Autor: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Hacia 1982, Guillermo Cajiao, un cineasta, piloto fotógrafo, con quien hacia guiones de cortometrajes, me puso al tanto de cómo el Ruiz se iba calentando. Él, desde su avioneta, le había tomado secuencias de fotografías en los últimos tres años y era evidente que se acercaba a una erupción.
Para escribir y respaldar mis denuncias sobre el volcán en las columnas que escribía en El Colombiano, La Patria y El País busqué en historiadores de la conquista (hablaban del volcán de Cartago), en fray Pedro Simón quien narraba la erupción de finales del 1590 cuando las piedras llegaron hasta Toro y en notas de la colonización de Caldas y el norte del Tolima, de otro estallido alrededor de 1850.
Entonces, —como ahora—, dijeron que era un loco. En Manizales, cuando pedí que instalaran un sismógrafo, me respondieron que con la sensible perra pastor alemán, que cuidaba del Hotel Refugio al pie del cráter, tenían para quedar advertidos.
Solo el doctor Gutiérrez, papá del actual gobernador, me creyó el cuento y contactó a Tazzief, el vulcanólogo francés, quien advirtió y explicó de la peligrosidad del volcán.
Fui a Armero invitado por el juez Aquileo Cruz, que murió en la tragedia. Les hablé del tema y mis temores. No le creyeron al novelista. Fuí a Honda. La alcaldesa de entonces acogió mis razones y tomó medidas que salvaron muchas vidas.
Ni Manizales, que no quería dañar la imagen de su Feria, ni el intonso gobierno de Belisario, ni los que tenían que tomar medidas, comenzando por las gentes de Armero, me oyeron. 40 mil personas sordas murieron.
Pero como la historia la escriben los triunfadores, yo, como perdedor adolorido, escribí mi novela. Ahí queda “Los sordos ya no hablan”.