Autor: José Joaquín Rincón Cháves - Periodista, Abogado y actor de radio - Bogotá, Colombia
Posiblemente Miguel Acevedo, era el cachaco más raro del barrio Olaya de Barranquilla. No por el bigote mejicano que cargaba sobre su labio superior, por que -al fin y al cabo- los hombres oriundos del interior, gustan de este singular adorno facial, sino porque era propietario de una tienda, que abría desde las siete de la mañana y la cerraba al mediodía.
Para colmo de males, el negocio llevaba por nombre Olímpica, en épocas en que los Char, no habían aterrizado en Barranquilla, ni tampoco se distinguía por un amplio surtido. A duras penas, contaba con unas dos o tres botellas de aceite en el armario, cuatro panelas y algunos abarrotes, que ni de vaina, podrían compararse con el surtido de los supermercados que años más tarde labrarían la fortuna de don Ricardo y sus descendientes.
Al parecer, Miguel había nacido en algún pueblito perdido de Cundinamarca, pues el dial del añejo radio que alegraba sus mañanas, no se movía de las estaciones de radio que pasaban música mejicana o alguno que otro bambuco, entonces se atusaba el frondoso bigote, mientras miraba el arroyo que pasaba por la calle 71 con carrera 32B y le gritaba a su esposa Eva que fuera preparando el almuerzo, pensando más en la siesta, que en los alimentos del mediodía.
Diagonal a la Tienda Olímpica, haciendo esquina con la carrera 34, estaba situado el negocio más popular de esos contornos. Era como una miscelánea, donde se encontraba de todo, pero cuyo mayor volumen de ventas, era la venta de carne de cerdo y unos sabrosos chicharrones, que cuando los calderos estaban a pleno vapor, regaban su sabroso olor por toda la barriada.
Se llamaba El Guásimo, era de una familia de apellido Rueda, cuyo tronco principal era el papá don Roberto, quien se había establecido como 85 años atrás en ese sitio. Los sábados y los domingos por la mañana, se concentraba la más heterogénea clientela que pueda darse, procedente de todos los rincones de la ciudad, pues la sazón y el gusto con que se preparaban las frituras de marrano, eran en su época, los más deliciosos de la Arenosa.
Los Rueda, se aprovechaban de la frondosa sombra del Guásimo, que campeaba en la esquina, para colocar varias mesas, que servían de reposo a los compradores y para “meterse” sus frías entre pecho y espalda. También preparaban un exquisito guarapo con panela y piña, que servía para completar el banquete de los contertulios.
Al frente de este negocio, se ubicaba el Colegio Atanasio Girardot, de los profesores Manjarrez, a quienes por ser oriundos de Ciénaga, se les conocía por el moquete de los Guineo Paso, por conocimiento de este escribidor, que cursó el tercero y cuarto año de primaria en ese plantel, recién desempacado de Pamplona.
En la esquina de la carrera 32, dos tiendas se batían en furiosa competencia: “La Chichi” y “El Esfuerzo”. La primera, era más bien tienda-cantina. En ésta, reinaba, un poderoso traga-níquel, que prefería las canciones de la Sonora Matancera y de sus cantantes estelares, empezando por Celia Cruz, el inquieto anacobero, Daniel Santos y el entonces imberbe caimán barranquillero, Nelson Pinedo, pasando por el “bigote que canta”, Bienvenido Granda y otras estrellas que fueron formando el gusto musical por la música cubana de quien estas letras escribe.
Boleros, danzones, guarachas, mambos y demás parafernalia procedente de la isla antillana, se escapaban como cascada de la dichosa tienda, que a veces aceptaba la colada de algún borrachito trasnochado, que alimentaba su tusa con el escaso repertorio de rancheras que brindaba el tragamonedas. Entonces surgía la voz de Pedro Infante, de Jorge Negrete o de cualquier charro de las películas del Teatro Delicias, para sazonar el desengaño del galán del barrio, que desgonzado sobre la mesa, lloraba sus penas.
En cambio, “El Esfuerzo”, hacía honor a sus propietarios santandereanos que como cosa rara, eran de Zapatoca y todos “monos”. Era un negocio bien surtido, diferente al de Miguel Acevedo. Con dependientes trabajadores y que desde la madrugada abrían sus puertas al público.
Contaban con una camioneta pick-up Ford de color amarillo, que les servía para mantener el negocio surtido con verduras y frutas frescas comparadas a temprana hora en el mercado público de la Calle 30. Los estantes repletos de comestibles y de artículos que requerían los compradores.
Si de asiduos clientes se trataba, doña Ana Inés, mi recordada madre, se matriculaba en “El Esfuerzo”, mi viejo, Teódulo, de vez en cuando, los domingos prefería a La Chichi por las aguiluchas y por la música caribeña y José Joaco, se inclinaba por “La Olímpica” para jugar con los hijos de los Acevedo, sin perderle pisada a una hija de doña Eva.
El barrio Olaya, un tradicional sector de Barranquilla, de clase media y baja, que creció a la sombra de su antes frondoso parque, famoso porque en una ocasión, fueron robados unos hermosos leones de mármol que custodiaban las entradas de su estanque lleno de peces de colores y que luego la policía encontrara adornando la puerta de una conocida y rica familia de la ciudad.
Sede de establecimientos escolares como la Concentración Femenina, de la Normal Superior de Varones y del Colegio San Francisco, tierra de mis primeros pasos en la ciudad, urbe que aprendí a amar al arrullo de las canciones de la Sonora Matancera y de Lucho Bermúdez, de la negraCelia y de todo ese combo de artistas que fueron de gran arraigo popular y que hacen parte de mi propia vida.