Autor: Fredy Luis Mozo Polo - Catedrático, Escritor - Barranquilla, Colombia
Allí estaba María, sin decir palabra alguna, presa de miedo por los últimos hechos que le habían costado la muerte a su marido, víctima de la violencia, que discurría como la inquebrantable avalancha de un río de lodo que lo arrasa todo dejando llanto y desolación a su paso.
Sentada frente a su vieja máquina de coser con la que confeccionaba los vestiditos de niños que vendía los domingos de feria en la plaza. Al ver llegar a Iván, se dominó, reflexionó y se apresuró a ocultar su tristeza para evitar sus preguntas.
Aquella actitud no solo contrariaba a Iván, sino que le hería en lo más hondo de su alma.
Sentado en un taburete, se puso a hojear un libro, el único que tenía, y que leía y releía en los ratos libres. Por momentos observaba a su hermano, Bruno, de unos dos años que jugaba con la cola de un gato amarillo que se encontraba ovillado debajo de una mesa de tabla. Pero éste continuaba en silencio jugando.
María levantó la cabeza, se quedó mirando a Iván y preguntó –:
— ¿Por qué estás preocupado?
— No quiero seguir viviendo en este pueblo, aquí todo es tristeza, y el peligro acecha. Quiero que tú y mi hermanito estén en otro lugar, seguros y tranquilos. –dijo Iván.
– Bueno hijito… ¿Que pasó en la práctica de hoy? –inquirió la madre.
– El profe dio la alineación para el domingo, me dijo que llegué tarde al entrenamiento del miércoles, y eso me sacó de la titular. Según él, la disciplina es la disciplina, Además, no me tenía en sus planes para este partido, ya que los defensores rivales, son muy corpulentos, y no puedo ir al choque con ellos, porque son muy grandes y siempre voy a perder todos los balones.
– No puede ser, en cada partido marcaste los goles definitivos. Lo sacaste de la olla, eres el goleador del campeonato, con tus anotaciones el equipo llegó a la final.
Si es así, por orden mía no vas a la cancha el domingo. Te quedas conmigo en casa ayudándome. Además ese día hay feria, mejor nos vamos a vender los vestiditos.
– ¡Madre! Pero es que soñaba con jugar ese partido, es el más importante de todos. Además, vienen unos empresarios de Buenos Aires, para contratar a los mejores jugadores y llevarlos a las divisiones inferiores de Boca y River, es mi oportunidad de sacarte de aquí y de que vivas mejor –dijo Iván.
–Esos empresarios lo que quieren es ganar dinero, mi corazón me dice otra cosa. Te quedas conmigo, y no vas a ningún partido –expresó Maria, levantándose de la silla.
–No puede ser, debo estar en ese partido –replicó Iván inconforme, dando la espalda a su madre.
Pero en silencio, el imberbe muchacho de unos quince años, cabellos lacios negros, ojillos almendrados, de tez blanca, de baja estatura, más bien menudo, pensaba: “de todas maneras lo intentaré.
Debo estar en ese encuentro, es de vida o muerte, es definitivo en mis aspiraciones de sacar a mi familia de este infierno, no puedo desaprovechar esta oportunidad. Es el partido de la vida, debo convencer al profesor para que me tenga en cuenta, por lo menos para el segundo tiempo.
Cuarenta y cinco minutos son suficientes para demostrar mis condiciones a esos empresarios, sueño con ponerme la camiseta de uno grande de Argentina y de allí pasar a Europa”.
Llegó el domingo. Día en el cual se disputaba la final del campeonato montañero. Era una mañana fría y lluviosa en el páramo. En el campo de fútbol los dos equipos se encontraban alineados en el terreno de juego, el verde césped como un tapete refulgía al sol que empecinadamente se asomaba entre las nubes.
Los jueces y el árbitro ultimaban detalles para dar inicio a la finalísima. El blanco balón se encontraba en el centro como un huevo prehistórico movido de un lado para otro por un viento borrascoso y frío que calaba hasta los huesos.
Los jugadores en sus puestos calentaban su cuerpo, hacían ejercicios de elongación, giraban sobre si mismos, preparaban sus músculos dando saltitos.
Los espectadores arrebujados hasta el cuello sentados en improvisados rellanos de los cerros que bordeaban la cancha esperaban absortos, otros a horcajadas en las ramas de frondosos árboles vibraban con expectación.
