Autor: José Joaquín Rincón Cháves
En memoria de Silvia y Juan…
Esta es la última historia de Juan Crisóstomo Uribe Vallejo quien entre sus muchas ocupaciones terrenales ejerció la de agente viajero, fabricante de Café El Sol y hasta de dueño de una potranca en el hipódromo de Medellín.
En la flacura de los años finales, guardaba aún la apostura de galán de cine y una que otra vez, sentados en la sala de aquel apartamento al fondo del Edificio Murillo me contaba las conquistas más inverosímiles y en cualquier lugar del suelo antioqueño y sus alrededores, es decir el mundo.
De sus andanzas por suelo chocoano, después de una semana de abstinencia sexual, me decía que hasta a la morocha más fea, le encontraba su encanto tras la tercera cerveza Pilsen Cervunión medio calentona que se tomaba.
Valido de su personalidad y de su ingenio paisa, vendía desde un hueco hasta un viaje a la luna y la mayor parte de sus ventas las hacía, inventándole las necesidades a los clientes para ofrecerles el remedio infalible para solventarla.
Cuando se le dio por viajar por la Costa Caribe, me contaba que lueguito de pasar por la Plaza de Majagual—donde conoció a Silvia—, salió con rumbo a la Guajira para demostrar que el mercadeo para él era casi un vicio y que hasta en el desierto sus habilidades de vendetodo llevarían su sello, el tal «merchandisen« tan en boga ahora.
Se adentró por los lados de Manaure y antes de llegar al pueblo, realizó el inventario de lo que quedaba en la vieja maleta de cuero. Encontró doscientos ochenta y dos trompos de colores relucientes como los de las hamacas de San Jacinto y puntas de acero que fulguraban con el sol de las salinas, con sus respectivas pitas.
En un kiosco de la entrada, con el frío de una Cerveza Águila en las manos, sacada de una nevera de madera, empezó a diseñar su estrategia de ventas. Llamó a unos muchachos que jugaban en medio de un arenal y les propuso el negocio del año a quienes dijo con voz misteriosa:
— “Visiten todas las tiendas y ventorrilllos de Manaure y en cada uno de ellos pregunten que si tienen trompos. Por cada negocio visitado, les reconozco veinte centavos. ¡Ah! y me dicen cuántas tiendas visitaron”.
Al cabo de un buen rato la operación había sido completada. Entre tiendas y tenderetes, hizo un censo de treinta y cinco.
A la media hora de terminar la gesta de los chicos, Juan Crisóstomo Uribe Vallejo papel en mano y de tienda en tienda, llegó ofreciendo como buen culebrero paisa, los trompos de colores con sus respetivas piolas sacadas del entramado de las hamacas de San Jacinto y de las filosas puntas que recogían el oro de Segovia y concentrado en el sol del Cabo de la Vela.
Demás está decir, que los trompos fueron colocados de a docena en los estantes de cada tenderete visitado y el precio pagado de contado por cada comerciante ambicioso que había sido tocado por la estrategia de mercadeo inventada por Juan.
Terminada la venta, pagó a cada guajirito el precio convenido y con otra fría en la mano, abordó el viejo bus que por allí pasaba, rumbo a Valledupar donde se proponía vender por catálogo, unos diez acordeones que había visto en una casa musical de Medellín. Imagínense ustedes un paisa refranero ofreciendo Homners afinados por Alejo Durán y Francisco el Hombre en la tierra de Escalona.
Don Juan —como yo le llamaba—, se sentía orgulloso de su segundo nombre, Crisóstomo, que según él, en griego quería decir “boca de oro”.
A decir verdad y cuando me metí de farandulero a hacer teatro, siempre me hizo recordar a ese personaje de Arthur Miller en la muerte de un viajante.