Autor: Israel Díaz Rodríguez
Faltaban cinco minutos para que el maestro de la escuela diera por terminada la jornada de la tarde la cual comenzaba a las dos y finalizaba a las cuatro, cuando se oyeron voces de mujeres que corrían gritando a todo pulmón: ¡Lo mataron!................. Lo mataron……………..!
En un pueblo tan pacífico en donde jamás había habido un homicidio, aquellas voces como era natural despertaron alarmas que convulsionaron a todo el mundo, nosotros los niños cuya edad oscilaba entre los ocho y los diez años, sin pensar si quiera que podíamos correr algún peligro, nos apresuramos a llegar los primeros al lugar donde señalaban las mujeres que estaba el muerto.
Efectivamente, ya casi al final de la calle principal, en un patio de arena y piedras, yacía boca abajo un hombre sin camisa manando sangre por una herida cerca del omoplato izquierdo, cuando nosotros llegamos, no había mucha gente de manera que tuvimos la oportunidad de verlo muy de cerca, casi que encima del cuerpo de aquel hombre que todavía tenía vida, puesto que a través de la herida se veía además de la sangre que salía en poca cantidad, el movimiento de una membrana como la de un tambor que subía y bajaba.
El pueblo se alborotó de punta a punta, todo el mundo se echó a la calle a enterarse que había pasado, quienes habían sido los protagonistas y desde luego de una vez comenzaron los comentarios cual había sido la causa. Se oían muchas versiones, pues mientras los más lengüilargas para no perderse en dar ellos la primicia, comenzaron a decir que aquellos dos hombres amigos entre sí, habían empezado a tomar tragos desde muy temprano en la casa de una conocida señora que tenía el negocio de expendio de licor de mala calidad llamado “ñeque”.
Que al calor de los tragos, comenzaron a discutir sobre asuntos baladíes, como suelen hacerlo los borrachos, que de las palabras de reproches que se hacían al principio, se fueron a términos ofensivos, todo el mundo pensó que lo máximo que llegaría a suceder era que se fueran a los puños como solían resolverse las disputas en el pueblo, lo cual era pan de cada día, por eso los que estaban presenciando el altercado, no intervinieron.
Uno de ellos, que era forastero por cierto, consideró prudente retirarse del escenario y se dirigió a la casa de una hermana donde estaba hospedado, sin decirle a nadie lo que había sucedido, entró a su habitación y se acostó, pero a poco de haberse echado a la cama, llegó el contendor y sin pedirle permiso a los dueños de la casa, abrió las puertas, se introdujo a la habitación donde el otro ya dormía la borrachera y lo levantó por el cuello, le dio dos bofetadas y comenzó a desafiarlo primero con palabras ofensivas y luego incitándole a que saliera a la calle le dijo: “levántate, párate cobarde para probarte que yo si soy un hombre, no como tú nacido de una madre que ha parido hijos maricones”
El ofendido, sin medir las consecuencias de lo que iba a hacer, miró a un rincón donde el dueño de la casa guardaba una escopeta que usaba para cazar venados, pues cogió la escopeta y le hizo un disparo dentro de la casa, seguidamente salió corriendo y se dirigió a la casa de un amigo donde se refugió, el herido tuvo fuerzas para perseguirlo pero cayó después de cruzar la calle donde había sucedido la tragedia cayendo boca abajo, en el lugar en donde nosotros lo vimos.
Eso sucedió alrededor de las tres y media de la tarde, los familiares del herido una vez que constataron que había muerto, se armaron con palos y machetes, y hasta propusieron algunos meterle fuego a la casa donde se refugiaba el homicida, cosa que un hombre sensato evitó oponiéndose a semejante medio de hacer justicia por propia mano y con cabeza fría, llamó a la telegrafista del pueblo para que a eso de las diez de la noche abriera la oficina, encendiera los aparatos de la telegrafía y se comunicara con la oficina de Magangue para que diera parte a la policía.
La policía llegó oportunamente, se llevaron al reo, pero los ánimos quedaron caldeados, aquello tomó después una cariz político, sin fundamento alguno, acusaban los conservadores a los liberales de ser los autores intelectuales del crimen, todo esto lo lideraba un cabecilla conservador que se caracterizaba por ser un intrigante a quien jamás le interesó el bienestar del pueblo, antes bien, su misión era esa, la intriga, la cizaña, para figurar él como jefe sin competidores.
De ahí en adelante, la vida de aquel apacible y tranquilo pueblo, donde todo el mundo se conocía, reinaba la cordura, la amistad, se trasformó en un verdadero infierno en el que nunca más reinó la confianza entre sus moradores.