Burros, mulos, caballos y vacas que pacían por el lugar no se querían perder el espectáculo del balompié. La lluvia había terminado y el sol continuaba escalando el cielo.
Las madrinas, que estaban sentadas alrededor del terreno de juego, con una expresión de arrobamiento en el rostro tamborileaban los exuberantes ramilletes de flores de crisantemos, jacintos, claveles y rosas que descansaban sobre sus piernas. En la cima de un árbol un locutor aficionado se desgañitaba imitando a los mejores narradores de fútbol.
Los vendedores ofrecían sus fiambres garrapiñadas. Cuando el sol se acercaba a su posición del mediodía. El árbitro dio el pitazo inicial, la esférica rodó pero nadie corrió detrás de ella. Sorpresivamente un manto negro cubrió la montaña, como un castillo mágico se iluminó de luces artificiales.
El cielo empezó a tronar y vomitaba centellas, todos estaban perplejos y confusos con lo que veían en la cancha de juego. Los jugadores, uno a uno, fueron cayendo sobre el césped.
El Hermes regó la crónica hasta lo más recóndito del páramo. María, corrió y encontró a Iván; Yacía tendido en la cama de su cuarto, rígido como un soldado en guardia. Su rostro estaba desencajado, y su cuerpo febril. Afuera, ráfagas de viento cortaban el aire, y retumbaban en los escollos de la serranía. María preparaba una pócima de hierbas silvestre que daba a beber diariamente a su hijo.
Unas dos semanas después, Iván partió cargado de esperanza, con unos cuantos pesos en el bolsillo y los inseparables guayos de fútbol en su valija. Como un quijote recorrió solo caminos sin límites, bajo soles abrasadores y frías lluvias, durmió bajo la luna y las estrellas. Quería mostrar al mundo su buen fútbol, el que aprendió en canchas de potreros y ejercitó en las calles de su pueblo.
Días más tarde de haber empezado su periplo llegó a la sultana. Entrenó en las inferiores del deportivo Valle, su entrenador el Pequeca Castro, sin verlo jugar lo ignoró. Sin perder tiempo entrenó con la maquina roja y su técnico el médico Uribe, lo retiró porque era muy joven y no tenia argumentos futbolísticos para militar en su equipo.
Además anotó que él dormía tranquilo con un buen arquero y una buena defensa y no necesitaba delanteros. En las montañas de Antioquia el filósofo pacho Maturana técnico del Atlético Nutibara, aceptó que practicara cinco minutos y después de verlo le expresó:
– Disparas mucho a la puerta y te desprendes del balón muy rápido, y lo más importante para mi equipo es mantener el balón, le puso una mano en el hombro y lo despidió con una frase shakespeariana: “la vida es demasiado corta, y cada instante que pasa es perdido para mi agradecimiento”sigue adelante... El Babillo Gómez, instructor del Deportivo Independiente de la Montaña le dijo:
– No sabes jugar sin el balón en los pies. Después de varios días llegó a la capital. Miravic técnico del Balet Verde un yugoslavo, alto, delgado, con cara de caricatura a blanco y negro, y que nunca se reía, en un español enredado, opinó que le hacía falta masa muscular y que debía ir primero al gimnasio. Alberto Bojaca, un cachaco empavao, entrenador de los Leones de Bogotá, consideró, que era muy indisciplinado tácticamente ya que subía mucho al ataque y descuidaba la defensa.
Colocándole una lapida para el fútbol, le recomendó que se dedicara a otra cosa. Cansado de vagar por las canchas y clubes de fútbol declinó en su sueño. Para reunir unos pesos y viajar a la costa caribe vendió confites en las tabernas, en medio del tintineo de las copas y botellas de licor, veía los partidos de fútbol que transmitía nuestra tele y pensaba: algún día toda esta gente tendrá que festejar mis goles.
Al cabo de unas semanas llegó a Barranquilla, anduvo por el barrio Revolo practicó en el antiguo estadio Moderno y por iniciativa de un aficionado se probó en los Delfines de Barranquilla, un brasilero Otoniho Frambuesa que llegó mucho antes como jugador y que no había aprendido a hablar bien el español y oficiaba de técnico, lo separó por que con ese físico no aguantaba los noventa minutos.
Siguió a Santa Marta, llegó al barrio Pescaito y en la cancha de la Castellana, como Picasso con su pincel hizo pinturas con el balón y dio un concierto de fútbol que Levantó buenos comentarios.
