes se resienta; obvio, el maltrato trasciende a todos.
Hay que reconocer, ya lo dijo el Papa Francisco: no existe familia perfecta, por lo tanto, no hay padres, esposos, hijos, ni hermanos perfectos. Estamos hechos, igual a cualquier ser humano, con sus debilidades y fortalezas; lo que quiere decir, frágiles físicamente, con una inteligencia limitada y emociones que nos conducen a estados de ánimo que oscilan entre la alegría y la tristeza, el optimismo y el pesimismo.
Imperfecciones propias de la naturaleza humana nos llevan a cometer errores, equivocaciones, comportamientos inadecuados que no deben traspasar el núcleo cerrado de la parentela. “Los trapos sucios se lavan en casa”.
Los trapos sucios, de cada uno de los miembros de la familia, por el respeto a su intimidad, derecho a una vida privada y lo más importante por simple principio de honestidad con la estirpe común, no pueden ser expuestos a la luz pública, por ningún motivo, utilizando los medios que brinda la tecnología: desde el conducto telefónico hasta lo que ahora llaman “redes sociales”.
En tiempos pretéritos la pared y la muralla eran receptáculos en donde se exponían, en forma malévola, las vergüenzas de la gente. De allí el viejo refrán: El papel y la muralla son el papel del canalla”.
Si miramos y observamos con detenimiento las páginas coloridas del Facebook, por ejemplo, podríamos concluir que las relaciones humanas son lo más de excelentes: familias armoniosas, parejas, en su mayoría, modelo de lo que debe ser el amor recíproco, hermanos solidarios los unos con los otros, amigos que subsisten en permanente fiesta, jóvenes, en general, modelo de virtudes. La gente, que el Facebook muestra, vive una permanente y envidiable felicidad. El mundo ideal que visionó Aldo Housley.
Pareciera que el Papa Francisco se hubiera equivocado en su admonición.
Nadie publica o comunica algo que pueda afrentar y enfrentar a sus parientes o llama por teléfono a denunciar sus rivalidades. Ninguno saca a relucir lo negativo que habita al interior de sus familias, para denigrar de los suyos a los cuatro vientos. Eso es comprensible. El mandato de la sangre lo demanda.
Tan solo, a manera de denuncia, desahogan su inconformidad con las vicisitudes propias o ajenas de la existencia cotidiana. Situaciones, hechos o circunstancias de la vida social que, de una u otra manera, afectan a la mayoría.
Las redes sociales, Facebook, Twitter y WhatsApp, al tiempo que promueven solidaridad entre los ciudadanos que no tienen voz, son instrumentos de convivencia que enriquecen los lazos entre amigos y familiares; para los que están cerca o entre aquellos que por variadas circunstancias no tienen oportunidad de intercambiar en forma directa por la lejanía. Es su lado positivo.
Sin embargo, el abuso lamentable de estos recursos, el celular en particular, rompe la comunicación interpersonal cuando, corta el dialogo, impide la conversación, pierde la mirada, silencia los encuentros.
Las personas, absortas en la maravillosa herramienta cibernética, se juntan, indiferentes, en la concurrida soledad de un espacio que acalla las expresiones de cariño, de amor y de afecto. La palabra que enamora, que aglutina, que nos humaniza, no se escucha ante la mecanización brutal del ágape.
Deshumanización de la convivencia se me ocurre denominar este tipo de comportamiento.