Autor: José Joaquín Rincón Cháves
La primera y verdadera vez que Teódulo Rincón Patiño se sintió libre, fue cuando en la plaza de Tubará, montado en un caballo zaino gritó: ¡Viva el partido liberal! y la gente le aplaudió.
La última vez que lo había hecho, en un tenderete cercano a la plaza principal de Pamplona, había ido a parar con sus huesos y con su muchachito de ocho añitos al panóptico municipal, como siempre pasaba cada vez que después de tomarse unas chichas, se le alebrestaba la conciencia y pensaba que con sus gritos iba a revivir a Jorge Eliécer Gaitán.
Para entonces, como en casi todos los pueblos de Colombia, había una orden dada desde los púlpitos, que a todo liberal había que castigarlo con la cárcel. De remate, los calabozos quedaban cerquita de la catedral primada y la curia estaba pendiente del carcelazo para estos alborotadores, con lo cual, cada vez que algún cachiporro era conducido tras las rejas, la primera notificación le llegaba al correspondiente Monseñor, que para males creo que se apellidaba Afanador y Cadena.
Afanador porque le metía prisa a la autoridad y Cadena por la condena sin miramientos decretada contra el rojito de turno. De verdad que mi viejo era una vaina y se chupó no menos de 15 internadas por andar con el partidismo arrebatado y en tierras azules. ¡Válgame el cielo!
Cuando en el último carcelazo, su hijito le hizo compañía y este sin saber, como decía mi profesor de matemáticas, por dónde iba tabla, se chupó algunas horas preso, se dijo que había que parar la cosa y desde ese momento juró que había que emigrar del pueblo, con su mujer y el muchacho y emprendió el viaje incierto para la costa colombiana.
En Barranquilla, se dedicó a la panadería, su oficio de toda la vida, con Ana Inés esa india morena que le había robado la tranquilidad y que había sido su consuelo desde cuando salió corriendo de su natal Soatá, caserío boyacense que enmarcado por la Sierra Nevada del Cocuy, le había enseñado los primeros odios partidistas entre liberales y conservadores.
Teódulo, me contaba que en ese entonces, estando de unos catorce años, el profesor los sacaba al patio y ponía a los escolares a jugar a la guerra de los mil días. Los liberales, hacían de caballos y los conservadores de jinetes armados de largos palos.
Con toda la maldad del mundo, los jinetes, no la emprendían a palazos contra sus rivales, sino contra los caballos, hasta el día en que mi viejo se cansó, desmontó al muchacho que le conducía y la emprendió a garrotazos contra el chalán y contra el maestro. Luego, salió en volandas del pueblo.
Que de cosas me recuerda cada 16 de abril, cuando en silencio celebró su nacimiento. Cuando nos bañábamos en la quebrada que pasaba por el patio de la casa y me rociaba con esa agua fría que venía de la montaña.
Las veces que me cargaba sobre la espalda, cuando salía del trabajo y me recogía en el teatro del pueblo donde laboraba mi hermano mayor. Me llamaba mi gusanito y con amor infinito me decía:
— ”Venga lo atucho”.
Nunca más escuché esa palabra. Posiblemente era un verbo antiquísimo, “atuchar” que significaba cargar sobre la espalda. Y así, con mi hermano al lado, me llevaba hasta la puerta de la casa en las más de veinte cuadras que había entre el teatro y el barrio popular obrero, donde vivíamos.
Posiblemente después de los nietos, a quienes también llamaba sus gusanitos, fuimos los únicos jinetes que cargó con mucha paciencia y alegría.
Alcanzó el clímax de la felicidad, con el nacimiento de mi hermano Pedro Antonio en Barranquilla, el 10 de abril de 1955. Por un día de diferencia, no se le bautizó como Jorge Eliécer, sino Pedro Antonio, en honor de uno de sus hermanos, fallecido en Pamplona.
Allí, supe que su fanatismo implacable por el partido liberal había sanado, solo que surgió un impensable fervor por otra institución que llevaba el rojo en su bandera matizado con el blanco de la paz.
Tampoco, nunca sabré en que momento cambió su fanatismo por los motilones del Cúcuta Deportivo, para trasladarlo al Atlético Junior de Barranquilla. Era un rabioso aficionado de “los tiburones” y armaba cada bronca cuando el rojiblanco perdía.
Sin hasta un domingo llegó a decir que Dios había hecho llover y tronar sobre el Romelio Martínez, para que Dida ni Víctor Ephanor pudieran hacer sus cabriolas para ponerle el gol de papayita de Antonio Rada y así vencer a esos “toches”. Y eso que el partido era contra el Cúcuta Deportivo.
Amó como nadie a la BrujaVerón y hasta en el barrio La Floresta, el tiburón mayor de Óscar Borrás, le llamaba Varacka y a mi segundo hijo Varaquita, porque andaba con el nieto “atuchado” por las calles de la vecindad.
En la Floresta, lo sorprendió el nacimiento de Leticia y entonces todo fue para él una fiesta: dos nietos y una nieta. Fue tal vez, el momento más sublime de aquel hombre que había sido acorralado por la violencia y que encontró en la vida y Barranquilla, entre otras cosas, la perdida risa y esa alegría nostálgica de los campesinos de Boyacá.
Mi viejo, era todo un caso. Pero desde que arribó a Barranquilla, la paz se le asentó en el alma y el Junior se le adentró en el corazón. Murió en una tranquilidad que hasta las alturas de la Sierra Nevada del Cocuy, le envidiaron.
Hasta el sol de hoy, no he logrado saber, quien hizo llegar a la funeraria de los Jardines del Recuerdo, una ofrenda con el escudo del Junior. Cuando la deposité sobre la urna mortuoria, me pareció que una sonrisa iluminaba su rostro.