En las gradas de cemento, un aficionado de pelo ensortijado gritó:
— “¡nojoda!, ¿Quién es ese pelao? Domina bien el balón, va de frente, y tiene un fuerte disparo a la puerta”.
Al siguiente día Llegó a probarse con el Huracán de Santa Marta. El mono Remat, lo separó porque él se la jugaba con los veteranos. Sin embargo Iván no se amilanaba.
Después de vender golosinas a los turistas jugaba fútbol con otros pelaos todas las tardes en la playa, lo que le sirvió para fortalecer sus músculos y llenar de aire sus pulmones.
Una tarde en el malecón, después de la puesta del sol, se encontró con Jean Paff, un marinero belga que llegó en un buque de carga a los muelles de Santa Marta, y lo veía jugar en los rojos atardeceres. Este marinero en sus tiempos mozos había militado sin suerte en las inferiores del Real Barcelona de España.
En el crepúsculo marino hablaban de fútbol y dio comienzo a una entrañable amistad.
Pasado unos días, el buque partió del puerto de Santa Marta con un nuevo pasajero de polizón en el camarote del corpulento lobo de mar. Cuando apenas comenzaba la primavera europea llegaron a Barcelona.
El belga se lo recomendó a un amigo, ex compañero de equipo, un rubio holandés, llamado Hans Hansen, que estaba encargado de las divisiones inferiores del Real Barcelona. Iván convenció rápidamente a Hansen, quien lo llevó al equipo de primera.
En el otoño de ese mismo año se estrenó en el Campo Nou. Con una brillante actuación adornada con faenas de lujo que remató con cinco goles, provocó los mejores elogios por parte del público. Al final del torneo se coronó campeón con su equipo y ganó el Pichichi Dorado.
Fue considerado por la prensa deportiva internacional como el mejor futbolista del año. Las cámaras de televisión lo seguían a todas partes, se convirtió en el nuevo icono del fútbol universal. Con su propio comic se creó un video juego en tercera dimensión logrando record de ventas en todas las esquinas del mundo. Finalizada su primera temporada en Europa en compañía de Jean, regresó con un contenedor lleno de regalos para todos los niños del páramo.
A su llegada la celebración fue majestuosa, todos los habitantes estaban amontonados, todos querían abrazarlo, la alegría no tenía límites, vitoreaban y gritaban, otros precipitadamente solicitaban su autógrafo.
El alcalde declaró día cívico en el municipio, el concejo mediante ley lo proclamó hijo ilustre del pueblo, la asamblea departamental mediante una ordenanza ordenó bautizar con su nombre todas las canchas de fútbol del departamento, el gobierno nacional mediante decreto lo condecoró con mil medallas, y el congreso de la republica en sesión extraordinaria aprobó la ley Iván, mediante la cual se ordenó construir su estatua en bronce, a la entrada de todos los estadios del país.
Más tarde se abrió paso a empujones en medio de la multitud que le miraba jubilosa. Llegó al rancho de su madre. Allí estaba María de la Trinidad, con su larga cabellera negra, sentada frente a la maquina de coser, como Penélope esperando a su Ulises.
Cuando los dos hombres irrumpieron en el umbral de la casucha, madre e hijo cruzaron una mirada y se abrazaron. Los dos permanecieron callados durante un rato.
— ¡Dios mío, muchacho si eres tú!–Exclamó María llorando.
— Quiero ver a Bruno– dijo Iván– ¿Donde está?
María dudó antes de responder.
— En el cielo, una bala perdida lo mató –contestó con voz confusa.
Dos lágrimas aparecieron en el rostro del muchacho, y se abrazaron nuevamente.
— ¿Quién es este señor? –Preguntó María mirando inexpresivamente al europeo.
— Madre, él es mi padre y representante a la vez… –explicó el goleador.
Luego surgió un silencio angustioso. En el instante apareció sigiloso el gato amarillo en la sala; saltó por la ventana de batientes y desapareció.
Al cabo de unos días, María y Jean partieron en compañía del goleador del mundo, Iván Paff. Al llegar a Europa se finiquitó su traspaso para la siguiente temporada por diez mil millones de euros al Chelsy de Inglaterra.
En la estéril guerra, el oasis del fútbol les devolvió lo que la violencia les quitó: El amor.